Corría el año 2014 cuando, viajando con una agrupación musical juglaresca, los vaivenes del viaje nos llevaron a la hermosa ciudad de Budapest. Una ciudad separada por un imponente río, testigo de siglos de gloriosa y triste historia. Fue en la última noche cuando conocí a una chica húngara, de tez pálida y labios rojos como el sol al ponerse en Ibiza. Quedé prendado de su encanto y con la ayuda de mi guitarra acabé enamorándola yo a ella también. Pasamos la noche entre licores locales y danzas balcánicas, y como dice la canción "...y desnudos al amanecer nos encontró la luna".
Nos dijimos adiós, y esta vez sí, volvimos a vernos. Ella vino a visitarme y pasamos 15 días en la Costa Brava, entre playa, montaña, marisco y atardeceres.
Lo que no sabíamos, o no queríamos entender, es que el amor de verano dura lo que dura el verano. Obstinados en negar la mayor y pensar que eso era para toda la vida, decidí mudarme a Budapest al final del verano y empezar una nueva vida con ella. El encanto del verano y de mi guitarra se apagó al poco tiempo, y los dos entendimos que era mejor seguir rumbos separados y atesorar esas semanas de pasión en un rincón de nuestro corazón, para recordarlas cuando seamos viejos y ansiemos la chispa de la juventud.
Yo me quedé en Budapest, y conocí poco después al que fue el amor de mi vida.