Perdedores estupendos

El seductor encanto de ser segundo

La publicación de la novela sobre el niño que estuvo a punto de encarnar a Harry Potter invita a rescatar del cajón la figura romántica del segundo del casillero y a recuperar la historia de dos de los más famosos segundones de todos los tiempos: uno ciclista, el otro explorador

Raymon Poulidor (en segundo término, por supuesto), junto a Luis Ocaña, en el Tour de 1973.

Raymon Poulidor (en segundo término, por supuesto), junto a Luis Ocaña, en el Tour de 1973.

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Mauricio Bernal
Mauricio Bernal

Periodista

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Una historia de los segundos, si algún día la escribe alguien, está obligada a consignar en un lugar destacado la leyenda de Raymond Poulidor, “el eterno segundo” de Francia, el ciclista que jamás llegó a vestir de amarillo en el Tour pero que terminó tres veces segundo y cinco tercero; y subrayar, porque es importante, que en su país lo adoraban. O, naturalmente, la historia de Robert Scott, ese segundo dramático, terrible, el capitán que el 17 de enero de 1912, después de una odisea inimaginable, se plantó con su equipo en el Polo Sur solo para descubrir que no era el primero sino el segundo en conseguirlo, y que su gran rival, el noruego Amundsen, había llegado un mes atrás. La foto que se tomaron Scott y su equipo en el lugar no solo transmite el enorme cansancio del grupo después de dos meses largos en condiciones extremas, también es la cara de la derrota. Y no cualquier derrota: la del que llega segundo, el que vislumbra pero no toca, el de la miel en los labios. Todos murieron en el viaje de regreso.

El segundo tiene historia, y muchas veces, una historia más interesante que la del primero. O quizá es que es fácil empatizar con los perdedores románticos, artísticos –estéticos–. El tema viene a cuento porque el francés David Foenkinos acaba de publicar ‘Número dos’ (Alfaguara), un libro en el que novela la historia de otro segundo por antonomasia: el niño que hasta el último minuto luchó con Daniel Radcliffe para hacerse con el papel de Harry Potter. El niño existió, existe, y hoy, ya adulto, va por ahí quién sabe si perseguido por ese fantasma, no se sabe: Foenkinos fantasea y aventura que sí, en una novela que no deja de ser un sentido homenaje a los segundos. “Era mejor permanecer en la sombra que rozar la luz”, escribe el francés, pero a sabiendas de que en esa sombra sin segundos escasean las buenas historias.

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Para comprender los sentimientos elevados que puede despertar un esteta de los segundos puestos hay que leer textos como el publicado en ‘Libération’ el día después de que Poulidor anunciara su retirada. “Esta mañana somos huérfanos de Poulidor”, reza. “Tendremos que aprender a vivir sin él. Sin su acento, sus derrotas, sus desgracias. […] El señor Poulidor (así preferíamos llamarlo en ‘Libé’) era un hombre valioso. No por su enjundia, sino por lo que simbolizó. Toda Francia resumida en un solo hombre, eso no es nada. […] Francia se encoge cada vez más”. Los franceses adoraron a ese hombre perseguido por la mala suerte porque, como señalaban los comentaristas (y no solo los deportivos), su determinación representaba a toda Francia. El pueblo se identificaba plenamente con él: la derrota, a diferencia de la victoria, es universal e interpela a todo el mundo. De hecho, Poulidor era mucho más querido que Anquetil, el número uno, el gran campeón: uno de los culpables de que jamás ganara el Tour.

Poulidor, como el capitán Scott, dio nobleza al segundo puesto, y desde la medalla de plata proyectó una heroicidad capaz de tocar la fibra más allá del fervor de cajón que desencadena la victoria. La diferencia es que que la historia de Scott acabó mal. Como explicó hace unos años al diario ‘The Guardian’ Roland Huntford, autor de ‘Scott and Amundsen’, a la noticia de la muerte de Scott y su equipo se produjo “una efusión pública de dolor” solo equiparable a la que se produjo años después con la muerte de la princesa Diana. Y añadía: “Los británicos con frecuencia hacen del desastre una virtud, y tienen una atracción perversa por los héroes románticos que fracasan más que por los homéricos que triunfan. Más importante, Scott estaba muerto; de haber vuelto con vida rápidamente habría sido olvidado”. No todo segundo se puede decir héroe romántico, pero hay algo en esa casilla que atrae el romanticismo.

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El propio Huntford fue el artífice de señalar los pies de barro que sustentaban la leyenda, en ese ‘Scott and Amundsen’ en el que diseccionó las dos expediciones y llegó a la conclusión –resumiendo– de que el noruego había preparado la suya como un profesional; Scott, en cambio, se había comportado como un aficionado. Lo publicó en 1979, y en 2010 sofocó los intentos de algunos colegas por reivindicar de nuevo la figura del explorador inglés con otra publicación, ‘Race for the South Pole: The Expedition Diaries of Scott and Amundsen’, donde daba voz a los dos exploradores a través de sus diarios y volvía a demostrar que Scott había diseñado una expedición de medio pelo. Es lo peor que le podía pasar al explorador británico: llegar segundo y que la posteridad, que parecía que iba a tratarlo bien –más que bien: lo iba a considerar un héroe–, al fin y al cabo le diera la espalda. La calamidad del segundo multiplicada por dos: dos veces estuvo a punto de tocar el cielo, dos veces se quedó con la miel en los labios.

Lejos del romanticismo que representaron Poulidor o Scott, los segundos de nuestro tiempo son como nuestro tiempo: más prosaicos. Poulidor no se vanagloriaba de ser segundo, y Scott definitivamente no se vanaglorió de ser el que llegaba tarde a conquistar el Polo, pero para ciertas cosas, ser segundo hoy es casi como ser primero. Una mirada a la biblioteca de Babel de internet revela un reguero de ufanos segundos por doquier: el Segundo Mejor Queso del Mundo, el Segundo Mejor Restaurante del Mundo, el Segundo Mejor Latinoamericano en la historia de la Premier League. El segundo jugador de fútbol que más balones de oro ha ganado es Cristiano Ronaldo. Eso, prosaico.

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