Noches de verano | Por Emma Riverola Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
La noche y el vuelo
Frente al ansia de atrincherarnos en la autoafirmación y la consolidación del poder, se abre la posibilidad del movimiento, del intercambio, de otra ética en las relaciones
Las golondrinas controlan los insectos
En el cielo hay vías sin fronteras ni alambradas. Caminos etéreos que se recorren libre de equipaje, tan solo el recuerdo propio o heredado del transitar. Auténticas oleadas migratorias de golondrinas surcan cada año rutas invisibles con -oh, milagro- la bendición y protección de las leyes. Prohibido destruir sus nidos con hasta 200.000 euros de multa. En estos días, las crías nacidas en las tierras del norte ya se pierden camino del sur. Recorren cientos de kilómetros en una sola jornada. Grandes grupos que permanecen unidos, dándose protección.
Se marchan y regresan. Con precisión memorística utilizan la misma ruta y es posible que, incluso, se alojen en el mismo nido. Viaje tras viaje. Se equivocaba Gustavo Adolfo Bécquer al anunciar a su amor perdido que las golondrinas que “aprendieron nuestros nombres” ya no retornarían (quizá derrapó en algo más, como en ese final de amante tópico y grandilocuente “como yo te he querido…; desengáñate, ¡así… no te querrán!”). Pero más allá de las rimas, el vuelo de la golondrina nos anuncia la llegada de la primavera y el retorno del otoño. Viaje de ida y vuelta que observamos con los pies anclados en la tierra y convertimos en una suerte de calendario: ahora el estallido de la vida, ahora el recogimiento ante unas noches que no dejan de alargarse.
Poco tenemos que ver con las golondrinas. No seguimos los dictados del apareamiento y la crianza en primavera. Tampoco con la llegada del otoño damos alas a los vástagos y nos desentendemos de sus vuelos. Pero sus bandadas sí dibujan en el cielo la posibilidad de un cierto sentido existencial. Así, ese vuelo constante, esa migración permanente y en grandes grupos para protegerse de los depredadores se convierten en una metáfora simplificada del pensamiento del devenir. Frente al ansia de atrincherarnos en la autoafirmación y la consolidación del poder, se abre la posibilidad del movimiento, del intercambio, de otra ética en las relaciones.
Entretodos
No somos inmutables. Y mejor no serlo. Ni la firmeza rocosa de carácter ni las ideologías inconmovibles ni las tradiciones como normas incuestionables son garantes de la felicidad, especialmente para quienes sufren sus imposiciones. Crecemos y envejecemos y cada septiembre se inicia un nuevo curso, una nueva posibilidad de transformación. Bastaría con levantar la vista para observar otro modo de avanzar.
Viajo a mi infancia y el septiembre llega siempre acompañado del olor a forro de libros y lápices recién afilados, también de esa mezcla de impaciencia y nerviosismo a medida que se aproxima la cita escolar. Detengo el trayecto unos lustros más tarde y, de nuevo, el olor a aironfix y a virutas de madera, solo que esta vez la inquietud se proyecta sobre los hijos. Hoy, ya quedan lejos los horarios escolares, los días de ropa de deporte o de bata de plástica. Unas obligaciones menos a retener, unas cuantas arrugas de más y una creciente capacidad para rechazar esos compromisos que no tienen por qué serlo. Algo muy cercano a la liberación.
Un nuevo septiembre. Ni el cuerpo es el mismo del año anterior ni las ideas son calcadas. En cuanto a la seguridad, ya sabemos que todo puede estallar con un chasquido de dedos. Pero eso no impide que, mientras las golondrinas duermen, también podamos imaginar nuevos modos de volar.
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