Obituario Obituario Informa la muerte de un individuo, proporcionando un relato imparcial de la vida, controversias y logros de la persona.

Vicenç Pagès, el hombre que jugaba

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Vicenç Pagès, este martes ante el bar Almirall, en el Raval. 

Vicenç Pagès, este martes ante el bar Almirall, en el Raval.  / JOAN CORTADELLAS

Hoy ya puede decirse en voz alta. Muy alta. Y con todas las letras del abecedario y todas las posibles exclamaciones. Vicenç Pagès ha sido (¡es!) uno de los escritores más brillantes, inteligentes, prolíficos, poliédricos y robustos de mi generación. Quizá el que más y muy probablemente de más de una generación, desde finales de los 80 hasta este maldito día de agosto en que ha traspasado, justo en medio de las fiestas de Torroella, su pueblo de adopción. Ya se podía decir antes, claro, pero ahora, desgraciadamente, es una afirmación concluyente, definitiva. Y ahí sí que el tópico tiene validez. Con la muerte de Vicenç, amigo, compañero de jurados, colega de unas cuantas aventuras, la literatura catalana pierde un baluarte capital, una piedra de toque. Por muchas razones: por su innegable calidad y porque, ante todo, Vicenç era un lector incombustible e insobornable, que tenía toda la literatura (y no sólo la catalana) en la cabeza, que era capaz de distinguir, de definir, de establecer cánones y códigos. Esto no es fácil. Uno puede ser escritor y basta (es decir, crear universos de ficción más o menos plausibles), pero en un estadio superior hay quien piensa en su oficio y reflexiona desde la primigenia condición de lector, es decir, de amante apasionado.

Cuesta escribir estas líneas. Me lo acaban de decir por muy diversos canales, todos los amigos y amigas con los que hemos compartido el fulgor intelectual de Vicenç. A veces discrepé con él (fuertemente, alguna vez), pero siempre permanecía, en la discusión, en la discrepancia, un respeto absoluto por su figura, por alguien que tanto era capaz de confeccionar una novela breve tan intensa como 'Carta a la reina d'Anglaterra' y unas novelas como 'Els jugadors de whist' o la iniciática y emotiva 'Dies de frontera'. Que podía hablar de los olores y los malos olores en la literatura, que comprendía como nadie la importancia de lo que hemos llamado literatura infantil, que se sumergía, con humor y con distancia, con un toque inglés y a la vez figuerense, en la 'Memòria vintage'.

Me dejo tantos títulos. Los que ya conocemos y uno que Ernest Folch editará en breve con el título de 'Kennedyana', la última novedad de Vicenç, un retrato literario de no ficción narrativa. Me dejo tantos. Ya tendremos tiempo de entrar a fondo en su legado. Ahora solo tenemos a mano la desolación y el desconsuelo. Vivimos, unos cuantos, en estado de shock. Sabíamos la gravedad de la enfermedad, pero él mismo nos animaba discretamente: "Agradezco estas palabras, Josep Maria". Y nada más. Vicenç era discreto y educado, en apariencia un hombre distante, ordenado y preciso. Su literatura transmite a veces esa percepción. Pero, a la vez, a poco que rascases, por poca confianza que tuvieras, desplegaba una ironía demoledora, un humor incisivo, y, al mismo tiempo, una bondad que solo podía basarse en la confianza en determinados valores que él asumía y que se concentran en la necesidad de ser leal a los principios, al bien supremo que se esconde en los hombres y mujeres que han escrito y que hemos leído.

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Era uno de los nuestros, por decirlo como me lo acaba de decir una buena amiga suya. Y lo curioso de todo, ahora que pienso en ello, es que el rigor más académico, el más quisquilloso, sólo respondía a un objetivo. Jugar. Jugar con las palabras, con las listas, con las historias de verdad y las mentiras.

Vicenç era un hombre que jugaba, ahora lo veo, mientras escucho a Antònia Font en una casa en medio del bosque, sin saber mucho qué decir, sin saber todavía reaccionar.