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América Latina, después de la utopía

El escritor Carlos Granés quiere que Latinoamérica "ponga pie en el siglo XXI". Pero el peronismo no ceja, el priismo tampoco, el legado castrista aún tiene defensores y un indigenismo de nuevo cuño ha mutado en la última versión del nacionalismo latinoamericano. Todo ello sin la intermediación de escritores-ideólogos, como antaño

El presidente de Argentina, Alberto Fernandez, junto a Cristina Fernandez de Kirchner en el Congreso de Buenos Aires.

El presidente de Argentina, Alberto Fernandez, junto a Cristina Fernandez de Kirchner en el Congreso de Buenos Aires. / ALEJANDRO PAGNI / AFP

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Albert Garrido
Albert Garrido

Periodista

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Entre los muchos rasgos diferenciadores de la historia de América Latina, uno de los más relevantes es la ausencia poco menos que total de filósofos “cuando se han dilucidado nuevos modelos políticos y sociales”, escribe el nicaragüense Sergio Ramírez en el mensual 'Política & Prosa', al adentrarse en la tesis desarrollada por el colombiano Carlos Granés en el libro 'Delirio americano'. Escribe Ramírez que “son los poetas y los novelistas quienes han desempeñado este papel, convertidos en ideólogos, a veces con pretensiones proféticas”. A tenor del arranque del libro de Granés, que podría muy bien haberse titulado 'Todo empezó con José Martí', son los escritores los que en mayor medida se han prodigado en diferentes ismos ideológicos, no siempre movidos por inquietudes democráticas.

De la misma manera que en la epopeya de las independencias latinoamericanas brilló a menudo la prosa encendida de algunos libertadores –Simón Bolívar no fue el único–, en las postrimerías del siglo XIX, detrás de la muerte del cubano José Martí (1895) en el campo de batalla, “vendrían muchos otros poetas, visionarios y utopistas dispuestos a liberar al continente, una y otra vez, eternamente, de los molinos de viento que los atenazaban”, resume Granés. Entre ellos, Rubén Darío, autor de la célebre frase “¿callaremos ahora para llorar después?”. A ello contribuyó un “nuevo fervor antiimperialista”, que favoreció el encuentro del arte y de la política en un mismo espacio de debate, y que llevó a decir al colombiano José María Vargas Vila: “Renunciar al odio que despertaban los yanquis era lo mismo que renunciar a la vida”.

Al mismo tiempo, autores tan influyentes en su tiempo como el peruano José Santos Chocano mostraron sus preferencias por las “dictaduras organizadas” antes que por “el nefasto desorden que engendraba la farsa democrática”, y el argentino Leopoldo Lugones dijo pestes de quienes “soñaban constituciones sin haber fundado aún el país”. Estos autores moldearon el perfil del nacionalista latinoamericano, proveedor ideológico con harta frecuencia de un fascismo autóctono primigenio, más o menos encubierto, que cristalizó en modelos tan influyentes en la historia de América como el peronismo, respuesta argentina a lo que Granés llama “la incesante pregunta por el ser nacional”. A partir del recuerdo de Perón y de la exaltación poco menos que mística de la figura de Evita, el peronismo pasó a apropiarse la exclusiva de lo genuinamente argentino.

En el mapa político latinoamericano de hoy sigue vigente esta excepcionalidad argentina. Ni la desastrosa situación de la economía del país ni las disputas a cara de perro entre el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner hacen que se degrade la convicción en muchos argentinos de que el peronismo es lo único realmente propio. Algo que contrasta con las dudas existenciales de experiencias tan actuales como la de Pedro Castillo en Perú, zarandeado por crisis encadenadas, las dificultades de asentamiento de Gabriel Boric en la presidencia de Chile a causa de las incógnitas que plantea el referéndum constitucional y la crisis de identidad que atraviesa el mandato de Andrés Manuel López Obrador, en México.

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Si a tales referencias se añade el deterioro de los proyectos revolucionarios –Cuba, Nicaragua, Venezuela–, es posible llegar a conclusiones como la de Sergio Ramírez: “Mientras buscamos con delirio nuestra identidad americana, intentamos dilucidar los modelos políticos mediante las frustraciones constantes de la democracia y mediante golpes de Estado, revoluciones y ostentaciones populistas”. 

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En 'Ñamérica', el escritor argentino Martín Caparrós se refiere a lo mismo en términos diferentes: “Si algo nos define a los ojos ajenos es esa novedad: una región de la que otros esperan cosas nuevas, búsquedas, eso que algunos llaman utopía”. Entre tanto, prevalecen las frustraciones y a cada poco se suma un nuevo título al viejo apartado etiquetado como novela del dictador, inaugurada por Ramón María del Valle Inclán con 'Tirano Banderas'. El aprecio por este libro del escritor Rómulo Gallegos, efímero presidente de Venezuela, y del novelista mexicano Carlos Fuentes, implacable crítico del PRI, se explica con solo recordar la tradición ominosa de las dictaduras; títulos como 'Señor presidente', de Miguel Ángel Asturias, y 'La fiesta del chivo', de Mario Vargas Llosa, atestiguan la naturaleza intrínsecamente latinoamericana del fenómeno, aunque su inductor fue un español.

¿Y ahora qué?, cabe preguntar. La respuesta de Carlos Granés es de un realismo sin fisuras, sin lugar para la utopía: “Ni arielismo, ni indigenismo, ni 'nuestroamericanismo', ni peronismo, ni priismo, ni castrismo, ni guevarismo, porque ninguna de estas mitologías, a pesar de sus buenas intenciones y de sus sueños salvadores, cohesionó a las sociedades y las hizo prosperar”. “Es hora de poner pie en el siglo XXI”, concluye. Pero el peronismo no ceja, el priismo tampoco, el legado castrista aún tiene defensores y un indigenismo de nuevo cuño ha mutado en la última versión del nacionalismo latinoamericano. Todo ello sin la intermediación de escritores-ideólogos como los hubo antaño, alentadores de utopías.

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