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Cambiar de mentalidad para sobrevivir | + Historia

La emergencia climática y las dificultades energéticas provocadas por el conflicto en Ucrania obligan a un profundo replanteamiento de cómo se entiende el progreso económico. La perspectiva histórica da pistas de lo que es necesario hacer.

La eficiencia energética del vapor posibilitó la revolución industrial. Imagen de trabajadores de la fábrica Woolwich Arsenal.

La eficiencia energética del vapor posibilitó la revolución industrial. Imagen de trabajadores de la fábrica Woolwich Arsenal. / Woolwich Arsenal, Museu Marítim Britànic

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Xavier Carmaniu Mainadé
Xavier Carmaniu Mainadé

Historiador

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Uno de los problemas de la crisis climática y energética es que el remedio para resolverlo choca con la mentalidad occidental surgida después de la revolución industrial. Desde disciplinas como la economía o la historia siempre se realiza una lectura positiva del paso del tiempo siempre y cuando vaya asociado al crecimiento. Se considera que cuanto más se produce, mayor actividad se genera y todo va mejor. Pero a la hora de realizar esta lectura a menudo se olvida un elemento importante: la eficiencia. O sea, conseguir un mejor resultado con menos esfuerzo. La definición es poco académica pero ya nos entendemos.

Lo interesante es que si se analiza la revolución industrial desde este prisma todavía se entiende mejor el éxito de determinadas innovaciones que la hicieron posible. Por ejemplo, la máquina de vapor de Matthew Boulton y James Watt. Sonará políticamente incorrecto, pero los griegos antiguos ya habían empezado a explorar el uso del vapor pero no lo necesitaron porque la mano de obra esclava ya hacía su trabajo. No necesitaban buscar nuevos inventos, porque salía más a cuenta dar un poco de comida a una pobre gente esclavizada. En cambio en el siglo XIX, cuando ya se había abolido la esclavitud y los trabajadores reclamaban ciertos derechos, tener máquinas que agilizaran el trabajo servía para ahorrar costes.

Lo mismo ocurrió con el transporte de tracción animal al estallar la Primera Guerra Mundial. Los ejércitos se dieron cuenta de que era más eficiente invertir en el motor de combustión a base de petróleo, un producto que hasta ese momento servía de poco, en lugar de cuidar a caballos y mulas y procurarles forraje. Luego, durante la Segunda Guerra Mundial, tocó ahorrar combustible, pero fue un fenómeno circunstancial, que se revirtió después del conflicto.

Durante los años 50 y 60, superadas las décadas de conflictos apocalípticos, las nuevas generaciones vivieron con mayor alegría y despreocupación, en parte incentivadas por el sector industrial que necesitaba poner en marcha las cadenas de producción para generar riqueza. Entonces nadie pensaba que aquello se acabaría, ni se veía ninguna amenaza real al 'statu quo' por más Guerra Fría que hubiera.

La euforia se frenó en seco en 1973 con la crisis del petróleo, que se prolongó hasta 1981. Durante esos ocho años el concepto de ahorro energético empezó a popularizarse y todavía marca nuestras vidas, como nos recordarán en el octubre cuando toque reajustar los relojes para adoptar el horario de invierno, vigente desde entonces.

Fue en aquella época cuando los países más avanzados empezaron a tener en cuenta la gestión de la energía, lo que fue posible, en parte, por el desarrollo de la informática, que permitía un control más esmerado tanto en la industria como en grandes edificios. En EEUU, por ejemplo, en 1986 se promovió el Año de la Eficiencia Energética para concienciar a la ciudadanía sobre esta cuestión.

El problema fue que en virtud de esa eficiencia se privatizaron muchas empresas de servicio público. De entrada supuso un ahorro económico y un abaratamiento del precio de la energía, pero precisamente como costaba poco dinero, nadie se preocupaba de ahorrar su consumo. Es cierto que había algunas voces desde sectores como el ecologismo que advertían sobre las consecuencias de aquella situación, pero si somos sinceros, nadie se lo tomaba demasiado en serio.

A partir del siglo XXI la perspectiva empezó a cambiar y la cuestión climática se incorporó a la agenda política internacional. Ahora bien, por más pomposas cumbres que se hayan organizado, nunca se ha abordado como un verdadero reto global, sino que cada país ha defendido sus propios intereses. Y todo esto se acentúa con crisis geopolíticas como la provocada por Rusia en Ucrania.

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El problema es que las generaciones que dirigen el mundo siguen teniendo de referente lo que ocurrió en los años 70 y les parece que reducir el uso de los combustibles fósiles es perder potencial económico. No es perder, es ganar en eficiencia si realmente quieren garantizar el bienestar de las generaciones futuras. Cambiar las mentalidades cuesta y solo se produce cuando no hay más remedio. Es justo donde estamos ahora.


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La historia se escribe con las respuestas que da el pasado a las preguntas del presente. Por eso ahora los historiadores quieren saber las consecuencias de la contaminación provocada por el carbón quemado durante la revolución industrial. Es un aspecto de la época del vapor olvidado hasta hace poco, porque se destacaba el balance positivo del progreso económico global.