Entrevista

Carlos Granés: "La imagen de América Latina como pantalla de proyección de todas las utopías sigue vigente"

El ensayista colombiano ha escrito un libro fundamental sobre la historia política y cultural de América Latina en el siglo XX, ‘Delirio americano’ (Taurus), que sigue la estela de las grandes obras que han intentado explicar las particularidades de la región. Caudillos, ‘arielistas’, artistas y escritores se pasean por esta monumental investigación convertida en una gozosa propuesta de lectura.

Carlos Granés, en Madrid.

Carlos Granés, en Madrid. / DAVID CASTRO

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Mauricio Bernal
Mauricio Bernal

Periodista

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-¿América Latina inventó el populismo tal y como se practica en este siglo XXI?

-Yo creo que sí. El populismo ha existido en muchas sociedades, pero hay un tipo particular de populismo que se inventó en América Latina en 1945 y su artífice fue Juan Domingo Perón. Fue el momento en el que el fascismo fue derrotado en Europa y los caudillos nacionalistas autoritarios influenciados por Mussolini, incluso por Hitler, tuvieron que reconvertirse en demócratas. El fascismo perdió legitimidad y estos personajes, que por lo general eran militares, tuvieron que colgar sus uniformes, ponerse corbata y reciclarse en demócratas.

-Sin serlo en realidad, claro.

-Desde luego que no. Seguían siendo lo mismo que antes, líderes con fuertes tendencias autoritarias y patrioteras, pero tenían que someterse a las reglas del juego democrático. ¿Entonces qué hicieron? En el caso de Perón fue bastante evidente: aprovechar la complicidad que había establecido con las bases populares para saltar a la escena electoral, ganar elecciones, y una vez en el poder empezar a corroer el sistema democrático con todo tipo de triquiñuelas. Es un fenómeno claramente latinoamericano que ha tenido una gran vigencia, y la ha tenido hasta nuestros días.

"Ganar elecciones y una vez en el poder empezar a corroer el sistema democrático con todo tipo de triquiñuelas es un fenómeno claramente latinoamericano"

-El caudillo, el líder telúrico, ¿fue tolerado porque se creyó equivocadamente que se correspondía con la idiosincrasia y la originalidad latinoamericanas?

-Sí, claro, esa fue una de las razones. Digamos que desde muy temprano en el siglo XX surgió una terrible animadversión hacia lo sajón, y entre los rasgos de lo sajón que empezaron a ser despreciados estaba la democracia. José Enrique Rodó, en ‘Ariel’, un libro de los más influyentes que se han escrito en América Latina, hablaba de la democracia como algo un tanto vulgar, la vulgaridad de la medianía, que era enemiga de toda espiritualidad y de toda excelencia, y decía que los latinos no nos inclinábamos hacia esa ramplonería sino que más bien buscábamos lo elevado: el refinamiento del arte, el refinamiento de la mística cristiana, de la poesía y del erotismo. Ante esa forma de entender las cosas, muchos pensadores intentaron entender cuál era la forma de gobierno típicamente latina y la conclusión que muchos sacaron es que lo nuestro era, como decía Francisco García Calderón, el liderazgo al estilo del doctor Francia, es decir, un despotismo ilustrado. Una pequeña élite, muy culta, manteniendo el orden que conjuraba la anarquía propia de razas mixtas como las nuestras.

-En general, ¿América Latina ha sido esclava de los clichés que se crearon en torno de ella: la utopía, la revolución, el realismo mágico, la violencia…?

-En gran medida sí, sobre todo después de la Revolución cubana. Ese es el momento en que el mundo entero volvió a poner los ojos en América Latina y en que una cantidad de fantasías y de utopías volvieron a proyectarse sobre el continente. Eso nos ha marcado, esa imagen de la revolución triunfante, de lo que no se pudo en Europa ni en EEUU. Como si en nuestros países se pudiera hacer lo que parecía un imposible. Esa imagen de América Latina como pantalla de proyección de todas las utopías aún sigue vigente.

"Eso nos ha marcado, esa imagen de la revolución triunfante, de lo que no se pudo en Europa ni en EEUU"

-En el libro habla del 'arielismo' como la búsqueda de la identidad latinoamericana huyendo de la visión sajona de la vida, que fue una fuerza poderosa en las artes y la política. Pero luego hubo 'arielismo' de izquierdas y 'arielismo' de derechas. Dígame, ¿se puede decir que las divisiones políticas que hubo en el siglo XX en América Latina fueron mayoritariamente divisiones dentro del consenso 'arielista'?

-Yo creo que sí. Si uno examina la historia de las ideas en América Latina, uno llega a la sorprendente conclusión de que tanto la izquierda como la derecha eran nacionalistas, antiimperialistas y latinoamericanistas, y que todos buscaban la unión latinoamericana y fantaseaban con la posibilidad de una identidad latinoamericana común. Fue entre 1918 y 1924 que empezó a agrietarse la unidad 'arielista'. Ocurrió tras la reforma universitaria de Córdoba, cuando el 'arielismo', que tenía una raigambre más bien conservadora, católica e hispanista, empezó a mezclarse con reivindicaciones socialistas. Poco después, en Perú, Haya de la Torre es el primero que dice: sí, somos un continente homogéneo, somos antiyanquis y revolucionarios, pero lo que nos aglutina no es lo hispánico, es lo indio. En ese momento le cambia el nombre al continente: no somos Latinoamérica, dice, somos Indoamérica.

-Es una división que se ha prolongado hasta nuestros días.

-Sí, porque ahí se produjo una división brutal en la manera de entender el continente. A partir de ese momento los indoamericanistas tuvieron como enemigos radicales a los hispanistas, y los hispanistas, a todos los que en vez de reivindicar el vínculo con Europa, y sobre todo con España y el catolicismo, reivindicaban al personaje vernáculo: el indio, el negro, el campesino, el cholo. Y sí, si uno observa lo que ha pasado en las últimas elecciones en la región, uno ve que esa fragmentación de la sociedad sigue vigente. En Perú y en Chile fue evidente.

"Los indoamericanistas tuvieron como enemigos a los hispanistas, y los hispanistas, a todos los que reivindicaban al personaje vernáculo: el indio, el negro, el campesino, el cholo"

-De hecho, las dos grandes citas electorales de este año en América Latina, Brasil y Colombia, también podrían poner en escena esa dicotomía.

-Podría, vamos a ver. Bolsonaro sabemos lo que es y vamos a ver qué versión de Lula nos encontramos, si llega muy radicalizado a la izquierda o intenta buscar un electorado más en el centro. Y en Colombia podemos volver a un escenario petrismo-uribismo que es un poco más de lo mismo.

-El antiamericanismo fue antes poesía que política, ¿no?

-Sí. La amenaza yanqui motivó en su día a una generación de poetas que nunca habían metido las manos en el lodo de la política. El caso más evidente fue el de Rubén Darío, que después de haber compuesto poemas preciosistas, con evocaciones muy clásicas, muy escapistas, empezó a componer poemas en donde atacaba directamente a Roosevelt, donde avisaba de los peligros que suponía la presencia yanqui y hacía un llamado a la comunidad latinoamericana para resistir a todo esto. Es el momento en que el arte empezó a politizarse. Todavía no era vanguardia, porque todavía no era en un llamado claro a la acción. Eso vendría después, pero sí fue el momento claro en que el arte por el arte, o el purismo, se empezó a contaminar de política, y de ahí prácticamente no íbamos a tener vuelta atrás: el arte del siglo XX latinoamericano iba a estar muy untado de política hasta el presente, hasta nuestros días.

"El arte del siglo XX latinoamericano iba a estar muy untado de política hasta el presente, hasta nuestros días"

-¿El escritor con ínfulas presidenciales es algo típicamente latinoamericano?

-No sé si típicamente latinoamericano, porque en África también ocurrió mucho. Creo que tuvo que ver más bien con naciones jóvenes en donde la actividad intelectual, cultural y periodística estuvo muy ligada a la actividad política. Eran sociedades en las que el joven letrado formaba parte de una élite y se codeaba con los llamados a gobernar los países. Formaban parte de los mismos cónclaves, de las mismas tertulias. En Colombia fue muy evidente, en el café Windsor, en el centro de Bogotá, se sentaban en la misma mesa futuros presidentes, futuros caudillos, como Jorge Eliécer Gaitán, con León de Greiff, Rafael Maya y Luis Vidales, que fueron la élite poética de su generación. Además, los políticos y los poetas salían de las mismas facultades, todos salían de la misma facultad, que era Derecho.

-Dígame, ¿usted cree que el 'pecado' de Octavio Paz y de Vargas Llosa fue rebelarse contra el cliché latinoamericano, ese que justificaba el uso de la violencia en nombre de la utopía?

-Sin duda, eso les valió el repudio de la izquierda latinoamericana. Recordemos lo que pasó después de 1963. Ese año, el Che Guevara escribió un ensayo que era una rectificación de su texto de 1960 ‘Guerra de guerrillas’. En ese ensayo él decía que no solo era legítimo hacer la revolución contra las dictaduras sino también contra las democracias, porque las democracias eran una fachada que mantenía el ‘statu quo’ y un sistema de poder viciado. Ese es el momento en que la democracia quedó totalmente deslegitimada en América Latina, deslegitimada por parte del gran héroe revolucionario, la gran figura mítica. Toda la izquierda a partir de ese momento se hizo marxista y empezó a buscar un tipo de sociedad donde se iba a hablar de dictadura del proletariado, de gobiernos de partido único… cualquier cosa menos de democracia.

"Ese es el momento en que la democracia quedó totalmente deslegitimada en América Latina, deslegitimada por parte del gran héroe revolucionario"

-Incluidos los intelectuales.

-Todos los intelectuales del momento comulgaban con esta idea, sí, y de los primeros que empezaron a ver que ese camino no conducía a la utopía fueron Vargas Llosa y Octavio Paz. El caso Padilla fue el punto de quiebre en este proceso. Y fueron muy repudiados, porque había mucha presión por parte de los intelectuales de ser procubanos, de ser prorrevolucionarios y de ser prosocialistas. Fueron las ovejas negras, los que fueron a contracorriente, pero finalmente, gracias a que eran grandísimos escritores y muy valientes y muy eficaces en su argumentación, fueron haciendo ver que de pronto quienes estaban en el error eran los que anhelaban la revolución violenta.

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-¿La amistad entre García Márquez y Bill Clinton simbolizó una cierta reconciliación entre la América latina y la América sajona?

-Yo creo que sí. Yo creo que de alguna forma el éxito apabullante de ‘Cien años de soledad’ en EEUU limó esa animadversión. Al menos, animó a García Márquez a acercarse a EEUU. Porque, al fin y al cabo, el gran problema entre latinos y sajones ha sido el mutuo desconocimiento. Ha habido simplemente desprecio de parte y parte, no ha habido interés genuino de acercarse. Eso se ha ido corrigiendo, sobre todo gracias al ‘boom’ latinoamericano y al interés que despertó en los escritores del ‘boom’ la literatura anglosajona. Era toda una novedad: que unos revolucionarios procubanos no le tuvieran miedo a la influencia literaria anglosajona era toda una revelación.

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-Pero es que además hablamos de García Márquez, el principal defensor de Cuba.

-Sí, pero fíjese, García Márquez no tuvo ningún problema en que sus hijos se americanizaran, que estudiaran allá. Es más, cuando tuvo el cáncer no fue a curarse a Cuba, sino a EEUU: eso también demostraba un apaciguamiento de su antiamericanismo furibundo. Otro síntoma es que García Márquez, siendo de izquierdas, nunca se acercó a la nueva ola de populismos izquierdistas. Fue muy distante de Chávez, no lo apoyó… Por el contrario, mientras Chávez se elevaba por los aires él estaba cada vez más cerca de Clinton, más cerca de la Casa Blanca que de Venezuela. Yo creo que le faltó vida para haber intentado un acercamiento, un intento panamericanista real para dejar esa animadversión tan nociva entre las dos Américas.