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El origen del paraguas / +Historia

Según el calendario astronómico la noche de este miércoles dejaremos atrás el verano para entrar en el otoño, una época del año en que el paraguas se convierte en compañero habitual de nuestros desplazamientos. Suerte que se pliegan.

Pintura de París en tiempo de lluvia, de Gustave Caillebotte.

Pintura de París en tiempo de lluvia, de Gustave Caillebotte.

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Xavier Carmaniu Mainadé
Xavier Carmaniu Mainadé

Historiador

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Este miércoles oficialmente llega el otoño. Para ser exactos el cambio de estación se producirá a las 21:21. Pero como el tiempo está loco, y si no lo estaba bastante ha terminado de perder el norte con el calentamiento global, ya hace días que el calor batalla con los chubascos. Es esa época del año que sales de casa vestido con más capas que una cebolla y que, si te olvidas el paraguas, seguro que cae el diluvio universal.

Si sirve de consuelo, la especie humana solo hace tres siglos que va por el mundo con este invento, porque antes tocaba mojarse sí o sí. Como mucho, se utilizaba una capa y un sombrero de ala ancha pero, teniendo en cuenta los materiales que había, es fácil imaginarse que el personal acababa calado hasta los huesos.

El paraguas es una evolución de la sombrilla, porque se ve que en la antigüedad preocupaba más el calor que el agua. En realidad, aquellos utensilios tenían más bien una función simbólica y eran un elemento que confería distinción social, ya que lo utilizaban mandatarios y personalidades destacadas, a quien un criado o un esclavo seguía a todas partes cobijándolo con ese artilugio; que podía ser hecho de elementos vegetales o de tela. De hecho, se cree que las primeras sombrillas eran hojas de palmera o de alguna planta similar.

Todas las fuentes apuntan que en el siglo I de nuestra era, en China, ya hubo algunos ensayos para que la sombrilla se convirtiera en paraguas, pero no llegaron a Europa. Aquí la gente se mojó durante diecisiete siglos más. Las primeras referencias escritas sobre un objeto pensado para evitar la lluvia aparecen en 1622, en las obras de teatro del comediante francés Tabarin.

Se ve que el problema con los paraguas entonces era similar al actual: cuando no llueve molestan y te sientes un poco tonto llevándolo arriba y abajo. Menos mal que siempre hay quien encuentra la solución a los problemas. En este caso, el héroe salvador del mundo de los paraguas fue el parisino Jean Mauris. Este hombre era un artesano que tenía un taller de bolsas y monederos. Se dio cuenta de la incomodidad que sufrían sus clientes cuando tenían que cargar con el paraguas y en 1705 se le ocurrió inventar un modelo que fuera fácil de guardar y de transportar cuando no eran necesarios sus servicios. Así nació el paraguas plegable.

Mauris ideó una estructura de varillas metálicas similar a la de los modelos actuales. Además, también perfeccionó la cobertura, que confeccionó con tafetán verde engomado. De este modo, además de resistente, también era impermeable. Cada ejemplar se acompañaba de un estuche para que su propietario lo pudiera guardar en el bolso o colgarlo de la cintura.

Enseguida que lo dio a conocer el invento fue recibido con los brazos abiertos, pero sabía que si se quería asegurar el éxito sin paliativos tenía que seducir a quien marcaba tendencia en todo el país: Luis XIV. El rey era el gran 'influencer' de la época. Vivía en Versalles, rodeado de cortesanos y criados, todos mantenidos por la corona. En total unas veinte mil personas que, como máxima ocupación, tenían cotillear e imitar al monarca en todo lo que hacía. Mauris estuvo de suerte porque, cuando le ofreció el paraguas plegable a su majestad, quedó encantado. Le gustó tanto que hizo un decreto concediéndole la exclusiva de su fabricación durante cinco años. Como se puede imaginar, en la corte todo el mundo corrió a hacerse con uno de esos inventos para no mojarse, que enseguida se convirtieron en un complemento de moda entre la aristocracia. En París todo el mundo que era alguien tenía un paraguas.

Curiosamente, aunque ahora tenemos la imagen de los 'gentlemen' británicos siempre con este artilugio, tardaron en llegar a Londres porque, cuando llovía, la gente adinerada se desplazaba en coche de caballos. O sea que solo iban con paraguas los que estaban sin blanca. El primero que se atrevió a usarlo sin vergüenza fue Jonas Hanway. Según cuentan las crónicas, la gente se reía de él al verlo pasar y los cocheros lo insultaban, porque lo veían como una amenaza para su negocio. Seguro que exageraban y pasaba igual que ahora, que cuando caen cuatro gotas es un milagro encontrar un taxi.


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