Crónica de unos meses convulsos

El año en que aprendimos a ser distintos

Doce meses después de la declaratoria del estado de alarma, es momento de echar la vista atrás y poner el foco en la enorme metamorfosis social que ha causado la pandemia de coronavirus. Cinco lectores de EL PERIÓDICO articulan el relato del año más extraño de nuestras vidas

Alba Campmany, María Jesús Esteve, Jesús Oliván, Núria Rosales y Yolanda Rodríguez.

Alba Campmany, María Jesús Esteve, Jesús Oliván, Núria Rosales y Yolanda Rodríguez.

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Mauricio Bernal
Mauricio Bernal

Periodista

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Se repetirá como un mantra que nada volvió a ser igual, pero es que nada volvió a ser igual. Nuevas palabras irrumpieron en nuestras vidas, palabras que quizá no habíamos empleado nunca, como ‘coronavirus’, o ‘pandemia’, y otras que sí habíamos usado revelaron todo su significado, como ‘encierro’, o ‘rutina’, o ‘monotonía’. Llegaron la mascarilla, la distancia social y el intensivo lavado de manos. A trancas y barrancas, una parte de la población conoció las virtudes y desventajas del teletrabajo. Médicos y enfermeras hicieron el doloroso intensivo de una enfermedad desconocida, y de paso descubrieron que tenían reservas insospechadas de energía; capas y capas de resistencia. Afloraron en masa sensaciones negativas, soledad, tristeza, ansiedad, y prácticas positivas de solidaridad y camaradería. Se repetirá como un mantra que nada volvió a ser igual, pero es que nada volvió a ser igual. Hubo un tiempo en el que  cambió todo, en el que aprendimos a ser otros, y ese tiempo empezó hace un año.

La enfermera María Jesús Esteve, en el exterior del Hospital Sagrat Cor.

/ Jordi Cotrina

María Jesús Esteve es enfermera de uci en el Hospital del Sagrat Cor, en Barcelona. Tiene 60 años. Alba Campmany es mediadora en sordoceguera y trabaja en Apsocecat, la Asociación Catalana Pro Personas con Sordoceguera. Tiene 31 años. Jesús Oliván es informático y ha enlazado dos trabajos durante la pandemia, primero en una empresa de reservas hoteleras y luego en una dedicada al mercado de segunda mano. Tiene 45 años. Núria Rosales es camarera con estudios en joyería además de multidisciplinar artista. Tiene 39 años. Yolanda Rodríguez es socia propietaria de una discoteca en Barcelona. Tiene 44. Los cinco tienen en común que son lectores activos de este diario, personas que durante este año de coronavirus han compartido sus vivencias en cartas que han enviado a la redacción de EL PERIÓDICO. Sus testimonios articulan un mismo relato: el de 12 meses vividos bajo el 'shock' de la pandemia.

"¿Qué está pasando aquí?"

El cambio fue para todos, pero el lugar donde aterrizó primero y con más fuerza fue en los hospitales. Al ver el anuncio del estado de alarma por televisión, la enfermera del Sagrat Cor María Jesús Esteve pensó que en el hospital no cambiarían mucho las cosas, y que el covid sería una enfermedad que afectaría a personas mayores, y en todo caso no a muchas. Había pasado una semana desde que había ingresado el primer caso de coronavirus en la uci, y lo que había visto hasta entonces “no era para tanto”. Unas semanas después, el paisaje había cambiado totalmente: “De repente en la uci habían ingresado muchísimos pacientes, todos muy solos, y había una cantidad horrible de gente en los pasillos, y llegó incluso un momento en el que había cadáveres en los pasillos, a un lado, sí, pero ahí estaban. Los camilleros no daban abasto, la morgue no daba abasto y yo me preguntaba, ¿pero qué está pasando aquí?”

Jesús Oliván, en su piso de Barcelona, teletrabajando.

/ Ferran Nadeu

De manera mucho menos dramática, la vida de millones de trabajadores cambió en esos días de la noche a la mañana. A la fuerza, el teletrabajo se coló en sus vidas. La mayor parte no sabían qué era eso, cómo hacerlo. Cómo gestionar horarios o cómo gestionar el espacio, si poner el ordenador en el comedor o adecuar un rincón como despacho. Cómo gestionar la convivencia si había pareja de por medio, y si había niños, aún más difícil. Pero Jesús Oliván estaba acostumbrado, pues su empresa ya funcionaba con un modelo híbrido: una mezcla entre lo presencial y lo telemático. “Trabajaba dos días en remoto y tres días iba a la oficina”, dice. El día que fue anunciado el estado de alarma estaba en un curso de formación en un hotel de la Gran Via. “Entonces, en uno de los descansos, vino un compañero y dijo que iban a cerrarlo todo”, recuerda. A la orden del director, 120 personas se prepararon para encerrarse y trabajar desde sus casas. Oliván se instaló en el comedor. La perspectiva, teletrabajo total y una larga convivencia con su hijo de 13 años. Estaba entrenado, no era nuevo para él. Pero lo sería. Poco a poco descubriría las desventajas de trabajar todo el tiempo desde casa.

Sordo, ciego y con covid

Un enfermo de covid es una persona aislada: nadie lo toca, nadie se acerca, vive encerrado en su habitación; si está en el hospital no lo pueden visitar sus familiares. Lo han vivido todos los que han enfermado este año. Si el enfermo, además, no puede ver y tampoco puede oír, la redundancia es amarga, como sabe bien Alba Campmany, mediadora en sordoceguera de Apsocecat. Era el 15 de abril, recuerda, cuando llamaron a la asociación los familiares de un usuario que acababa de ser llevado al hospital. Se llamaba Javier, tenía 80 años, era sordo y ciego y se había contagiado, y en medio del caos que se vivía en esos días en las residencias de ancianos, de la suya se lo habían llevado en ambulancia al Parc Sanitari Sant Joan de Déu. El hombre no sabía lo que estaba pasando, pues alguien como él sólo tiene una forma de comunicarse, a través del tacto. “Ponen sus manos encima de las manos de quien está haciendo signos para entender el mensaje”, explicaba Campmany en su carta. Se daba por sentado que Javier estaría angustiado y desconcertado. Perdido. Ni siquiera sabría que estaba en un hospital. Alguien tenía que ir de urgencia a explicarle qué estaba pasando.

Alba Campmany, en el huerto donde suele trabajar con sordociegos, en Barcelona.

/ Manu Mitru

Para ese momento, mediados de abril, Yolanda Rodríguez sentía que no podía dejar de llorar. “Lloraba por todo, lloraba todo el tiempo”, recuerda. Socia propietaria de la Discoteca Nick, había tenido que cerrar y echar mano del erte para los empleados, siete en total. Pero nadie había cobrado hasta entonces. Ubicada en un sótano de la avenida de Madrid, la Nick ya tenía seguramente el aspecto que tiene hoy: las sillas sin comensales, las mesas sin bebidas, los micrófonos del karaoke sin cantantes. Y un inevitable halo de decadencia. Un paisaje familiar para todos los dueños de locales nocturnos. Yolanda podía echar mano de los ahorros, pero otros no. Una de las camareras se presentó un día y le dijo que no tenía dinero para comer. Otro día, uno de los porteros, que no tenía para pagar la luz. Ella los ayudaba y se preguntaba cuándo podría volver a abrir, y en qué condiciones, y si el estado de alarma duraría mucho, y cuántos meses de pandemia habría que soportar. Un año después, todo sigue igual. Si no fuera porque el dueño del local dejó de cobrar el alquiler, y por una ayuda que finalmente, después de meses, recibió de la Generalitat, hace tiempo que habría cerrado. Pero sigue aguantando.

Un taller de joyería

Los erte se cuentan por millones, y han sido la herramienta para evitar que todo se vuelva irremediablemente definitivo. Del SEPE hay personas que llevan un año entero cobrando, como Núria Rosales, que aparte de un breve paréntesis en verano acumula un año entero sin trabajar. “Mi jefe dijo: ‘Hay que recoger las neveras’”, recuerda del día en que se decretó el estado de alarma. Los fines de semana trabajaba en la Sala Estraperlo, en Badalona, y entre semana servía copas en un bar de Barcelona, pero sus verdaderas ambiciones pasaban por el taller de joyería que estaba poniendo a punto en su pueblo, Cardedeu. Ya había alquilado el local. Ya había empezado a pintarlo. De natural optimista, no creyó que la pandemia se fuera a interponer. Se instaló en casa de su madre enferma para acompañarla en el confinamiento, y dado que el local estaba cerca, siguió con las tareas de adecuación. Había humedades y algunos bichos, pero eso tampoco mermaba su optimismo. Ni siquiera los problemas para cobrar el paro. Había estudiado joyería y pondría en marcha su propio negocio. Naturalmente.

Yolanda Rodríguez, en la Discoteca Nick, en Barcelona.

/ Ferran Nadeu

María Jesús fue diagnosticada de coronavirus el pasado 26 de enero. Estuvo 20 días de baja que pasó en su casa sin problemas graves. “Lo único que hacía era dormir. Yo, que no duermo casi porque toda la vida he hecho el turno de noche. Descansé tanto…” No debe haber muchas personas que asocien covid con descanso, pero eso, justamente, habla de la carga de trabajo en la uci del Sagrat Cor. En todas las ucis. Para la enfermera oscense, habían sido 10 meses de “lidiar con una enfermedad imprevisible”, 10 meses de ver a gente destrozada despidiéndose por teléfono antes de ser intubada, 10 meses de preguntarse cada día: “¿Podré seguir?” Lo peor, dice, ocurrió cuando ingresó el padre de una doctora, y poco después, la madre. Ambos murieron con dos días de diferencia. “Me impactó muchísimo. Por supuesto, porque siempre duele más cuando tienes contacto con la familia, y en este caso era una doctora del hospital”.

La soledad del teletrabajo

En su piso de la calle de Castillejos, encerrado, Jesús Oliván empezó a sentir un cierto malestar. “Echaba mucho de menos el contacto con la gente”, dice. El teletrabajo tenía sus ventajas, sí, como gestionar el tiempo a discreción o de vez en cuando poder dormir la siesta, pero en la balanza pesaba más la ausencia de sus compañeros. Le parecía que las reuniones ‘on line’ se alargaban mucho. Y que era difícil concentrarse. Se sentía menos productivo. Desarrolló un leve cuadro de ansiedad. “Se desarrollan sinergias que no son apropiadas”, dice. Con respecto a su puesto de trabajo, al menos, estaba tranquilo. Su profesión es de las menos tocadas por la crisis. Los informáticos están en boga. Se los necesita en todas partes. Todo el mundo se aferra con las uñas a su puesto de trabajo, pero ellos viven otra cosa. “Cada semana recibo dos o tres ofertas de trabajo”. En noviembre recibió una que no podía rechazar y cambió de empleo.

Núria Rosales, junto al local donde iba a instalar su joyería, en Cardedeu.

/ Anna Mas

Alba Campmany se presentó a los dos días en el hospital. En la cama, Javier estaba en posición fetal y no tenía buen aspecto. “Lo encontré muy mal, como dejándose ir. Tenía miedo de que no me reconociera por la situación, y porque comunicarse con guantes no es igual. Pero me reconoció. Mi mensaje consistió en decirle que estaba en el hospital, que había médicos y enfermeras cuidándolo y que su familia lo sabía pero no podía ir. No pude decirle más porque él estaba muy cansado y me retiraba las manos. Y habitualmente es al contrario. Me dijo que tenía frío y le pusimos una manta”. La doctora que lo atendía estaba presente y le dijo a Alba que quería saber cómo preguntarle si tenía dolor, y ella le enseñó esas dos palabras, y a comunicarlas por el tacto: ‘dolor’ y ‘dónde’. Fuera de la habitación, un grupo de enfermeras también querían saber y la grabaron impartiendo una improvisada clase. Antes de irse, Alba pidió permiso para pegar en la puerta un cartel que había hecho en casa. Empezaba así: “Hola, soy una persona sordociega, no te puedo ver ni oír”, y debajo establecía unas pautas básicas de comunicación. Luego se fue a casa. Siguiendo el protocolo, se confinó durante 15 días.

Acampada en Sant Jaume

“Se han olvidado por completo del tema de la noche”, dice Yolanda en la penumbra de su discoteca. A lo largo del año ha participado, dice, “en cuanta manifestación” ha convocado el gremio para presionar a la administración, y enseña la foto de una acampada en la plaza de Sant Jaume. Un año duro, un año largo. Pudo abrir 20 días en verano y nada más. No paga el alquiler pero sí los servicios, y la luz, por ejemplo, es cara: “Es la potencia contratada, cada mes son 500 euros. Pero cancelarla y volverla a contratar después sale más costoso”. El dueño del local le dijo hace poco que a partir de abril le volvería a cobrar. Yolanda prefiere no pensar, pero piensa: “Así las cosas, si en seis meses no hemos vuelto a abrir, esto se habrá acabado”.

La pandemia es entre otras cosas una trituradora de sueños, y acabó con los de Núria Rosales de abrir su propia joyería. “Se torció todo cuando dejé de tener dinero. No cobraba del SEPE y mi madre me tenía que ayudar. Los primeros tres meses aún tenía ahorros, pero en verano se habían acabado”. Emocionalmente la empezó a afectar. El clima no era propicio. Las noticias eran malas y la gente vivía apesadumbrada. Eran meses de incertidumbre, de estancamiento de las cosas, de precariedad. Sus viejas migrañas se intensificaron. “Me afectó mucho a la fuerza vital. Ya no tenía recursos dentro de mí para tirar. Hasta que en noviembre vi que no podía seguir. Cerré todo, guardé las cosas en un trastero y lo dejé para más adelante”. Pensó que era un buen momento para estudiar, así que empezó un curso de sociosanitaria.

Un lugar desconocido

De momento, la pandemia le deja a María Jesús la satisfacción de haber estado a la altura. “La mayoría de mis compañeras son jóvenes, y para mí ha sido muy satisfactorio haber podido estar a su nivel. En general, creo que esta pandemia nos ha demostrado de qué somos capaces”. Aún se ve surcando la Diagonal en pleno confinamiento estricto, de noche, rumbo al trabajo, con el corazón encogido. “Las calles desiertas y ese silencio que no olvidaré en mi vida, y yo queriendo ir al hospital porque era lo que me tocaba, y al mismo tiempo no queriendo ir”. Y luego allí, en la uci, sacando fuerzas de un lugar ignoto, desconocido hasta entonces.

Javier recibió el alta del hospital a mediados de mayo. Dos meses más tarde, Alba lo acompañó de nuevo para la revisión poscovid. “Estaba muy bien –recuerda–. El médico dijo que era un milagro que estuviera tan recuperado, teniendo en cuenta su edad”. La experiencia resultó tan instructiva que inspiró a la asociación a confeccionar una guía dirigida a profesionales sanitarios sobre cómo tratar a un enfermo de covid con sordoceguera, una guía que recoge hoy en día la federación española. Javier volvió a su residencia y está bien. Alba sigue en la asociación, trabajando por un colectivo invisible del que ni siquiera hay censo establecido.

Malas dinámicas

En la nueva empresa de Jesús Oliván se teletrabaja al 100%, pero el equipo de sistemas se reúne una vez a la semana por iniciativa propia; para verse las caras, o al menos los ojos tras las mascarillas. “Teletrabajar todo el tiempo no acaba de ser del todo eficiente y bueno. La socialización es necesaria, lo contrario genera dinámicas malas a nivel de equipo y a nivel individual. Por lo menos esa ha sido mi experiencia”. Es una de las enseñanzas de la pandemia. Encerrados en sus casas hay millones de trabajadores echando de menos la pausa del café.

Núria Rosales hace días que no piensa en la joyería. No es el tipo de persona que mira atrás. “Si me pregunta dónde me veo de aquí a un año, me veo trabajando de sociosanitaria en un centro de salud mental”. Cree que la pandemia ha puesto en evidencia “cuestiones obsoletas de la atención social”, y que las cosas van a cambiar, y eso la llena de optimismo. “Pero también me veo expresando todo esto que me ha pasado a través del arte”, añade.

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