Entender + el contacto físico

Radiografía de un gran ausente: el abrazo

Un psicólogo y un neurólogo diseccionan la expresión de cariño convertida en símbolo del menoscabo afectivo de la pandemia

Una mujer interna en una residencia de mayores de València abraza a su sobrino a través de un plástico habilitado a tal efecto, el 17 de junio pasado.

Una mujer interna en una residencia de mayores de València abraza a su sobrino a través de un plástico habilitado a tal efecto, el 17 de junio pasado. / Efe / Biel Alino

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Mauricio Bernal
Mauricio Bernal

Periodista

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Abrazos famosos: el que se dan Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en plena desescalada nuclear, en 1988. El de la pintura del mismo nombre que pintó Pablo Picasso cuando era un joven en busca de estilo, a principios del siglo XX. El de Michael y Fredo Corleone cuando el primero ya sabe que el otro ha conspirado para matarle. El que sella la independencia de Chile entre Bernardo O’Higgins y José de San Martín, en 1818 (el Abrazo de Maipú, así, con mayúsculas). El abrazo de Maradona. Los argentinos dicen que cualquiera.

Rara vez se ha escrito tanto sobre el abrazo como en estos meses de pandemia. No sobre los besos, no sobre los apretones de mano: el abrazo. Un abrazo es democrático. No se le niega a nadie, o a casi nadie. “De las tantas cosas que extrañamos de la vida previa a la llegada del coronavirus, abrazarnos es tal vez la que encabeza la lista”, rezaba un artículo del ‘New York Times’ publicado en junio pasado, hacia el final de la primera ola de coronavirus. Su autora, Tara Parker-Pope, elaboraba una guía ilustrada de los sucedáneos de abrazo permitidos en tiempos de pandemia: abrazos sin juntar las mejillas, abrazos sin mirarse a la cara. Estrechar al otro entre los brazos se ha convertido en el símbolo más elocuente de lo que la pandemia ha venido a arrebatar: la sencilla y cotidiana expresión de los afectos.

Un acto complejo

Aunque no, no es tan sencilla. “Neurológicamente hablando, un abrazo es un acto motor pero extremadamente complejo que implica a muchas áreas cerebrales, y que lleva implícitas grandes dosis de comunicación y emociones”, explica Pablo Eguía, neurólogo y vocal de la Sociedad Española de Neurología. “El abrazo, como cualquier acercamiento entre seres humanos con la intención de transmitir cariño, tiene efectos beneficiosos sobre el cerebro”. Y añade: “Los seres humanos venimos genéticamente predeterminados a vivir en sociedad, y en ese sentido el contacto es algo impuesto genéticamente. No es una elección”.

Abrazo, la palabra, tiene raíces latinas, y es un dechado de literalidad: ‘ad’, hacia, y ‘braccium’, brazo. En algunos países de América Latina, en especial México y vecinos de Centroamérica, se usa con frecuencia ‘apapacho’, palabra de raíz náhuatl cuyo significado (“acariciar con el alma”) no soslaya sino subraya el contenido emocional del acto. En inglés se zanja con un monosílabo en apariencia poco emocionante, ‘hug’, pero el rastreo de sus raíces lo emparenta con el apapacho centroamericano. Una teoría dice que viene del nórdico antiguo ‘hugga’, que significaba brindar consuelo, y otra, que viene de la alemana ‘hegen’, que es apreciar, dar cobertura. Todo esto para que quede claro que el abrazo es una herramienta sentimental.

Efectos analgésicos

“Cuando nace un ser humano”, continúa Eguía, “la única manera que tiene de recibir información del exterior es el contacto. Hay estudios que señalan que los bebés que son privados de ese contacto suelen desarrollar problemas psicológicos”. El neurólogo canario también cita estudios que señalan que el abrazo pone en marcha mecanismos cerebrales que “tienen un efecto analgésico, que pueden mitigar el dolor”. En el actual contexto de pandemia, Eguía dice que “la falta de contacto físico es perjudicial, pero lo es sobre todo para los mayores, muchos de los cuales no tienen el acceso o el manejo de la tecnología que tenemos los demás para comunicarnos”. “No quiero decir que un wasap, un correo electrónico o una videoconferencia suplan un buen abrazo, pero ayudan”. “En cualquier caso, la sociedad nos está demostrando que el contacto es necesario, porque no se ha quedado en casa ni dios”.

Naturalmente, el abrazo también tiene una vertiente psicológica. Según José Ramón Ubieto, profesor de psicología de la UOC, psicólogo clínico y psicoanalista, perder el abrazo “es perder la posibilidad de algo que sirve para cubrir las insuficiencias del lenguaje, que no alcanza para todo”. “Donde no llega el lenguaje se crea un vacío, y el abrazo, por su gestualidad, es la manera de rodear ese vacío”. Según el psicólogo, las consecuencias de una temporada larga sin abrazos “dependen de si las personas son capaces o no de suplirlo”. “Si no inventamos nada, esas consecuencias, para personas vulnerables por la soledad, se pueden traducir en sentimientos depresivos, tristeza, pesadumbre… La reafirmación de esa soledad”.

Cuatro estrategias

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“Hay cuatro maneras para intentar suplir los abrazos”, dice Ubieto. “La primera es la palabra: el hacedor de vínculos más valioso que tenemos. La segunda es la mirada. Allá donde no llegan tus manos, llegan tus ojos, o dicho de otro modo: la mirada es el abrazo virtual que tenemos. La tercera es el encuentro alrededor de un círculo, como vemos que está ocurriendo en muchos parques de nuestras ciudades. Y lo último es buscar otro tipo de contacto físico: apoyarse en el hombro del otro, por ejemplo”.

En el año 2004, el hombre conocido con el seudónimo de Juan Mann empezó a repartir abrazos gratis por la calle. Luego dijo que una desconocida lo había abrazado en una fiesta en un momento en que se encontraba deprimido por razones varias, y que ese abrazo lo había golpeado con todo su poder, digámoslo así, sanador. Mann y los abrazos que repartió por las calles de Sídney fueron el origen de la campaña Abrazos Gratis, que rápidamente se extendió por todo el mundo. Hoy no es raro encontrarse abrazadores voluntarios en las calles de las grandes ciudades, y no tan grandes. A fin de cuentas, Mann señaló una carencia. No es un escenario improbable que cuando todo esto acabe y la gente pueda salir a la calle sin mascarilla, en medio de la euforia, todos nos convirtamos en un Mann repartidor de abrazos.