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Mario Corea: «La arquitectura sanitaria también ayuda a curar»

El hospital, ese espacio que todos visitamos alguna vez, es, en manos de arquitectos como este, un lugar más amigable

El arquitecto Mario Corea en su despacho en el barrio barcelonés de El Camp d’en Grassot i Gràcia Nova.

El arquitecto Mario Corea en su despacho en el barrio barcelonés de El Camp d’en Grassot i Gràcia Nova. / FERRAN NADEU

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Carme Escales
Carme Escales

Periodista

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Los ejes y ruedas de coches de plástico en miniatura eran la base de los bólidos que Mario Corea ingeniaba para jugar. Con lata de carretes de foto y alambre formaba armazones que copiaba de revistas. Eran autodidactas nociones de proyección y construcción de un niño que recortaba del diario, uno a uno, los jugadores de equipos de fútbol y montaba sus partidos. La pelotita era una bola de papel de aluminio de la caja de cigarrillos. Así pasaba horas y horas jugando en su casa en el barrio de San Isidro, en Rosario, donde Corea nació en 1939. Era una casa con patio, junto al establo con las vacas que su abuelo paterno, tambero, ordeñaba. Si construir era un juego de niño para él, ¿Por qué no iba a seguir impregnando de distensión y afabilidad todas sus obras como arquitecto?

Sobre todo aquello en lo que se acabó especializando: hospitales. ¿Cómo llegó a ello?

Mi primer tema de salud fue el Centro de Salud Mental de Boston, un proyecto de Paul Rudolph –1971–. Me mostró lo que tiempo después explicaría en la tesis de mis estudios de arquitectura en Londres: la dimensión sociopolítica de la arquitectura. Su relación con la sociedad y la política me impulsaron a creer que desde los proyectos arquitectónicos se pueden cambiar cosas.

¿Qué aprendió en aquel centro de salud?

Que el médico empezaba a pensar en proteger y cuidar al paciente más allá de su tratamiento médico. Y cómo la arquitectura debe facilitar esa relación. Por ejemplo haciendo protagonista al cristal, por el contacto del paciente con todas las luces del día. La arquitectura sanitaria también ayuda a curar.

Hablamos de hospitales amables.

Con salas de espera no tétricas, en las que te sientas bien. Amable significa que te recibe, no expulsa. La transparencia del cristal hace cotidiano lo que afecta a la salud, lo integra socialmente, no lo aísla. Lo peor para reintegrar, recuperar a alguien, es recluirlo. De ahí la importancia de la dimensión social y no solo de la técnica de la arquitectura.

Su enfoque social explica su vinculación a numerosos proyectos públicos.

Vivo la arquitectura como un servicio a la sociedad, no como un negocio. Trabajé como arquitecto urbano en la municipalidad de Rosario y fui profesor de su universidad. Había descubierto la izquierda en Londres, como estudiante en el 70, cuando aún vibraba el 68 francés. Y con la dictadura argentina, se persiguió a todo intelectual de izquierdas. A mí me cesaron del ayuntamiento y de la universidad. En Catalunya fue más fácil continuar trabajando por lo social.

¿Tenía algún contacto profesional aquí?

Josep Lluís Sert. Él estaba en Estados Unidos, pero lo llamé y me dijo que podía ser su enlace entre su oficina de Cambridge y la de Barcelona para el proyecto de La Porta Catalana, el hotel de la Jonquera.

¿Cómo había conocido a Sert?

Al acabar la carrera en Rosario, un profesor me animó a ir con él a Estados Unidos a trabajar en Cambridge (Massachusetts) tres meses. Y un día, mientras esperaba mi colada en una lavandería, entablé conversación con un arquitecto, Bill Laudermuller. Al decirle que yo también era arquitecto, me dijo que trabajaba en el despacho de Josep Lluís Sert –que era el decano de la Escuela de Diseño Superior de Harvard–, y que buscaban maquetista. Yo en aquel momento pensé: ‘si me hacía mis coches, sé maquetar’.

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Vivienda pública. Me encantaría porque es el eslabón más cotidiano de lo social. Y de la salud. Una familia no puede vivir en 35 metros cuadrados por pobre que sea. La salud social empieza con ciudades amables. Uniría urbanismo, salud y arquitectura pública.