Gente corriente

Maria Antònia Rodríguez: "Leer literatura erótica era la única manera que teníamos de aprender"

Es voluntaria del Museu d'Història de Catalunya, donde cuenta cómo la gente corriente sorteaba la censura y la represión sexual.

Maria Antonia Rodriguez

Maria Antonia Rodriguez / ÀNGEL GARCÍA

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Gemma Tramullas
Gemma Tramullas

Periodista

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La inquietud por aprender ha sido el motor de vida de Maria Antònia Rodríguez (Barcelona, 1943). Devoradora de libros desde niña, estudió francés en la escuela, aprendió esperanto, italiano y alemán por placer y ahora va a clase de inglés. Desde hace 19 años es voluntaria del Consell de Savis del Museu d’Història de Catalunya donde, entre otras cosas, comparte con los visitantes sus peripecias, como bibliotecaria y aficionada a la literatura erótica, para sortear la censura moral y sexual que imponía el franquismo.

¿En su casa había interés por la cultura?

A mi madre le gustaba mucho leer pero había nacido en un barrio humilde y no pudo estudiar mucho. Ella me traía la revista Patufet para que aprendiera catalán, porque la escuela era toda en castellano. Mi padre me daba un libro tras otro: El CoyoteKazán perro loboLos últimos días de Pompeya, libros de Zane Grey, de Salgari…

Descubrió la censura trabajando en una biblioteca.

Entré como administrativa en una gran empresa y acabé siendo secretaria de la biblioteca que tenían para los empleados. Ordenaba los libros, hacía fichas, catálogos y leía las novedades. Estaba en la sección de novelas y cuando entraba una que era subida de tono corríamos a pasárnosla entre las chicas.

¿De dónde las sacaban?

El encargado de las compras era un señor argentino con el que tenía muy buena relación. Aquellos libros no solíamos exponerlos en la biblioteca. Los guardábamos en una caja en el sótano y nadie se enteraba de que los cogíamos.

¿Recuerda algún título?

¡Claro! El Amante de Lady ChatterleyTrópico de Cáncer, Primavera negraDecamerónEl arte de amarLa lozana andaluzaEl Heptamerón120 días de Sodoma, JustineKama Sutra… A veces había un sello que ponía: Prohibido. También recuerdo haber leído Las flores del mal con tachaduras.

Pese a la censura, las obras circulaban.

Cuando salía con el que más tarde sería mi marido me comentó que iba a un centro católico donde los chicos leían ciertos libros a las chicas en voz alta para no dejar que ellas los leyeran solas en casa.

Hoy esto parece imposible.

Me contó que él les había leído El amante de lady Chatterley. “¡Ah! Ese ya lo he leído”, le dije. Se me quedó mirando, sorprendido: “¿Tú has leído este libro?”, me preguntó. “Sí claro -le contesté-. Es un amor muy bonito el de la mujer con el jardinero y la forma como aquellos dos cuerpos disfrutan de la vida es preciosa”. ¡Pensé que no se casaría conmigo! [ríe]

 ¿Qué supuso para usted el descubrimiento de la literatura erótica? 

No es que tuviera especial curiosidad por el sexo sino que leer literatura erótica era la única manera que teníamos de aprender en una época en la que antes de casarte solo había besitos y algún tocamiento. Tengo unas notas que les leo a los alumnos mayores que vienen al museo [lee]: “La literatura erótica es buena para la salud sexual. Es una gran fuente de inspiración. Una fuente de despertar el deseo y un estimulante natural de la imaginación”.

¿Cómo reaccionan los adolescentes?

Esto lo escribí cuando empecé en el museo, hace 19 años, y ya no es válido. Ahora los jóvenes ven de todo, incluso cosas muy escabrosas, y muchos libros tienen un erotismo basado en la sumisión de la mujer que no me gusta porque solo es sexo y no hay amor. Sinceramente, a mi edad el sexo ya no me interesa. No tengo ninguna curiosidad por leer Cincuenta sombras de Grey.

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¿Podría contar alguna anécdota de estos años en el Consell de Savis?

Una vez vinieron de visita unos alumnos con su profesora. Estaban en el espacio que reproduce un aula de la escuela franquista, que tiene un crucifijo y retratos de José Antonio Primo de Rivera y Franco colgados en la pared. “¿Sabéis quién es este?”, les preguntó la profesora señalando a Franco. Como nadie respondía, les dio una pista:  “El ca…, el ca…”. Y saltó uno: “¡Cowboy!”.