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Mercè Sanz: "El horror de Auschwitz me enseñó a amar a la gente"

Comidas en compañía y una vida autónoma en su hogar en Montbau son parte del día de esta niña del campo nazi

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Carme Escales
Carme Escales

Periodista

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Ni Navidad, ni año nuevo, ni Reyes, en el campo de concentración no se celebraba nada. Ni tan siquiera despertar cada mañana. Mercè Sanz (Lleida, 1933), la mediana de tres hermanos, tenía 6 años cuando entró en el horror de Auschwitz. Lo hizo con su hermano Herminio, un año y medio mayor que ella. De la mano de su padre, un profesor de Historia republicano, caminaron de la mano desde Barcelona hasta Francia. La madre, muy enferma, y la hermana menor se quedaron en Catalunya. Del campo de Auschwitz, el hambre y las palizas es lo que más recuerda esta superviviente que ha dedicado su vida a la enfermería.

¿Saben sus compañeros de actividades aquí en el Espai Social de Catalunya La Pedrera en Montbau que estuvo en Auschwitz?

La mayoría no. Expliqué mucho en el libro 'Una nena catalana als camps nazis' (Claret) porque me molestaba que otros hablaran de ello sin haber estado en un campo de concentración. Pero me duele todavía recordar cómo nos pegaban y lo poco que nos daban de comer. Buscábamos lo que dejaban perros y gatos. Había un perro que me venía a buscar cuando le llevaban a él comida, como si supiera que tenía hambre.

Sobrevivir allí, ¿cómo diría que le influyó?

A mí aquel horror me dio ganas de ayudar. Quise dedicarme a la enfermería porque quería cuidar a las personas, a las criaturas. El horror de Auschwitz me enseñó a amar a la gente. He hecho muchas cosas voluntariamente. Todavía hoy con 85 años que tengo, con punto de cruz hago toallas para regalar a gente que ni siquiera conozco. Así me entretengo. Vivo sola y me lo hago todo yo.

Menos la comida, porque a mediodía come cada día en el Espai Social con el programa 'Dina en companyia'.

Sí, solo tengo que cruzar la calle y ya estoy allí. Me lo paso bien, y la comida, todo lo que nos dan, está muy bueno. Al menos así no estamos solos todo el día. Yo tengo una hija y dos nietos pero ellos tienen su vida, y en el Espai Social la gente es muy amable. También visito a conocidos que están enfermos.

Usted conserva la salud.

Bueno, hago ver que estoy bien. En Auschwitz me transmitieron dos enfermedades. Nos usaban de conejillos de indias. Nos llevaban a la enfermería y nos inyectaban cosas. Cuando llegué a Barcelona me preguntaron si mi padre era alemán y si me maltrataba. Éramos dos niños republicanos a quien nadie quería. Tuvimos suerte de unos familiares en Avellanos (Alta Ribagorça) que nos acogieron y, en Barcelona, los jesuitas fueron como padres para mí.

La ayuda es algo que no se olvida. 

Y creo que haber sufrido tanto y haber visto sufrir a otros niños, hace que me sienta bien yo también ayudando, lo he hecho toda la vida. Una de mis mejores navidades la pasé un año en el polvorín de Montjuïc con unas familias gitanas. Yo trabajaba en el Hospital de Sant Pau, nos habían dado turrones y muchas otras cosas. Todavía no estaba casada y con todo aquello me fui a Montjuïc. Fui para regalarlo todo y me pidieron que me quedara a comer. Fue uno de los días más felices de mi vida. Como de niña había pasé tanto hambre, todo aquello me sobraba. Comimos todos sentados en el suelo.

¿De sus años como enfermera, de qué se siente más satisfecha?

De haber ayudado a poner en marcha el banco de sangre. Hasta que me jubilé, a los 65 años, trabajé como enfermera de laboratorio, tratar a pacientes me gustaba, pero me ponía triste. Estuve en la Fundació Puigvert y en el Hospital de Sant Pau, donde me pidieron que organizara un sistema para que la gente pudiera hacer donaciones de sangre para los enfermos hospitalizados. 

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