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Andrés Lübbert: "A mi padre lo torturaron para convertirlo en un asesino"

La policía de Pinochet sometió a Jorge Lübbert a un brutal experimento de deshumanización. Lo desgrana en el documental 'El color del camaleón'

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Núria Navarro
Núria Navarro

Periodista

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–Su padre, Jorge Lübbert, guardaba silencio absoluto sobre su pasado en Chile. Había formado familia en Bélgica y era cámara de Javier Solana –entonces jefe de la OTAN– en zonas de conflicto. Nunca habló en castellano a sus hijos. Al menor, Andrés (Lovaina, 1985), aquello no le cuadraba. Viajó a Santiago, indagó y supo que, en 1977, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) de Augusto Pinochet –el martes se cumplen 45 años del golpe de Estado– lo entrenó para ser un torturador.

–¿Le pesaban las sospechas?

–Crecí con la idea de que mi padre era uno de los 200.000 chilenos que huyeron del régimen. Él no quería contar, y me obsesioné con buscar la verdad. Cuando tenía 19 años viajé a Santiago para tratar de encontrar respuestas por mi cuenta. Me carcomía la inquietud. "¿Mató a alguien?" –me preguntaba–. "¿Hizo daño a otras personas?".

–¿Qué descubrió?

–Que la DINA quiso ver si podía convertir en asesino a una persona normal: él era un dibujante técnico de 21 años que trabajaba para Telefónica. Fue objeto de un experimento de deshumanización muy sofisticado. 

–¿Por qué él? Su familia era más bien de izquierdas.

–Telefónica estaba controlada por el servicio de inteligencia; un vecino suyo era guardaespaldas de Pinochet y estaba al frente de la Escuela de Paracaidistas, y el hermano de un amigo era un militar formado en la Escuela de las Américas. Algo vieron en él.

–Podía haber dicho: "No".

–Desde el primer momento le dijeron que, si oponía resistencia, matarían a su familia. Fue un rehén, sometido a un método de manipulación psicológica, según mis investigaciones, importado de EEUU.

¿En qué consistía?

–Lo enterraron vivo, lo ataron a una camilla con un muerto desangrándose encima durante toda una noche –"acostúmbrate a la muerte", le dijeron–, le obligaban a ver películas violentas mientras sonaba música clásica... Trataron de sacar lo que había en él de humano para que no sintiera nada y fuera capaz de ser un asesino.

–¿Llegó a... actuar?

–No. Aguantó cinco meses y, en el momento en que le pidieron abandonar a su familia y adoptar otra identidad, pidió ayuda a la embajada alemana –mi bisabuelo era alemán– y en 1978 huyó a Berlín Oriental, donde vivía su hermano Orlando. Más tarde supo que la policía secreta chilena lo perseguía –la Stasi también lo vigilaba–y, tras borrar el rastro, se instaló en Bélgica.

–Entonces, no se comprende su silencio.

–En términos terapéuticos, lo primero que hay que hacer es 'vomitar', de lo contrario es una 'infección' que se contagia a las siguientes generaciones. Al llegar a Alemania hizo años de terapia, y se calló. Yo supe historia porque su psiquiatra, Jorge Barudy, entregó el informe a mi tío Orlando y él me lo pasó a mí. Me dejó totalmente confundido.

 

 

–¿Él sabía que usted sabía?

–No. Él comenzó a hablar hace seis años, cuando empecé a rodar el documental 'El color del camaleón' [el 11 y el 12 de septiembre se proyecta en la Filmoteca de Catalunya].

–¿Cómo logró que hablara?

–Insistiendo. A veces llegó a resultar frustrante. Se protegía todo el tiempo. Fuimos a rodar a Alemania y, después de cinco días de trabajo, me di cuenta de que no me había contado nada y me enojé mucho. Tomé el control de la historia y, de repente, se soltó. El proceso nos hizo bien a mi padre, a mí y a nuestra relación.

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–¿Qué hace ahora su padre?

–Es camarógrafo de Jean-Claude Juncker. Siempre supo manejarse en entornos de violencia. Imagino que se le quedó dentro y quiso transformarla en algo bueno. Es un superviviente, aunque aún tiene la paranoia de que le persiguen.

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