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Rosa Albert Magrasó: "Lo peor de la explosión fue no ver más a mi hijo"

Perdió a su hijo de dos años en una explosión. De niña, su madre la cedió a una familia que la trató como a una esclava

Rosa Albert, con una foto de su hijo fallecido, en su piso de Sants.

Rosa Albert, con una foto de su hijo fallecido, en su piso de Sants. / LUAY ALBASHA

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Óscar Hernández
Óscar Hernández

Periodista

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Hay problemas enormes que asfixian. Y personas que aguantan lo que les echen sin perder la sonrisa. Viven en el anonimato, son auténticos supervivientes y hacen la vida más fácil a quienes les rodean. Este es el caso de Rosa Albert Magrasó (Barcelona, 1949) que en el comedor de su humilde casa en Sants desgrana una dramática vida forjada por el dolor y la resistencia.

—29 de octubre de 1972. Eran las 8.30 de la mañana. Domingo. Mi hijo Juan Ramón, de dos años, estaba en mi cama. Me levanté y se produjo la explosión de gas. La onda expansiva me empujó hacia un litera. Me sacaron por un agujero.

—Fue la segunda explosión de gas en ese año en Barcelona. En la calle de Ladrilleros [ahora Rajolers]. Cayeron tres casas. Hubo 14 muertos, entre ellos el niño Juan Ramón. Yo me quedé sorda y con la columna lesionada. Mi marido estaba trabajando y llegó al poco rato para buscar al niño entre los escombros. Me pincharon varios calmantes y me llevaron el Clínic. Lo peor fue que no pude ver más a mi hijo. No me dejaron. Me dijeron que no lo soportaría. Pero unos días después un periodista nos dio una foto de cuando sacaron a mi niño. Todavía la tengo. Parece dormido. Mi marido me contó que en el depósito de cadáveres él mismo le cerró los ojos.

—¡Qué duro! Yo quería verlo por última vez. Y no pude. El otro día cuando vi la caja blanca del entierro de Gabriel, el de Almería, me acordé de mi hijo. Y cada vez que pasa algo así pienso en el dolor de los padres.

—Usted, que sufrió una infancia durísima. Mi madre me entregó a los dueños de un bar de Hostafrancs a cambio de que le dieran a ella comida. A mí me hicieron trabajar en ese bar desde los 8 años hasta que me escapé a los 18. No pude estudiar. Me llegaron a encerrar varios días sin comer, me pegaban  y me mandaban a trabajar a una casa. Mi primer novio me ayudó a escapar. La familia del bar me denunció y me encerraron en un colegio de monjas de Bon Pastor. Hasta que un juez me dejó salir y me pude casar con aquel novio. Fue en 1968. Su madre, mi suegra, se convirtió en mi mamá. 

—Y acabó la pesadilla. Me tenían de criada, como una esclava. Un día me presentaron a un hombre que me explicó que iba a pagar 60.000 pesetas para que me casara con él. Cuando volví al bar a recoger mis cosas me quitaron mi traje de la comunión y un juego de sábanas. Era lo único que guardaba.

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–Cuando usted y su marido pierden el piso por la explosión de gas, ¿qué hicieron? Nos alojaron unos días en un hostal y luego en otro. La Iglesia nos dio ropa y algunos familiares de mi marido, mantas, sábanas y cubiertos. Por la muerte del niño recibimos 250.000 pesetas [ahora serían unos 16.000 euros]. Pero el banco se quedó la mitad porque lo sacamos antes de tiempo para comprar este piso. Nunca lo denunciamos. No sabíamos que podíamos hacerlo. 

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—Y encima se había quedado sorda. Me reventaron los tímpanos. No oí nada desde 1972 a 1980. Cuando crié a mis otros hijos, los tocaba para saber si lloraban. Un día, en el hospital una mujer le dio a mi mamá [suegra] unos audífonos para que los probara. Me los puse en casa y empecé a gritar. Volvía a oír después de ocho años. Mi mamá vino asustada a ver qué pasaba. ‘Estoy oyendo lo que hablas con la tía’, le dije llorando de alegría. Ahora llevo dos audífonos que me regalaron mis tres hijos.

—¿Y su marido? Murió de cáncer hace 11 años. Se llamaba Ramón Matesanz López. En el momento de la explosión de gas estaba fuera reformando una cocina. Ya no quiso arreglar ninguna más. Yo tampoco he querido volver a pasar nunca por la calle de Ladrilleros.