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Fermí Marimon: «Queremos conservar el cine de pantalla grande»

Es el alma del Capri, un cine de El Prat de formato clásico que debe su supervivencia a la calidad humana de sus dueños

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fsendra41404174 el prat 23 12 2017 contra fermi marimon segunda generaci n171226184516 / ELISENDA PONS

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Gemma Tramullas
Gemma Tramullas

Periodista

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A sus 85 años, Fermí Marimon (El Prat de Llobregat, 1932) sigue enfilando las empinadas escaleras que llevan a la cabina de proyección del cine Capri, la emblemática sala de El Prat que el pasado sábado celebró 50 años. Con un aforo de 735 butacas y una pantalla de 6 por 12,5 metros, el Capri es uno de los pocos cines de formato clásico que quedan en Catalunya. Sin embargo, la clave de su supervivencia no son sus grandes dimensiones, sino la pasión y la calidad humana de la familia Marimon-Padrosa. 

–Usted sigue estando en la cabina y su esposa, Maria Carmen, en la taquilla. Su hija gestiona el cine, su hijo es cineasta y su nieto pasa por el cine todos los domingos. ¿De dónde les viene el gen cinematográfico?

–No es algo impuesto, sino pura afición. Mi abuelo era uno de los 50 propietarios del Centre Artesà, el único cine que quedó en El Prat después de la guerra. El otro cine, el Modern, lo incautaron y durante ocho años se utilizó de iglesia. ¡Yo hice la comunión allí!

–Sus padres abrieron otro cine en 1947.

–Ellos tenían una cuadra de vacas, pero a partir de los 40 años mi padre ya no quiso seguir con un oficio tan pesado. Se endeudaron, hipotecaron todas las propiedades y abrieron el Monmari en el casco antiguo.

–Allí se estrenó como operador.

–Tenía 15 años cuando empecé en la cabina de proyección, aprendiendo de los operadores y montando y desmontando películas. Siempre me ha gustado la cabina y fui operador en el Capri hasta que me jubilé.

–¿Cómo era el ambiente del Monmari?

–El público eran mayoritariamente obreros de las fábricas de seda y de papel. La sesión de noche estaba anunciada a las 21.15 horas, pero siempre se retrasaba para esperar a todos los trabajadores, que no entraban hasta que terminaba el No-Do.

–¿Recuerda algún estreno en particular?

–Gilda. La proyectamos durante la cuaresma y el rector de la parroquia recomendó a sus feligreses que no fueran a ver una película tan provocativa, lo que incentivó más a la gente a venir. Fue una apoteosis. 

–También tuvieron un cine al aire libre.

–Tenía 1.200 localidades y además de películas se hacían funciones de variedades, sobre todo flamenco. Venían El Príncipe Gitano, Dolores Vargas, Antonio Molina... y la gente se mataba por entrar. 

–El éxito les permitió ir financiando el Capri, que abrió el 23 de diciembre de 1967. 

–El cine arrancó bien porque estaba en el centro y muy bien acondicionado. En los años 70, la delincuencia hizo que la gente dejara de salir por la noche y tuvimos que cerrar el cine de verano. Ya en los 80, el Capri era el único cine clásico de El Prat.

–La mayoría de cines cerraban o se convertían en multisalas.

–Yo siempre pensé que saldríamos adelante. Tenemos una sala espléndida y queremos conservar este modelo de cine de pantalla grande. Abrimos viernes, sábado y domingo e intentamos programar simultáneamente al estreno de las multisalas. También hacemos sesiones de cineclub y para gente mayor, y así vamos aguantado.

–Para ustedes el cine no es un negocio.

–Es una pasión. También he hecho varias películas como aficionado. Ballet burlón (1956) se convirtió en un clásico de la animación, y en L’exhibidor recogía las angustias de un empresario de cine novato. Con la familia hicimos Peraustrínia 2004, la primera película de animación en catalán. 

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–¿Cómo ve el futuro de las salas de cine?

–No pueden desaparecer del todo. El público necesitará siempre salir de casa, por lo menos una vez por semana, para ir a una sala de cine a disfrutar de una película con comodidad, no mientras lavas los platos o haces las camas, como pasa en casa.