EL RADAR

Lo llaman buenismo, pero es humanidad

Los ciudadanos saben que el problema de los refugiados es complejo, pero anteponen la conciencia

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Josep Saurí
Josep Saurí

Periodista

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Vivimos tiempos extraños en los que, leyendo la opinión publicada y viendo la acción política, a veces parece que el sentido común sea poco realista, ingenuo e incluso demagógico, porque todo es y ha de ser siempre muchísimo más complicado. Y que querer cambiar eso que es tan complicado sea igualmente poco realista, ingenuo e incluso demagógico, por supuesto. A veces parece que se imponga una mirada cínica, o por lo menos de una equidistancia paralizante. Que reclamar que las instituciones afronten los problemas y los resuelvan sea una muestra de ignorancia, de desconocimiento de cómo son las cosas y de cómo funciona el sistema, si es que no supone directamente ser antisistema. Que no haya nada más naíf que la empatía.

Reconforta, así las cosas, echar un vistazo a lo que los ciudadanos escriben estos días en Entre Todos sobre la tragedia de los refugiados. Semanas después de la explosión emocional que convirtió en icono a Aylan, el niño sirio ahogado en una playa turca, metabolizado ya el primer impacto, su mirada es cualquier cosa menos ingenua. Saben perfectamente que el problema es de una enorme complejidad. Saben perfectamente que en realidad esto «solo se resolverá cuando se arregle la situación en sus países de origen» (Juan Ribas, Barcelona), en «el tablero de ajedrez que es hoy Siria» (Adrià Huertas, Barcelona). Saben perfectamente que no basta ni mucho menos con los arranques de solidaridad espontánea, con los derroches de altruismo en las redes sociales, que «con los me gusta y los compartir no se sobrevive» (Eva Rodríguez, Andorra La Vella). Y que «tras la acogida con los brazos abiertos vendrán las quejas» (Raquel Cáceres, Barcelona), porque supondrá necesidades sobrevenidas en una sociedad abrumada por la crisis y la precariedad y serán difícilmente evitables las tensiones -y muy necesarios el debate y la información- sobre cómo se usan los recursos disponibles.

Todo eso lo saben, pues claro que lo saben. Lo que pasa es que a todo ello le anteponen la conciencia, la dignidad humana, la empatía. «Yo también haría lo mismo, también me liaría la manta a la cabeza si la vida de mis seres queridos corriera peligro. Yo también cruzaría los mares y las vallas que hicieran falta si de ello dependiera el futuro de mis hijos», escribe Adrián. Y lo que están pidiendo a sus gobernantes e instituciones no son bienintencionadas utopías, no es otra cosa que política de verdad, política con mayúsculas. No un inmoral tira y afloja con la calculadora en la mano.

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«¿Qué mejor solución que pagar a Turquía para que, además de sellar su frontera, se quede con el grueso de refugiados? Al fin y al cabo, entre ellos se entenderán mejor, son todos musulmanes. Varios países cierran sus fronteras. Y Alemania endurece las normas para refugiados a la vez que acelera la expulsión de los migrantes económicos. Es por el bien común», tira de ironía Raquel. «Toca a las autoridades europeas desprenderse de egoísmos y acoger con urgencia a aquellos que llaman desesperadamente a sus fronteras», reclama Juan. Porque ninguna política que no vaya con los derechos humanos por delante merece ese nombre. A eso habrá quien lo llame buenismo, pero es humanidad.

Y por cierto, también saben perfectamente que la distinción entre, como dice el propio Juan, los que «huyen de la guerra, del hambre o de ambas cosas» es tramposa. Y que tiene delito que a más de uno de los que critican tan ferozmente los muros y las vallas que se levantan en los Balcanes o en Europa central les parezca en cambio tan normal que en Ceuta y en Melilla haya lo que hay y pase lo que pasa.