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Encrucijada de vidas

Cuatro vecinos narran el cambio de la plaza de las Glòries desde los años 40 hasta ahora

Cuatro vecinos de la zona de las Glòries reconstruyen la historia de la plaza con sus recuerdos. / MÒNICA TUDELA

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IMMA SANTOS HERRERA

Hay una ciudad, dibujada en papel, hecha de tinta, paralelas, cuadrados, circunferencias y triángulos rectángulos. Existe otra ciudad, también Barcelona, hecha de polvo, dolor de pies, vagones de tren y puestos en el mercado. Y hay una tercera ciudad, la de la melancolía, los recuerdos, la eterna juventud, la mirada infantil. Lo mismo se le aplica a las Glòries, encrucijada de caminos de Barcelona y, por tanto, encrucijada de vidas de barceloneses. Su ajetreada historia urbanística es también la de sus vecinos.

Tierra de trenes y niños. Esas son las Glòries que habitan en los recuerdos de Joan Arnau, economista jubilado de 77 años que hasta 1963 vivió en Independència con Consell de Cent con sus padres y su hermana, Maria, seis años menor. «Pasábamos muchas horas en la calle jugando en los alcorques de los árboles, al patacón y a coger lagartijas». Las Glòries de su memoria no son un vergel: «Era un absoluto descampado por donde pasaban tres líneas de ferrocarril que segmentaban la plaza e impedían cualquier urbanización».

A diferencia de muchos otros vecinos, Joan nunca fue un asiduo de los Encants, pese a que eran parte de la esencia de su barrio. Observando el solar ahora vacío, a un lado y otro de Dos de Maig, recuerda los puestos, las subastas a las siete de la mañana, «el bar donde los vendedores iban a comer al final de la Meridiana». Al lado, añade, había «un almacén donde vendían patatas, Barluenga. En frente, unos talleres y una fábrica de hielo: todo el barrio iba allí a comprar una barra a peseta».

Joan habla de una plaza con montañas de escombros y matorrales que servían de pastoreo. «Un año, a mi madre le tocó un cordero en una rifa de Pascua en el mercado del Clot. Por las tardes yo lo traía a pastar a la plaza». El cordero acabó sobre una parrilla en Les Planes. «Era el tiempo del chocolate de algarroba, el pan negro, poca carne y muchos arenques y sardinas en lata».

Paso a nivel

En los años 40 y 50, la plaza tenía forma irregular y la carretera de Ribes, que enlazaba con la actual calle del Clot, era la única vía de entrada y salida a la ciudad para el tráfico rodado. «La carretera quedaba cortada por dos pasos a nivel, uno de  ellos antes de la curva de las vías hacia Diagonal, donde se interrumpía la circulación a veces más de media hora porque la máquina del tren, de vapor, no tenía fuerza para tirar de los vagones. Se oía chuf, chuf, chuf», explica Josep Rosell. En 1946, cuando tenía cinco años y su hermano Pere, dos, sus padres se hicieron cargo de una vaquería en la calle de Castillejos, 198, donde llegaron a tener 20 vacas, hasta que cerraron en 1973. Al final de la calle, casi en la Diagonal, había un puente. «Allí esperábamos al tren y dejábamos que nos cubriera el humo. Llegábamos a casa apestando y mi madre nos regañaba», recuerda. Con razón; las vías eran un peligro. «Con 9 años hacía el reparto de leche y cruzaba las vías a pie hasta la carretera de Ribes. A menudo encontraba algún cadáver».

Por entonces, en 1949, Pilar Cervera (83 años) empezó a frecuentar el barrio en paseos de novios con el que sería su marido. «Hacía un año que habían empezado a soterrar las vías en la Meridiana y alargaron el Transversal, la actual L-1 del metro, desde Marina hasta Fabra i Puig», recuerda. En 1952, Pilar se instaló en la calle del Clot con su hija Maria Rosa, de 13 meses. Luego nacieron Àngel (1953) y Roger (1968). Pilar ha sido testigo de todas las remodelaciones, y su conclusión es que la plaza ha ido mejorando, pero siempre con  un precio a pagar. «Antes de la primera reforma, la zona de Cartagena hasta la Diagonal estaba llena de barracas», explica Josep. En 1952, con motivo del Congreso Eucarístico y la visita de Franco, ya trasladaron algunas. A principios de los 60, destruyeron las que quedaban y Consell de Cent se abrió al tráfico hasta la Meridiana. «Se acabó la tranquilidad», se lamenta Joan.

Pensando en el tráfico

Con los años, unos ganaron ruido y otros perdieron actividad. «La calle del Clot estaba viva, era un eje vital hasta que se desvió el tráfico por la Meridiana. Empezó nuestro aislamiento», lamenta Pilar, que recuerda cuando el tren se detenía en el Clot, y la gente venía desde Montcada al mercado y las trabajadoras de la industria sanitaria salían a desayunar y a hacer la compra, que recogían al final del día. «Todas las reformas se hicieron pensando solo en el tráfico», se queja.

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Quizá por eso, la reforma que más gratamente se recuerda en el barrio es la de 1973, con los dos ramales viales elevados y el jardín de seis hectáreas. En 1971, Generoso Losada se instaló en Barcelona con su mujer y su hijo Gabriel. A los cuatro años, nació Belén. «Íbamos al parque en bici: había puentes de madera, agua y una pasarela desde la Meridiana que se bifurcaba en el centro», describe Losada. Del derribo de la Hispano Olivetti tiene un vago recuerdo, pero sí echa de menos el concesionario de Renault con su icónico R-4 en la fachada. 

Generoso vivió la tercera reforma con decepción. «No entiendo cómo Barcelona apostó por el tambor, cuando en otras ciudades esta solución había fracasado», dice. Era el tercer intento, pero volvió a fallar. A punto de empezar la cuarta reforma, Joan, Josep, Pilar y Generoso piden, desde el escepticismo, que por fin las Glòries tengan el lugar que se merece en la ciudad. «La Grapadora, la torre Agbar y los Encants... La plaza tiene elementos para ser centro neurálgico -dice Generoso-. Ojalá esta sea la definitiva».