Un encargo de Napoleón
La biblioteca del Museu Egipci atesora un ejemplar completo del maravilloso (y maldito) libro que desató la egiptología
Un visir del faraón de hace más de 4.000 años y máscaras mortuorias, lo más nuevo del Museu Egipci
El Museu Egipci de Barcelona cumple 30 años de, como diría Howard Carter, "cosas maravillosas"

Jordi Clos, padre del Museu Egipci, hojea uno de los tomos de 'Description de l'Egypte'. / Macarena Pérez / EPC


Carles Cols
Carles ColsPeriodista
Presentó hace menos de una semana el Museu Egipci sus últimas adquisiciones, 19 en total, de las que, puestos a destacar una, ya que es abril, mes de Sant Jordi, qué mejor que la de la imponente estatua de Sejemanjptah, un escriba de hace 4.400 años. Aquel visir de tiempos del faraón Niuserre encabezaba la crónica que este diario publicó ese día en que el empresario hotelero, mecenas de la ciudad y egiptólogo sin cura ya posible, Jordi Clos, mostró las piezas que se suman a la colección. Pero a menos de dos semanas de Sant Jordi merece también prestar atención a uno de los tesoros bibliográficos más excepcionales del museo, un conjunto de 10 tomos realmente gigantes que no compiten en antigüedad (apenas acaban de cumplir 200 años de edad), pero son literalmente el ‘big bang’ de la egiptología. No fue el hallazgo de la tumba de Tutankamon en 1922 el origen de tal pasión. Fue la publicación de ‘Description de l’Egypte’, por encargo de Napoleón, lo que entre 1809 y 1820 desató ese frenesí que aún perdura.
Hay aquí dos historias por contar. Una, la de la feliz ocurrencia que tuvo Napoleón cuando embarcó 40.000 soldados con un destino secreto que, revelado en el último instante, resultó ser Egipto. Con la conquista del país del Nilo quería cortar las rutas comerciales inglesas. Fue una expedición militar que terminó por ser fallida, pero no puede decirse lo mismo de la cultural y científica. Ordenó Napoleón que 160 de los mejores científicos de Francia, de todas las ramas posibles, y unos 2.000 dibujantes de contrastadísima pericia, acompañaran a sus tropas. Todos ellos fueron las comadronas de tan monumental parto editorial, ‘Description de l’Egypte’, una obra que, como se verá después, nació con una maldición.

Las pirámides y la esfinge, tal cual las contempló Napoleón en su expedición a Egipto. / Museu Egipci
La otra historia, igual de interesante, es cómo consiguió Clos que Barcelona sea una de las pocas ciudades agraciadas con la presencia de este tesoro documental. Puede presumir de ello el British Museum de Londres y el Louvre de París, por ejemplo. Y en El Cairo tuvieron la desgracia, durante la Primavera Árabe de 2011, que ardieran tres ejemplares en un mismo incendio. Antes de revelar cuál es el ‘método Clos’ para conseguir estos éxitos, hay que regresar antes a la primera historia, el qué, cómo, cuándo y por qué de ‘Description de l’Egypte’.
Con guantes, como corresponde, muestra Clos en persona para este diario las páginas de varios de lo tomos. Disfruten las imágenes. Están divididos por temas. Los hay que detallan toda la fauna de Egipto, y decir todo no es una exageración. No falta ni una de las variedades de moscas. La botánica merece también su tomo. Y el Egipto contemporáneo, es decir, el que invadió la expedición francesa, está ahí perfectamente documentado, con precisos mapas, además. Y, por supuesto, está el Egipto de los faraones tal y como se conservaba hace 200 años. Lo maravilloso de la contemplación de todas y cada una de esas páginas es su fidelidad casi fotográfica, medio siglo antes, claro, de que la técnica de las emulsiones fuera una realidad.

Las moscas de Egipto, censadas por la expedición científica. / Museu Egipci
Hubo, todo hay que contarlo, un cierto antecedente de esa obra. Entre los expedicionarios que acompañaban a la tropa estaba Vivant Denon, artista del grabado, escritor, diplomático y, algo que se supo solo tras su muerte, autor una novela muy subida de tono, ‘Ningún mañana’, que retrató la vida licenciosa de la aristocracia francesa años antes de que Pierre Choderlos de Laclos publicara ‘Las amistades peligrosas’. Denon fue testigo directo de algunas de las batallas más cruentas que el ejército napoleónico libró contra los mamelucos y los ingleses, y eso quizá le excusa para lo que hizo después. No aguardó a que se completara la edición de ‘Description de l’Egypte’ y saco de imprenta en 1802 su particular versión de aquella aventura, ‘Voyage dans la Basse et Haute Egypte’. Clos, cómo no, también tiene un ejemplar y, en honor a la verdad no tiene nada que ver con el primero, que lo eclipsa totalmente.

Jordi Clos, ante una doble página de un grabado tan perfecto que parece una fotografía. / Macarena Pérez
La alineación con la que Francia pretendió ‘épater’ a sus contemporáneos a principios del siglo XIX era realmente la de los grandes partidos. Además de Denon, partieron hacia Egipto respetadísimos científicos como Claude Louis Berthollet, inventor de la lejía, y Gaspard Monge, una mente matemática sobresaliente que estableció un método inmortal con el que representar en superficies bidimensionales objetos tridimensionales, o sea, la llamada geometría descriptiva, y que además fue un estupendo teórico a la hora de comprender qué son los espejismos, algo que, cómo, pudo estudiar a decenas en los desiertos egipcios.

Una de las láminas dedicadas a la vida bajo el mar. / Museu Egipci
De aquella expedición con alma enciclopédica se recuerda a menudo que fue la misma que permitió descubrir la piedra Rosetta, es decir, la llave que facilitó la comprensión de la escritura jeroglífica. Derrotada la tropa francesa, los generales ingleses se quedaron con aquel tesoro, y pretendían también que se les entregaran todos los apuntes y objetos con los que se pretendía publicar después ‘Description de l’Egypte’. Francia envió un claro mensaje a Inglaterra. Quemaría todo aquel material antes que entregarlo al enemigo. Al final, bastó con rendir la piedra Rosetta. Pero al conjunto de tomos que en realidad es aquella monumental obra le esperaba una maldición peor si cabe. Faraónica, se podría añadir. Cada uno de los ejemplares que salió de imprenta era una auténtica obra de arte, tanto que desde entonces anticuarios de todo el mundo se dedicaron a deslomar los libros que caían en sus manos para vender las láminas por separado. Terrible.

La isla de Philae, en el Alto Egipto. / Museu Egipci
Eso, a su manera, da pie a la segunda historia prometida al principio. ¿Cómo una ‘Description de l’Egypte recaló hace 30 años en Barcelona? Y, más aún, ¿cuál es el tan eficaz ‘método Clos?
La pasión de este empresario barcelonés por la egiptología comenzó cuando no le alcanzaba el bolsillo ni siquiera para caprichos. Descubrió a los faraones muy cerca de casa, en el mercado dominical de Sant Antoni. Curioseó un día una caja repleta de material vinculado al Antiguo Egipto, nada de gran valor, pero no pudo comprarlo. Le pidió al vendedor que se lo guardara y que cada fin de semana regresaría y le pagaría un tanto. Comprar a plazos en el mercado de libros viejos de Sant Antoni, hay que reconocérselo, es una manera curiosa de comenzar una carrera como mecenas.
En 1968, aún muy joven, viajó por fin a Egipto, mochila a cuestas, o sea, justo de nuevo de dinero. Se fijó entonces en un ‘ushebit’ de un anticuario de los bajos del Winter Palace, mítico hotel de Luxor. Aquellas figuritas, una suerte de mayordomos para el viaje al más allá, las hay a miles en Egipto, pero el vendedor no se mostraba muy dispuesto a regatear. Regresó varios días Clos y la respuesta siempre era negativa, hasta que en su última jornada en el país del Nilo casi que literalmente vació sus bolsillos y ofreció todo cuanto le quedaba.

'Description de l'Egypte', en el trono que expresamente hizo construir Clos para exhibirlo. / Macarena Pérez
Aquella estatuilla, catalogada hoy como la pieza número 1 de su museo, sería poco más que cazar un conejo. ‘Description de l’Egypte’ es caza mayor. Dio voces por medio mundo en busca de un conjunto de ejemplares intacto. Tan ilusionado estaba, que su suegro le prometió que, si encontraba uno, el pagaría la bala. La llamada llegó finalmente llegó de Amsterdam, pero el vendedor no se conformaba con una transferencia bancaria. Quería examinar al comprador. “Me recibió en batín en un palacete junto a un canal. Era un hombre ya muy anciano que a lo largo de su vida había coleccionado toda clase de objetos relacionados con Napoleón”. Dos horas pasó recibiendo una lección magistral entre sables, mapas de campañas militares y bicornos. Solo después le preguntó para qué quería ‘Description de l’Egipte’. Le respondió que tenía un museo en Barcelona consagrado a tal pasión, entonces en l Rambla de Catalunya. Bien, dijo aquel nonagenario. Envió a uno de sus hijos a Barcelona a comprobar si era cierto.
Por si visitan el Museu Egipci, bajen al sótano. Busquen primero los fragmentos de Libro de los Muertos que se muestra en una vitrina. Dense la vuelta. A su espalda está la biblioteca, acristalada, y presidida por un mueble ‘ad hoc’ que Clos encargó a modo de trono para su ‘Description de l’Egipte’. Sant Jordi es un día tan bueno como cualquier otro para admirarlo, aunque sea desde la distancia.

Jordi Clos, con el ejemplar del libro de 1635 de Atahnassi Kircher, y detrás, un tomo de 'Description de l'Egypte'. / Macarena Pérez
Lo dicho. Si a Edward Gibbon se le puede atribuir la fascinación que aun perdura por Roma gracias a su memorable ‘Historia de la decadencia y caída del Imperio romano’, a Napoleón hay que reconocerle que fuera el artífice del ‘big bang’ de la egiptología. Así lo ve también Clos, aunque antes de terminar la visita gira sobre sus propios pasos y va en busca de un anciano libro editado en 1635. Parece como si lo acunara. Es una obra de Athanasii Kircher, un jesuita del que puede decirse con fundamento que es de película, entre otras razones porque fue uno de los padres de la linterna mágica.
Esa, en cualquier caso, es una de sus hazañas menores. Se adentró en las fauces del Vesubio colgado de una cuerda para medir su cráter, creyó descubrir una melodía musical que era eficaz como antídoto contra el veneno de las tarántulas, demostró científicamente que no era necesario que Dios echara abajo la Torre de Babel porque arquitectónicamente no se habría sostenido… El libro que antes de despedir la visita hojea Clos es una obra tan fascinante como inútil. Es un intento de Kircher de dar sentido a los jeroglíficos 200 años antes de que lo lograra Champollion. No va a ninguna parte. Pero es otro tesoro bibliográfico de Barcelona.
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