Una gentrificación más

Los últimos residentes del geriátrico Tàber dejan su hogar entre las obras del edificio

La residencia Tàber aceptó nuevos ancianos hasta el último momento sin avisar del cierre: "Me han engañado"

La patronal de los geriátricos avisa de que las residencias del Eixample pueden cerrar en cascada de aquí a 2030

Los últimos residentes del geriátrico Tàber dejan su hogar en una mañana indigna y vergonzosa

Zowy Voeten y Patricio Ortiz

El Periódico

Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Uno a uno, en taxis, coches particulares y solo en tres casos con ambulancias conseguidas tras no pocas súplicas, los últimos ancianos de la residencia geriátrica Tàber, la mayoría mujeres, han sido desalojados este últimos día de febrero durante varias horas de absoluta vergüenza e indignidad. El fondo inmobiliario que ha comprado la finca para que renazca como una promoción de lujo, ni siquiera quiso conceder un día de gracia para que esa mudanza de personas en la recta final de su vida, frágiles, por lo tanto, se llevara a cabo al menos en sábado, lo cual habría facilitado las cosas a las familias afectadas. Nada. A ratos, una o dos mujeres aguardaban sentadas en sus sillas de ruedas en el vestíbulo de la finca, notablemente desnortadas, mientras los operarios de las obras iban a lo suyo.

No lo dicen los familiares solo por quedar bien y evitar más discusiones. Hay una gran unanimidad entre todos ellos que el equipo de trabajadores de la Tàber, no los dueños del negocio, han sido estos últimos años una nueva familia para los residentes. Los han abrazado a todos, se han despedido entre lágrimas y, ya más serenos, han hecho hincapié en los detalles más dolorosos de todo cuanto ha sucedido en este mes de febrero de infarto, porque la primera noticia de que la residencia tenía que cerrar la tuvieron el pasado día 7.

Pepita, 86 años, en el vestíbulo de la finca.

Pepita, 86 años, en el vestíbulo de la finca. / ZOWY VOETEN

Ahí está el caso de Pepita, de 86 años, barcelonesa de varios barrios de la ciudad a lo largo de su vida. A pesar de un ictus y alguna leve señal de la enfermedad de Alzheimer, dice su hija Imma cree que desde que llegó a Tàber había recuperado el tono y hasta una cierta alegría. Le gustaba jugar al dominó con las amigas. Toda esa red de amistades, que incluye a las enfermeras y sus ayudantes, la perderá porque en ningún caso ha sido posible que el nuevo hogar, o sea, otra residencia, sea el mismo. El daño psicológico parece inevitable. Ni siquiera saben la verdad de por qué se tienen que ir. Les dicen que es por unas obras, pero no saben que no regresarán.

“Es una vergüenza. No nos han preguntado nada. El destino de cada residente lo han acordado entre la Generalitat y los dueños de la Tàber. Podríamos, al menos, haber sugerido que se atendieran algunas de las necesidades de cada persona afectada. No ha sido posible”. Lo cuenta entre unas sentidas lágrimas una de las trabajadoras. Encontrará trabajo. Seguro. Este es un empleo para el que no faltan manos, pero dice que necesita unos días para sobreponerse de la pena.

Una familia aguarda un taxi junto al andamio de las obras

Una familia aguarda un taxi junto al andamio de las obras / ZOWY VOETEN

En honor a la verdad, la escena general ha sido descorazonadora. Los pisos superiores de la finca están blindados ya con puertas contra las ocupaciones. Sobre la residencia reside aún una mujer con un alquiler de renta antigua, o sea, en mitad de un sinvivir de ruidos y ocasionales accidentes. Este mes de febrero se ha desprendido un tejado de cristal y ha reventado una cañería. No ha habido heridos. Pudo haberlos. Pero, lo dicho, la mañana ha sido de una indignidad inconcebible. Cada residente era bajado como buenamente se podía, tras haber hecho sus maletas y cargar sus pertenencias hasta el vestíbulo. Y entonces, en un vestíbulo en el que quién más quien menos iba con casco, tocaba esperar.

Los intentos de que como mínimo alguien asumiera la gestión coordinada de los traslados han sido infructuosos. Se ha impuesto la lectura estricta de la norma. Como las residencias se consideran hogares, no está reglado el traslado con fondos públicos si no es a un centro sanitario. Una de las familias, la de Pepita, ha llamado a la Guardia Urbana por si les podían echar una mano. En una ciudad que destina 9,3 millones de euros a comprar la Casa Orsola, podría parecer fácil que se destinaran no muchos euros a pagar 25 taxis. En el último instante ha hecho acto de presencia la dueña de la residencia y ha pagado uno de los viajes.