Visitas a 10 euros
La Casa Amatller, joya inmaculada del modernismo, celebrará el 12 de marzo tres aniversarios históricos
Cuando hasta los bistecs eran modernistas
Barcelona, la ciudad Esmeralda
La quimera perdida de Puig i Cadafalch
Un monumento de papel rinde homenaje al paseo de Gràcia en su bicentenario

La Casa Amatller de Barcelona cumple diez años de apertura al público / Macarena Pérez


Carles Cols
Carles ColsPeriodista
Celebrará el próximo 12 de marzo la Casa Amatller, con una fiesta teatralizada y, cómo no, con sabor de chocolate en los labios, que hace 10 años abrió sus puertas al público cual museo esta hermosísima finca del 41 del paseo de Gràcia y, lo que quizá sea más importante aún, que en esa misma fecha, pero de 1898, fue cuando Antoni Amatller, tercero de una saga de maestros del cacao que se remonta al siglo XVIII, compró el anodino edificio que ahí se levantaba entonces y le encargó a Josep Puig i Cadafalch que lo reconvirtiera en una mansión familiar memorable. Y caramba si lo hizo.
Fue en el año 1900 la primera obra maestra arquitectónica de lo que más tarde y hasta hoy pasaría a conocerse como ‘La manzana de la discordia’, o sea, que hasta 1905, cuando Lluís Domènech i Montaner erigió la Casa Lleó Morera y, sobre todo, hasta 1906, cuando Antoni Gaudí completó la reforma de la Casa Batlló, la Casa Amatller reinó en solitario en ese tramo del paseo de Gràcia y, a su manera y aunque a veces se olvida, fue uno de los edificios más influyentes de la historia de Barcelona.
En aquel tramo del paseo de Gràcia, acera Llobregat, se pueden escuchar hoy a cualquier hora del día decenas de lenguas distintas del mundo. Es, con permiso de la Sagrada Família, que por supuesto compite en otra liga, uno de los más potentes imanes de turistas de Barcelona, algo que tal vez ahuyente un poco al peatón local, que a lo mejor evita callejear frente a esa monumental fachada que va de Aragó a Consell de Cent.
La celebración que prepara para el 12 de marzo la Casa Amatller, sin embargo, es precisamente a esos barceloneses a quienes invita para soplar las velas de, respectivamente, el décimo aniversario de la apertura de la finca al público, los 125 años que Antoni Amatller hizo de esa obra de arte su hogar y los 127 que la compró y la puso en manos de Puig i Cadafalch. Será una ocasión para subrayar que esta ciudad habría sido muy distinta sin esa relación que entablaron el industrial chocolatero y el arquitecto.
Amatller, adineradísimo miembro de la burguesía catalana y un hombre con un paladar cultural exquisito, compró por 450.000 pesetas el edificio preexistente y, he aquí la cuestión, le dio carta blanca a Puig i Cadafalch para llevar a cabo unas obras que al final costaron un millón de pesetas más, un potosí, sin duda, pero es que hasta una cincuentena de artesanos de primer nivel trabajaron en aquel proyecto.

La Manzana de la Discordia, entre 1900 y 1905, cuando la Casa Aamatller era la únia joya en pie. / Autor desconocido
Lo maravilloso del caso es que lo que hicieron para ennoblecer la finca se conserva prácticamente intacto. La Casa Amatller es, sin discusión, el modernismo más intacto de la ciudad. No hay ‘altamirescas’ recreaciones de salones y dormitorios. No es una neocueva, como sucede con otros edificios de aquella época que figuran en lo más alto del ránking de las visitas de la ciudad. Solo faltan ahí Antoni Amatller y su hija Teresa, que de revivir hoy no saldrían de su asombro al ver a esos reducidos grupos de curiosos que recorren lo que fue su hogar con los pies enfundados en unas pantuflas protectoras blancas.
Visitas a 10 euros
Con entradas a solo 10 euros y durante todo el día 12 de marzo, la Casa Amatller franqueará las puertas de esta joya de la etapa modernista de Puig i Cadafalch, mostrará la noble planta principal y abrirá las puertas del estudio fotográfico de la última planta, un piso que en su día violaba las normas urbanísticas de la ciudad y que el arquitecto decidió esconder tras esa singular cúspide escalonada de la fachada principal. Una asociación cultural de recreación histórica sacará ese día de sus armarios la ropa de época para amenizar la visita y la dirección de la Casa Amatller endulzará jornada con una degustación de chocolate, que en cierto modo es el ‘cemento’ que permitió construir esta singularísima joya arquitectónica y que (merece la pena subrayarlo de vez en cuando) se comercializaba precisamente empaquetado con diseños de, por ejemplo, uno de los grandes maestros del ‘art nouveau’, Alphonse Mucha.

Sant Jordi y el dragón, la pieza escultórica de Eusebi Arnau que da la bienvenida al edificio. / .
La Casa Amatller, eso salta a la vista, queda a diario algo eclipsada por las colas y cámaras que acumula frente a su fachada la Casa Batlló. Gaudí es, por decirlo en unas palabras que se usan mucho estos días, la gran mina de tierras raras de Barcelona, un yacimiento cultural fuera de lo común y por ello muy deseado por visitantes de todo el mundo, pero la arquitectura de aquel genio de Reus, quizá no desnuda lo que fue la Barcelona de finales del XIX y principios del XX como sí lo hace la de Puig i Cadafalch.
En aquel tiempo, y tal y como lo expresó Domènech i Montaner vista en un célebre manifiesto, Catalunya tenía que encontrar, entre otras muchas cosas, una “arquitectura nacional” que la representara. El Eixample era una ocasión extraordinaria para llevar a cabo esa patriótica misión. La Casa Amatller, además de ser un clásico ejemplo de cómo económicamente se podía emprender esa búsqueda, es decir, con los dueños de la finca en el piso principal e inquilinos en los superiores para recuperar poco a poco la inversión, es también una muestra de hasta qué punto Puig i Cadafalch quiso ser el más aventajado alumno a la hora de encontrar esa arquitectura nacional.

El comedor familiar, una pieza intacta de la finca. / Macarena Pérez
La Casa Amatller tiene un acceso como el de los cuestionables palacetes góticos de la calle Montcada (con una puerta para el carruaje que desemboca directamente en la escalera noble del piso principal), pero remozado con un exquisito modernismo inspirado en las corrientes entonces en boga en los países del norte de Europa. Si la Casa Amatller fuera unos de esos llamados ‘edificios viajeros’ de Barcelona, o sea, fincas trasladadas íntegramente de un lugar a otro, y se le hiciera un hueco en la Grand Place de Bruselas, desde luego no desentonaría.
La celebración del próximo 12 de marzo es, sin duda, una ocasión de oro para adentrarse en esta joya de la Manzana de la Discordia y, ya puestos, reparar en algunos detalles que son más que una anécdota. Primero, por supuesto, el pavimento de la planta baja. Decir que Puig i Cadafalch modeló a su manera Barcelona no es un exceso si se tiene en cuenta que las baldosas que eligió, decoradas con una flor, fueron las que luego después, como si se un hongo ‘Cordyceps’ se tratara (recuérdese ‘The last of us’), ‘invadieron’ las aceras de la ciudad.

El estudio fotográfico de la última planta de la finca. / Casa Amatller
Segundo. Merece la pena reparar en la distribución de los 400 metros cuadrados del hogar de los Amatller. La parte posterior, tan noble como la que da a la calle, estaba reservada a las visitas. El despacho está justo en medio, al lado de una puerta lateral por que se podía recibir a los inquilinos de los pisos superiores cuando venían a pagar la renta mensual y que no pasaran así por la zona más señorial. En el ala más privada del piso, tiene su gracia que el dormitorio está tal cual era en 1900, pero el vestidor anexo fue reformado por Teresa Amatller al gusto de 1934, vamos, que se despertaba en un siglo y se vestía en otro. Pero lo que ningún visitante debe dejar de hacer es mirar por la ventana a la otra acera del paseo de Gràcia.
Hay que fijarse en la finca cuyos bajos ocupa hoy un McDonalds. Es un edificio solo 20 años más joven que la Casa Amatller y, sin embargo, parece de otro tiempo, lugar y autoría. Es la Casarramona, otro trabajo de Puig i Cadafalch, que por lo que parece aún andaba desnortado en la búsqueda de esa arquitectura nacional que el catalanismo necesitaba encontrar. Puig i Cadafalch, tan genial como visceral a veces (su odio cartaginés al legado urbanístico de Ildefons Cerdà es algo inaudito y rayano en lo patológico), había renunciado al modernismo y había abrazado el ‘noucentisme’.
El día 12, en resumen, es una ocasión especial para asomarse a estas y otras muchas historias. Es un buen consejo dejarse llevar por el buen oficio de quienes guían las visitas, historiadores del arte con un conocimiento oceánico sobre la Casa Amatller. A modo de propina, he aquí una tercera anécdota más. Está localizada en el salón de la música, donde los Amatller recibía a sus visitas. Tras la Guerra Civil, a Teresa le pareció prudente enmascarar con un falso techo una estrofa en catalán que decoraba el friso de una de las paredes. Cuando se llevaron a cabo los trabajos para abrir la finca a las visitas, se restauró el aspecto original de esa habitación. El friso estaba intacto y, junto a él, había un pequeño saquito con monedas de oro, una suerte de ‘por si acaso’ que Teresa había escondido por si era necesario, vistos los vaivenes de la política de la primera mitad del siglo XX.
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