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'L'última collita': la Casa Elizalde rememora cómo y cuándo Barcelona segó su pasado agrícola
Cuando Barcelona comía ballena
Barcelona a través de sus menús
Elizalde, el coche maldito de Barcelona

Tierras de cultivo de Can Salas, en Sants, con unas primeras fábricas ya al fondo. / Unió Excursionista de Catalunya-Sants / AMDS


Carles Cols
Carles ColsPeriodista
Se lo cuenta Indiana Jones a sus alumnos en clase en la tercera de sus aventuras cinematográficas. “Olviden las ciudades perdidas, los viajes exóticos y las excavaciones. No seguimos mapas del tesoro y la X nunca marca el lugar”. Y prosigue con lo que sin duda es lo más importante de su lección aquel día. “El 70% de la arqueología se hace en la biblioteca”. Eso exactamente han hecho Núria Font y Montse Ferres para alumbrar la perfecta exposición que acaba de echar raíces en la Casa Elizalde tras un exitoso primer paso por Sant Andreu. ‘L’úlima collita’ rememora en qué momento los 99 kilómetros cuadrados de la actual Barcelona dejaron de ser una tierra agrícola y ganadera. Para ello se han sumergido en los oceánicos archivos municipales, tanto en los centrales como en los de cada distrito, una tarea encomiable. No solo han sacado joyas documentales maravillosas que muestran ahora en la Casa Elizalde. Han construido un relato que merece la pena ser visitado.
Pone primero el contexto de esta hazaña la responsable de la coordinación de los distintos archivos municipales de la ciudad, Sandra Ponce. Habrá en Barcelona, dice, unos 73 kilómetros de estanterías en los que se guarda la memoria documental y fotográfica de la ciudad. Ha sido en esa suerte de Pompeya de papel, o sea, en un yacimiento aún a medio explorar, donde Font y Ferres se adentrado para reconstruir el singular pasado agrícola de Barcelona, en busca de la cartografía de las antiguas explotaciones, y predispuestas, sobre todo, a poner la lupa de un modo especial en ese momento en que las tierras aradas retrocedieron para dejar paso a las fábricas, un tránsito que quizá fue más íntimamente traumático de lo imaginado, pues hubo algunas generaciones de barceloneses que se aferraron a esos tiempo pasados con un extraño placebo, ‘la caseta i l’hortet’.

La plaza de Joanic, en 1930, con una explotación agrícola, Cal Comte, protegida por muros. / Josep Barrillón / Arxiu Municipal Districte de Gràcia
Que la exposición recale precisamente en la Casa Elizalde, es decir, casi en el mismísimo centro de gravedad del Eixample, tiene su qué, porque en realidad apenas hay fotos de cuando este distrito era rural, que lo era con algunos peros, pues por cuestiones de índole militar no estaba permitido construir edificios a menos de la distancia de un tiro de cañón de las murallas. No había apenas fincas agrícolas en el Eixample, pero sí cultivos. Lo importante a tener en cuenta en este caso, recuerda Font, son las fechas. El Eixample de Cerdà comenzó a crecer cuando la fotografía apenas había nacido. Es cierto que el primer daguerrotipo en el que aparece una calle de la ciudad (la Casa Vidal Quadras, de la actual avenida del Marquès de l’Argentera) está fechada en 1848, per aquello fue casi una hazaña de laboratorio. La fotografía tardaría un poco más en popularizarse y, cuando terminó por ser una técnica más común, el Eixample era un campo de edificios y no de hortalizas.
El título de la expo es realmente llamativo. ¿Cuándo fue esa última cosecha? Bueno, en el caso de Montjuïc está suficientemente acreditado que, pequeños huertos domésticos a margen, la última ocasión en que se segó un campo de trigo fue en 1915. Tenía que cederse el paso al progreso, en concreto a la Exposición Internacional del 1929. Esas últimas espigas con las que se pudo moler el grano, obtener harina y hacer un pan 100% barcelonés estaban, por si alguien tiene curiosidad en ello, donde hoy está el Palau Sant Jordi.

Masía de Can Fontaner, en Horta, en 1910. / J. Matas / Arxiu Municipal Districte Horta-Guinardó
Montjuïc, de hecho, era una rareza como lo era esa tierra más allá de las murallas que hoy llamamos Eixample. Tampoco estaba permito construir cerca de la cima de la montaña, de nuevo por razones militares. Esa anómala historia de Barcelona es una de las varias cuestiones que de forma muy interesante aborda la exposición. A su manera, el cinturón político que impidió a Barcelona crecer hasta que por fin pudo derribar sus murallas tuvo un efecto contrario en los pueblos de sus alrededores, como Sarrià, Gràcia o Sant Martí de Provençals. Crecieron, cada uno a su manera, a veces como lugar ideal para segundas residencias en un entorno bucólico, simplemente porque Barcelona no lo podía hacer.
La caída de las murallas fue, por lo tanto, todo un ‘big bang’ urbanístico. Barcelona multiplicó por 10 su superficie en un visto y no visto, una explosión que no debería provocar amnesias injustificadas. En ocasiones, en actos solemnes se recuerda la vocación mediterránea de la ciudad, como si sus habitantes fueran casi todos descendientes de sagas familiares que navegaron hasta Sicilia o Grecia, por comercio o para guerrear. En realidad, hasta hace bien poco esta era una ciudad de barceloneses con padres, abuelos o bisabuelos temerosos del mar, procedentes de la Catalunya rural, como el Onofre Bouvila de ‘La ciudad de los prodigios’, que nace en las tierras menos fértiles del prepirineo y al que tan bien terminan por irle las cosas que parece renegar de sus orígenes.

Dos niños, en el puente de la Vaca de Vallbona, en 1960. / Arxiu Municipal Districte de Sant Andreu
A ‘L’última collita’ hay que ir con ganas de entretenerse en los detalles. No es una exposición gigante. Ocupa solo una sala del primer piso de la Casa Elizalde, pero sus cuatro paredes son un milhojas de historias de las que tirar del hilo. ¿Un ejemplo para hacer boca? Cómo no, la nunca suficientemente bien contada historia de la granja que Martí Codolar tenía en Horta, una explotación ganadera en la que no faltaban los animales exóticos, pero cuyo fin no era la exhibición, sino la cazuela. Cuando las cuentas le comenzaron a fallar, aquel empresario, entusiasta tardío de las teorías británicas de la aclimatación, terminó por vender su colección a la ciudad en 1892, en total 41 mamíferos, 120 aves y dos reptiles, todo por 30.000 pesetas, una pequeña Arca de Noé con la que se fundó formalmente el Zoo de Barcelona, que en sus primeros años siguió subastando al mejor postor huevos y polluelos para el consumo. A nadie le extrañaba aquello entonces. Raro sería que un niño barcelonés de entonces no supiera que los pollos tienen plumas cuando están vivos.
Todo cuanto se cuenta en ‘L’última collita’ simplemente aguadaba en los archivos municipales a que alguien le prestara la atención adecuada. Nunca sobra recordar, explica Font, que la actual Zona Franca fue una tierra tan fértil como lo es el resto del delta del Llobregat. Lo que sucede es que cada año que pasa, ese recuerdo se difumina un poco más. La industrialización de Barcelona y del resto del área metropolitana impide ver bien a través del retrovisor de historia. Ahí está el caso de Santa Coloma de Gramenet, que hasta 1981 cultivaba unas bastante célebres fresas a orillas del Besòs y ha caído en el olvido. Esa, en cualquier caso, es una historia que queda fuera de los márgenes fronterizos de ‘L’última collita’.
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