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Adiós a otro establecimiento icónico

Bauma, oasis de tertulias, escribe su último obituario a martillo y cincel

La barra del Bauma, antes de la decadencia.

La barra del Bauma, antes de la decadencia. / LAURA GUERRERO

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Carles Cols
Carles Cols

Periodista

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La última página de la historia del Bauma, uno de tan pocos oasis en los que los escritores de Barcelona se reunían para tertuliar, se está escribiendo esto días igual que en Oriente Medio, en la más remota Antigüedad, nació la literatura, con martillo y cincel. Con gran apremio se está echando abajo todo lo que de aquel establecimiento quedaba, que ya no era mucho, porque la parroquia que lo hizo célebre (Vila-Matas, Marsé, Sagarra, Vidal-Folch, Casavella, Puig…) hace tiempo, fiel a su nomadismo, que buscó otros oasis, no precisamente célebres por sus aguas, o porque sencillamente, ley de vida, ya no están.

En su soleada esquina de Llúria con Rosselló, todo un lujo, no fue el Bauma el Café Gijón de Madrid, y probablemente tampoco lo pretendía, pero en los años 90 tuvo su qué. Ahí, sin grupos de ‘whatsapp’ y sin teléfonos móviles que facilitaran la hora de la cita, coincidían alrededor de una mesa algunos de los literatos más interesantes de la ciudad, no superventas de Sant Jordi, sino escritores que perdurarán y que tal vez encontraban ahí un aliciente más para insistir en su oficio, habitualmente muy solitario salvo que uno sea Carmen Mola, ese tiesto de nabos. En aquellos encuentros se hablaba de todo y, al parecer, con buen oído, algunos de ellos podían entender entre líneas las más sinceras opiniones sobre su obra.

En Bauma antes... /

FERRAN NADEU

El obituario del Bauma no es de aquellos que ya tienen lápida. No era un establecimiento centenario y, por lo tanto, jamás se consideró que mereciera una placa conmemorativa en el suelo, de aquellas que en los 90 el Ayuntamiento de Barcelona instaló antes muchos comercios de la ciudad, convencido de que les esperaba una larga vida. Decenas de ellos, como si aquellos homenajes fueran una maldición, ya no están. Solo quedan las placas, en ocasiones delante de negocios risibles. El Bauma sobrevivó a todos esos decesos, pero su suerte puede que quedara parcialmente echada el día en el las autoridades municipales obligaron al dueño a desinstalar la marquesina de la calle. Los clientes, o sea, los escritores movieron el culo para salvar esa parte del Bauma, imprescindible para los del puro, como Joan de Sagarra, pero muy pronto descubrieron cuál era su verdadera fuerza, descubrieron que equivocado estaba Edward Bulwer-Lytton, vamos, que la pluma no es más fuerte que la espada. La marquesina voló y, sin que haya que establecer una relación entre la causa y el efecto, las tertulias terminaron por buscar otro techo, el del bar José Luis, nada grave, pues el Bauma había tomado antes el relevo de la cafetería del Astoria.

...y el Bauma, ahora /

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Arquitectónicamente no era gran cosa. O puede que sí. Depende del punto de vista. Una parte de las sillas estaban dispuestas como si aquello fuera un teatro, que en parte lo era. Luego está el recuerdo, siempre traicionero, de su menú. “La tortilla de espinacas. Apúntalo. Era estupenda”. Eso dice Victoria Bermejo, esa suerte de David Attenborough de la ‘flora’ y la ‘fauna’ urbana, que el Bauma era, cómo no, una paciente observadora de todo cuanto sucedía. Y es que había mucho que anotar, como la picardía de esas familias que los domingos llevaban a la abuela a la misa de 12 en la iglesia Santuari del Came, justo en la esquina de al lado, y mientras duraba la homilía celebraban una eucaristía laica con una copa de vino en la terraza.

La carabela, aún intacta en mitad de las obras. /

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Tertulias literarias aún las hay en Barcelona. Sin luz ni taquígrafos, menos conocidas, con los manteles de Il Giardinetto como altar, por ejemplo. Que todo mute de forma constante en Barcelona ya no extraña a nadie. Esto no es Londres, donde el hogar de fuego del club Brooks arde ininterrumpidamente desde 1764. Aquí las manecillas del reloj giran siempre veloces. La gloria de Els Quatre Gats, segunda casa de varios artistas del modernismo, duró exactamente seis años. El London Bar fue la repanocha cuando de forma inesperada era el lugar en el que los artistas del circo sellaban sus contratos con los agentes de ese gremio y, de paso, convertían el local en una pista, de ahí el trapecio que colgaba del techo. La lista de matrimonios entre un oficio y un bar es mucho más larga, pero lo que aquí interesa es subrayar que el Bauma estaría en ella.

Y, lo dicho al principio, que la última página de su historia se está escribiendo con martillo y cincel, pues con un poco de imaginación hasta podría intuirse una literatura cuneiforme en sus paredes. Desde la calle aún se veía a media mañana la carabela que presidía la barra. “¿Puedo pasar y hacer una foto?”. El encargado de las obras, con una cintura del tamaño de las columnas del Bauma, y con eso queda todo dicho, parece que dice que sí con una mueca con los labios. “¿Sabe que van a poner aquí?”. Esta vez responde con un leve movimiento de hombros, o sea, que no lo sabe. Menudo final de novela.

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