La feminización del nomenclátor

Barcelona rinde homenaje a las porteras fusiladas por el franquismo

El interior de manzana de lo que fue la platea del Urgel Cinema llevará el nombre de Cristina Fernández, una de las 108 porteras detenidas en 1939 y una de las dos llevadas ante el pelotón

La huella de Cristina Fernández Pereira

La huella de Cristina Fernández Pereira / Isabel Pellejero

Carles Cols

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El de portera fue en 1939 un oficio de altísimo riesgo. Así lo acreditan las cifras. De las 3.267 mujeres que fueron encarceladas entre enero y octubre de aquel año en la prisión de Les Corts por las nuevas autoridades franquistas de la ciudad (empeñadas, como decían con su detestable verbo fascista, en conseguir la “redención femenina”), 108 eran porteras. Dos de ellas, como poco, fueron ejecutadas en el Camp de la Bota tras pantomímicos juicios militares, acusadas de ser delatoras de quintacolumnistas durante la guerra civil. Una era Cristina Fernández Pereira, a la que el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido dedicarle un interior de manzana cerca de donde vivía y trabajaba.

Lo que durante 50 años fue la colosal platea de butacas del Urgel Cinema es actualmente un jardín y, desde este sábado, lo seguirá siendo, pero dedicado a la memoria de Cristina Fernández Pereira. Su caso recuerda sobre todo dos cosas. Invita, primero, a que no caiga en el olvido que la venganza franquista fue especialmente ruin con las mujeres, en Barcelona y en toda España, y, segundo, que a estas alturas resulta indiscutible ya que otro nomenclátor sería posible para el Eixample, uno, por ejemplo, que no rindiera homenaje a tanto comandante almogávar cuya importancia se mide por el número de saqueos y enemigos pasados a cuchillo. ¿De eso queremos presumir?

Cristina Fernández, leonesa de nacimiento, tenía 39 años cuando fue detenida el 5 de marzo de 1939. Tenía dos hijos con Baltasar Paz Fernández, también juzgado y condenado a 12 años de cárcel. Vivían en el 163 de la calle de Tamarit, justo en la esquina con Borrell. La denunció el dueño de la finca porque se supone que durante la guerra informó sobre su presencia a los grupos de izquierdas que dominaban las calles de la ciudad, algo contradictorio, pues a aquel propietario, al que le encontraron una pistola en casa, no le pasó nada, como demuestra el hecho de que a partir de enero de 1939 allí estaba él, tan pancho y tan frío a la vez, para denunciarla. ¿Con qué propósito? Según Isabel Pellejero, vecina hoy de aquella finca, que dio por casualidad con aquel episodio olvidado cuando buscaba información sobre el edificio, tal vez fue simplemente por echarla, por una suerte de cruento ‘mobbing’ inmobiliario, nada imposible, por otra parte, en esta ciudad. El 13 de mayo de 1939, solo dos meses después de que fuera detenida y sentenciada a muerte por un tribunal militar, fue despertada de madrugada por sus carceleros y, en compañía de una quincena más de condenados, llevada al Camp de la Bota. Junto a la desembocadura del Besòs murió fusilada o, como se decía entonces en el parte médico, víctima de una “hemorragia interna”.

Acceso al interior de la manzana dedicado a Cristina Fernández, por calle de Borrell.

Acceso al interior de la manzana dedicado a Cristina Fernández, por calle de Borrell. / RICARD CUGAT

No fueron pocas las mujeres que corrieron idéntica suerte aquel año, sentenciadas por un sinsentido de acusaciones tan variado que, vistos todos los casos en su conjunto, se intuye ahí un propósito de advertencia general al resto, a todas aquellas a las que se perdonó la vida pee a no comulgar con el nuevo régimen.   

Fernando Hernández Holgado, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, presentó en 2011 una tesis doctoral precisamente sobre esta cuestión, sobre las cárceles para mujeres del franquismo, un texto que a medida que se avanza en su lectura se encoge el corazón. Cuánta brutalidad. A aquellas prisiones se enviaba a familias enteras o lo que quedaba de ellas tras tres años de guerra, como Ángela Montoliú, también portera, que terminó entre rejas en compañía de su hija Ángela Torruella, de 15, que tenía por lo tanto solo 13 cuando comenzó la Guerra Civil, inimaginable pues que se la pudiera acusar de algo. Ellas eran dos, pero había abuelas, madres e hijas menores en una misma penitenciaria y ellos, los maridos, en otras cárceles o algo peor. A la pareja de Cristina Fernández, Baltasar, le cayó le cayó una doble condena, la de la privación de libertad y la de, con sus manos esclavas, construir la cárcel de Carabanchel, eso a él, que no había escondido sus ideales libertarios y que, por lo tanto, era un buen conocedor de los mandamientos de un profeta del anarquismo como Kropotkin, que toda revolución debe comenzar por derribar las prisiones.

De las fichas de ingreso en las cárceles de aquel 1939 se puede incluso llegar a deducir cuán incómodo podía resultar para alguien con las orejeras de un fascista el hecho de que las mujeres se salieran del marco de simples esposas. Hernández Holgado, en su tesis doctoral, incluye un revelador listado de las encarceladas aquel año en la prisión de Les Corts: “telefonistas, empleadas de ferrocarriles, guardabarreras de tren, funcionarias de prisiones, operarias de artes gráficas, enfermeras, bailarinas, locutoras de radio, tripulantes de barco, obreras metalúrgicas, empleadas del metro, incluso una fotógrafa, una médica, una dibujante, una artista de ópera, una catedrática de física, una profesora de piano, dos pelotaris y una alcaldesa”. Todas estas no murieron, pero se les impidió ejercer más sus oficios, por lo tanto, se las condenó a un deceso social.

Fusiladas de forma ejemplarizante lo fueron como mínimo 11 mujeres. Un pequeño monumento en el Camp de la Bota recuerda sus nombres y su tragedia. La primera de la lista fue Carme Claramunt, lo que son las cosas, acusada de rebelión por los verdaderos rebeldes. Era militante de Esquerra Republicana y un pelotón puso fin a su vida en abril de 1939.

Virginia Amposta corrió idéntica suerte porque, según la sentencia, en su faceta de profesora de la etapa infantil, había aprovechado para “hacer propaganda disolvente” entre sus párvulos.

Eugenia González Ramos, madrileña y enfermera en Mataró, murió con solo 20 años porque una monja del hospital le oyó un día decir que muy mal asunto era que las tropas franquistas entraran en Barcelona.

De Ramona Peralba Sala no queda claro si a sus jueces les molestaba más que hubiera militado en la CNT o que fuera una “propagandista del desnudismo y de las ideas marxistas”.  

Dolors Giorla Laribal, otra víctima mortal de aquella brutal represión, era “una mujer de muy mala conducta” porque durante la Segunda República había denunciado que su marido la maltrataba física y psicológicamente.

Neus Bouza Gil tuvo la pésima suerte de lavar la ropa y cocinar en las cercanías del Camp de la Bota cuando allí se ajustició a golpistas en 1936. Se dijo de ella que había participado en los fusilamientos, pero además de no haber pruebas, parece muy difícil que así fuera.

Luego está el caso de Elionor Malich Salvador, esta sí portera, que a la hora de decidir la pena el tribunal militar consideró un incuestionable agravante el hecho de que fuera “una mujer de moral dudosa y, según su propia madre, que había vivido maritalmente con varios hombres”.

El interior de la manzana.

El interior de la manzana. / RICARD CUGAT

Cualquiera de ellas merecería probablemente una calle, una plaza o un jardín. Claramunt ya lo tiene, en Les Corts y bautizado así a principios de marzo. Pero el caso de Cristina Fernández puede que tenga algo excepcionalmente simbólico. No hay ninguna foto de ella. En Vega de Valcarce, en su aldea natal de El Bierzo, es imposible tirar del hilo de su biografía. El rastro de su pareja y sus hijos se ha perdido. También el de su denunciante, que al parecer emigró o huyó a Argentina, pues varios vecinos del barrio, sin saber que había sido fusilada, denunciaron que se la habían llevado víctima de una falsa acusación. Lo único material que queda de ella es su huella dactilar estampada en su expediente judicial, donde, a saber qué querían decir con ello, la tacharon de “depravada”.

Su suerte, si así se puede decir, es que ha habido quien no quiere que su historia caiga en el olvido. Aparece su caso e la tesis doctoral de la Complutense y su nombre está grabado en la placa del Camp de la Bota. Pero hay más. Isabel Pellejero, una actual residente del 163 de Tamarit, donde Cristina era portera, supo de su existencia cuando buscaba una información sobre la finca que nada tenía que ver con aquel episodio. Aquel trágico destino de la portera la conmovió tanto que, en compañía de Eduard Musulén, comenzó a investigar y ambos, de forma altruista, sacaron al final de la imprenta un libro, ‘Puerta a ningún sitio’. Es un estupendo homenaje.

“Lo escribimos durante la pandemia. Un día, desde el balcón, cuando comenzaba a regresar la vida a las calles, vi que ese cruce de calles, Tamarit con Borrell, se lo dedicaba el ayuntamiento a otra mujer, Conxa Pérez Collado, una anarquista admirable, y pensé que el honor se lo podía haber llevado también Cristina, pues ahí estaba su portería”, explica Pellejero. Una cadena de casualidades quiso, no obstante, que su caso cayera llegara a oídos de Miquel Salas, del colectivo Memòries de Sant Antoni, que elevó la propuesta a las instancias municipales, realmente muy empeñadas para que el actual mandato pueda ser considerado de aquellos que marcan un antes y un después en materia de nomenclátor, por más femenino, en primer lugar, y también porque abre la puerta a que cualquier barcelonés no se sienta incómodo quedando en tal o cual calle porque está dedicada a alguien que bombardeó la ciudad sanguinariamente (léase Baldomero Espatero) y lo pueda hacer en una que rinde tributo a un murió por criticar la carestía del pan, o sea, Josefa Vilaret.