Aniversario del desfile de la victoria

El día que Franco almorzó huevos Imperio en Barcelona

La Guerra Civil no terminó hasta el 1 de abril, pero aquel día de hace 84 años se celebró de forma anticipada la debacle republicana

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barcelona/bcn008279.jpg / DINSER S.L.

Carles Cols

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La primera vez que Franco visitó Barcelona tenía 47 años y almorzó (hay que suponer que el plato se eligió por su nombre) unos huevos Imperio, receta que ha caído en desuso. pero que entonces, 21 de febrero de 1939, jornada del desfile de la victoria, puede que fuera premeditadamente elegida por su simbolismo. Escaldados primero, bañados luego en bechamel, rebozados después con pan rallado y finalmente sumergidos en aceite hirviendo, cuando los huevos imperio se sirven en el plato de un dictador se asemejan mucho a lo que fue Barcelona en enero de aquel año, último de la Guerra Civil. Parecen crujientes por fuera, como capaces de resistir el ataque del más hambriento comensal. “El Llobregat puede ser el Manzanares de Barcelona”, titulaba la prensa de la ciudad el 25 de enero, solo unas horas antes de que los generales Yagüe y Solchaga, durante la madrugada del 26, plantaran ya en las cimas de Montjuïc y el Tibidabo las banderas golpistas. Luego, cuando se pinchan, los huevos imperio se deshacen mansamente entre los dientes del tenedor. Hoy hace 84 años que Franco, cuando ni siquiera había terminado la Guerra Civil, celebró su victoria en Barcelona. Un magnífico libro, documentado como ningún otro hasta ahora, presenta una exhaustiva crónica de aquellos hechos

‘Barcelona, enero de 1939, la caída’ se ha publicado este 2023 coincidiendo con los 84 años de la rendición de la ciudad y con ello el sello editorial del Ayuntamiento de Barcelona completa lo que a todas luces es una trilogía que demasiado ha tardado en ver la luz. En 2014 llegó a las librerías ‘Barcelona en postguerra’, un relato sobre la inmisericorde represión que trajo el fin de la contienda. Estremecedor. En 2018 salió de la imprenta ‘Topografía de la destrucción’, un pormenorizado inventario de la ruina causada por la aviación enemiga al soltar sus bombas sobre la ciudad. La tercera parte de la trilogía es, en cierto modo, en engarce indispensable entre esos dos anteriores libros y es, a la par, el más incómodo de todos ellos. Francesc Vilanova, el autor, relata la caída de Barcelona casi exclusivamente desde el punto de vista de los vencedores, o sea, los que entraron en la ciudad con sus tanquetas y su tropa africana sin apenas gastar munición y, también, de aquellos 189 barceloneses que fueron invitados a presenciar el desfile de la victoria el 21 de febrero, el día de los huevos imperio o del imperio por los huevos.

Las tropas golpistas desfilan por la Diagonal de Barcelona, el 21 de febrero de 1939.

Las tropas golpistas desfilan por la Diagonal de Barcelona, el 21 de febrero de 1939. / Arxiu Municipal Ciutat de Barcelona

Lo que Vilanova, historiador de lo contemporáneo, ha cosechado como material documental antes de sentarse frente a la máquina de escribir es, ya por sí solo, monumental. Están ahí hasta desde los comunicados secretos del mando militar sobre cómo encarar la entrada en la ciudad, que se temía cruenta, hasta las facturas de todas y cada una de las celebraciones que organizó la nueva autoridad, eso sí, siempre a cargo de las arcas municipales, donde, por cierto, el último alcalde republicano, Hilari Salvadó, tuvo la integridad ética de dejar dentro de la caja de caudales lo que colectivamente era de los ciudadanos, entre otras cosas algunos lingotes de oro.

Con aquel dinero se pagó la celebración del 21 de febrero, que no es el objeto principal del libro, pero que resulta de muy interesante lectura porque en cada aniversario de la caída de Barcelona se suele poner el foco sobre la jornada del 26 de enero, fecha de la entrada de las tropas franquistas en la ciudad, y se eclipsa así la manera en que Franco quiso representar cara a los barceloneses, al resto de España y al mundo su victoria, con los apellidos más ilustres de Barcelona brazo en alto en los balcones de las fincas situadas en la avenida de la Diagonal, entre las calles de Tuset y Balmes.

Los balcones de la Diagonal, entre Balmes y Tuset, en lo que simbólicamente se representó el retorno de viejo orden local.

Los balcones de la Diagonal, entre Balmes y Rambla de Catalunya, en lo que simbólicamente se representó el retorno de viejo orden local. / AFB / Pérez de Rozas

Subraya Vilanova en la necesidad de contextualizar el momento. Barcelona era, tras su rendición, una ciudad sin apenas cimientos falangistas sobre los que el nuevo régimen pudiera edificar un poder local. Tampoco quería Franco que Juan Yagüe, el general que con su fama de carnicero había desencadenado la gran huida hacia Francia, se hiciera dueño y señor de Catalunya como Gonzalo Queipo del Llano logró en Andalucía. Con estos condicionantes debería extrañar menos, sostiene el autor, que los balcones de la Diagonal estuvieran copados por apellidos de antes del golpe, de entonces y todavía de hoy, gentes que en los peor de la guerra, explica con gracia Vilanova, cuando sus propiedades y empresas habían sido colectivizadas, a lo mejor hasta temieron terminar de taxistas en París. La retaguardia barcelonesa, como se sabe, sirvió de inspiración a George Orwell, que la sufrió y le desconcertó, para sacar de imprenta en 1945 ‘Rebelión en la granja, así que los del balcón eran, a su manera, trasuntos de Howard Jones, el granjero al que echan de su finca los animales. La habían recuperado.

“Destacaban algunos prohombres y profesionales notables, como el arquitecto Adolf Florensa; Fernando Rosal Catarineu, cuñado del exdirigente de la Lliga y mano derecha de Francesc Cambó; Joan Ventosa Clavell; el jurista Antonio M. Simarro, futuro presidente de la Diputación provincial…”. No se deja Vilanova ni a uno de los invitados. Muy poco representante de la Iglesia había allí, y sí, por el contario, una oportunidad a pie de calle de “ver con toda precisión la jerarquía del nuevo poder”. Batlló, Godó, Güell, Sagnier, Raventós, Salisachs, Montoliu, Riviere, Vidal Ribas…

Miguel Mateu, alcalde de Barcelona entre 1939 y 1945, durante el discurso en el que agradeció a Franco que liberara Barcelona de la "horda marxista" y de quienes no aman ni a Dios ni a la patria.

Miguel Mateu, alcalde de Barcelona entre 1939 y 1945, durante el discurso en el que agradeció a Franco que liberara Barcelona de la "horda marxista" y de quiiene no aman ni a Dios ni a la patria. / AFB / Pérez de Rozas

Los balcones que hicieron las veces de palco de autoridades eran 10 y, claro, tenía su significado estar en uno o en otro. Miguel Mateu, por ejemplo, estaba justo a la derecha de Franco. No solo fue el primer alcalde franquista de la ciudad, o sea, durante los años de la más brutal represión, sino que, además de presidente de la Caja de Pensiones durante 32 años y presidente de Fomento del Trabajo Nacional durante 20, fue, eso se cuenta, amigo personal de Franco, algo de lo que pocos podían presumir. A lo mejor influyó en ello el hecho de que fuera sobrino de Enrique Pla, el cardenal que bautizó el golpe de Estado como una “cruzada”, una expresión que no solo hizo fortuna, sino que sirvió para justificar todos los crímenes que se cometieron en su nombre.

A diferencia de lo que durante la Segunda Guerra Mundial hizo el nazismo, que hasta documentó con fotografías su barbarie, el franquismo fue cauteloso y no dejó apenas rastro en ese sentido, pero de su inhumanidad dan fe, eso sí, algunas de las locuciones que se conservan, como esta de José Bonet del Río, segundo teniente de alcalde de Barcelona en el primer cartapacio de Mateu: “Hay que aniquilar a los que, incapaces de ser convencidos a nuestros ideales y haber manchado sus manos con la mácula del delito, son indignos de vivir con nosotros, porque forzosamente han de ser siempre enemigos de la paz sonriente y benefactora que ha de reinar entre nosotros”.

Tres soldados del Regimiento de Caballería Numancia posan en el Camp de la Bota y, tras ellos, el paredón, del que los ajusticiados caían directamente sobre el mar.

Tres soldados del Regimiento de Caballería Numancia posan en el Camp de la Bota y, tras ellos, el paredón, del que los ajusticiados caían directamente sobre el mar. / Arxiu Municipal Districte de Sant Martí

No anda escaso el libro de Vilanova de ese ‘selfie’ que el franquismo hacía de sí mismo a través de tan atroces declaraciones, pero, lo dicho, más llamativo es aún el yacimiento de documentos y fotografías nunca o muy poco positivadas que aporta el autor llegada la hora de realizar una minuciosa crónica del primer trimestre de 1939. Están ahí las escenas de los saqueos a los almacenes de comida que atesoraba el último poder republicano y que toleró con indiferencia la soldadesca franquista. Llama la atención, por inédita, la fotografía que José Luis Demaría López ‘Campúa’ hecha desde el mismo balcón del Palau de la Generalitat, en la posan el general Yagüe y el coronel Barroso, que tiene su gracia porque al fondo de la imagen se ve el escaparate de la camisería Deulofeu y, según cuenta la anécdota, cuando Josep Tarradellas regresó del exilio y se asomó al mismo balcón expresó su sorpresa y admiración porque después de más de 40 años la tienda seguía ahí. Ya no, por cierto.

Es tanto el material que aporta el libro, y tan bien contextualizado, que no es fácil despuntar una imagen por encima de otra, pero puestos a elegir una, aunque sea muy subjetivamente, llama la atención la que con la firma de la agencia Efe ilustra la página 92. Está fechada en la tarde del día 26 de enero. Rodeada de gente expectante, en el centro de la imagen hay una camioneta con grandes altavoces en su techo. Recuerda en parte una escena de la película ‘Casablanca’ que suele ser pasada por alto y que está cargada de significado, aquella en la que una furgoneta anuncia por megafonía la inminente entrada de las tropas alemanas en París. Así se entra cuando la rendición es absoluta. Se encontraron las columnas de Yagüe y Solchaga en el centro de la ciudad sin apenas resistencia. Era un jueves. Tan fácil fue todo que las cautelas iniciales se evaporaron y de inmediato se organizaron tres multitudinarias misas consecutivas, viernes, sábado y domingo, en la plaza de Catalunya, y el lunes todo el mundo a sus puestos de trabajo, no para laborar, sino para examinar caso por caso si tenían que ser purgados.

El Cristo de Lepanto es sacado en procesión por la plaza de Catalunya.

El Cristo de Lepanto es sacado en procesión por la plaza de Catalunya. / AFC / Pérez de Rozas

Hace 84 años, en resumen, Franco almorzó huevos Imperio en Barcelona. Era la primera vez que visitaba la ciudad. No hay consenso sobre cuántas veces más regresó. ¿15 más? La última ocasión fue en junio de 1970. Habían pasado 31 años y, en cierto modo, no se había movido ni un ápice ideológicamente de lo que dijo aquel 21 de febrero de 1939: “Catalanes, no olvidéis nunca que por la redención de esta quería tierra entregó España su mejor tesos, la sangre generosa de su juventud”. Y 189 ilustres catalanes le aplaudieron por ello.