Tesoros ocultos del Eixample

Una cerámica del XIX rememora la figura del 'sobacráneos' Marià Cubí

Barcelona dedicó en 1907 una calle al apóstol local de la frenología, que como un Tom Cruise en 'Minority report' se creía capaz de anticipar los crímenes antes de que sucedieran

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A1-162968131.jpg / MANU MITRU

Carles Cols

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En 1907, impermeable como siempre a la lluvia del sentido común, Barcelona decidió dedicarle una calle a alguien a quien en vida la prensa, y con razón, tachó de “charlatán”, “farsante” y, en catalán, “papadiners”, palabra esta desuso, pero que en el siglo XIX era todo un insulto, traducible como sacacuartos. Fue objeto de burla por parte de Menéndez Pelayo y Bretón de los Herreros, y a él se enfrentó en la escena pública, casi transmutado en inquisidor, el propio Jaume Balmes. Con todo, lo más acertado que se dijo de este personaje que aún conserva su calle en la zona alta de la ciudad, vino del otro lado de los Pirineos. Para los franceses, Marià Cubí Soler (1801-1875) era simplemente un “sobacráneos”, ajustadísima definición, pues la pseudociencia que en vida trató de propagar, la frenología, consistía esencialmente en eso, en manosear la cabeza de la gente y deducir de sus formas la tendencia del paciente a las artes, al amor o, sobre todo, al delito.

¿A qué viene ahora esta necesidad de abrir una ventana para contemplar el más risible pasado decimonónico barcelonés, en el que Cubí recorría Catalunya midiendo cabezas de personajes ilustres, de delincuentes y (una de sus fijaciones) de imbéciles? A un feliz hallazgo. Víctor Gómez, anticuario de lo insólito, tiene entre sus manos nada menos que una cerámica original de aquellas que, con las precisas instrucciones de Cubí, se cocieron en 1845 en la fábrica de cerámicas que Carlos Pickman fundó en la isla de la Cartuja de Sevilla. Son en realidad tan grotescas, con esas anotaciones que señalan en una cabeza dónde radican los más bajos instintos y las virtudes de cada cual, que pasado un siglo y medio sus copias han terminado por convertirse en un objeto de decoración que hasta se vendía en Vinçon, pero esta, que Gómez exhibe en la fotografía junto a la réplica de un craneómotro, es una exquisita antigüedad.

El mapa craneal, tal cual lo cartografió Mariano Cubí.

El mapa craneal, tal cual lo cartografió Mariano Cubí. / MANU MITRU

No podía estar en otras manos. En esa suerte de ‘wunderkammer’ que tiene Gómez al noroeste del Eixample (no muy lejos, por cierto, del piso de la calle Diputació donde murió Cubí se supone, luego verán por qué, rodeado de cráneos) han estado otras piezas que por hache o por be han sido en el pasado reciente objeto de entusiastas crónicas en estas páginas: el misterioso cuadro de una lady anatomista, un gorila disecado que Ava Gardner (¡ufff!) acarició en una de sus estancias en Barcelona, el primer y lujoso libro de fichas policiales de España, de 1895, las figuras desahuciadas del Museu de Cera de la ciudad, un cabezón de cartón piedra por el que Jordi Pujol perdió políticamente la cabeza en una etapa de su vida…

La testa de cerámica, notablemente bien conservada, no tiene precio, más que nada porque no está a la venta. Forma parte de la colección particular de este anticuario, pues igual que la bomba Orsini que, aunque minúscula, ustedes pueden descubrir en la estantería en la fotografía que viene a continuación, es una pieza del puzle de la siempre loca historia de esta ciudad. Es normal, Víctor, cogerles cariño.

Víctor Gómez y la cabeza, desde otra perspectiva y, sobre todo, al fondo, un bomba Orsini, por supuesto ya desactivada.

Víctor Gómez y la cabeza, desde otra perspectiva y, sobre todo, al fondo, un bomba Orsini, por supuesto ya desactivada. / MANU MITRU

Que las calles de Marià Cubí y Balmes se entrecrucen es algo que en el siglo XIX, cuando ambos se las tuvieron en público, habría provocado grandes risas. Tan conocido era entonces el filósofo, teólogo y carlista Balmes (un tipo “infantil”, según Unamuno, “una especie de escocés de quinta mano”), como Cubí, pero este último lo era porque representaba a la perfección las más osadas (y desacertadas, vistas con la perspectiva del tiempo) teorías científicas del siglo XX, esos tiempos en que se llegó a sostener, de la mano de criminólogos como Cesare Lombroso, que no hay delitos, que lo que hay es delincuentes natos, así que basta dar con un método de identificación incuestionable y ponerlos en cuarentena o directamente en la cárcel.

Cubí, a través de la frenología que conoció durante la etapa de su vida que vivió en Estados Unidos, pretendió dedicarse precisamente a eso. Al otro lado del Atlántico visitó decenas de presidios para medir centenares de cabezas. Luego hizo lo mismo en España. Era, en la práctica un apóstol de las enseñanzas del anatomista alemán Franz Joseph Gall, otro que tal. Coleccionaba cráneos de reos ajusticiados porque con su posterior estudio se veía capaz de prevenir el crimen más o menos como un ‘avant la lettre’ Tom Cruise en ‘Minority report’. Lo que no se le puede negar a Gall es el ser consecuente con sus ideas, pues antes de morir dejó por escrito las instrucciones para que la mitad superior de su cráneo fuera cortada e incorporada a la colección de frontales, parietales y occipitales que recibió en herencia su viuda. La suya, sostenía él, era “una cabeza en extremo filosófica”, nada que ver con la de aquellos maleantes que con solo palparles las protuberancias craneales, decía, se podría saber qué artículos del código penal quebrantarían.

Que aquello era una burrada es evidente hoy, pero también entonces. Bretón de los Herreros, antes citado, le dedicó una sarcástica obra en un único acto a Cubí, titulada ‘Frenología y magnetismo’, en la que un personaje echa de su casa a un hombre porque intuye en él una cabeza de ladrón, cuando lo único que le pasa es que le ha salido un chichón. Joyas documentales como esta, y otras antes citadas, forman parte de un formidable artículo científico publicado en 2014 por los neurólogos García-Albea, José y Esteban, y parecerán ridiculizaciones extremas de la figura pública que fue Cubí, pero es que realmente él alimentó esa fama.

Contaba el gran frenólogo catalán que en una ocasión, con motivo de la preparación del molde de la famosa cabeza de cerámica, advirtió al mismísimo Carlos Pickman que tuviera cuidado con el portero de la fábrica, pues cabeza que veía, cabeza que medía, y en aquella vio una preocupante ondulación en la zona de la destructividad. “¡Qué oráculo fue usted respecto a mi portero!”, le contó Pickman cuando tiempo después se reencontraron. “Ya se halla en presidio”, le explicó. Al parecer, en una inquietante profecía autocumplida, quién sabe si porque Pickman quiso echarle aún sin haber hecho nada, intentó dispararle.

La frenología tiene hoy la misma credibilidad científica que la sanación con cristales o la homeopatía (cuyo inventor, otro ‘papadiners’, Samuel Hahnemann, también tiene dedicada en Barcelona una porción de espacio público, ¿qué será lo próximo, una calle a Uri Geller?), pero con estas cosas nunca se sabe, a lo mejor, como se dice de los jesuitas, siempre vuelve. Por si eso pasa, ya tenemos calle y una pieza de anticuario.