Opinión
El espejismo de la inmigración por puntos
Las experiencias de países como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y el Reino Unido demuesrtran que este modelo está lejos de ser una fórmula mágica, pues refleja con frecuencia una determinada visión política de la «persona deseable» más que una necesidad objetiva del mercado laboral

Imagen de archivo de unos temporeros trabajando en el campo. / EFE/MIGUEL VAZQUEZ
Alberto Núñez Feijóo, presidente del Partido Popular (PP), ha señalado que «el debate no debe ser sí o no a la inmigración, sino cuánta y con qué objetivo». Estas declaraciones se alinean con su reciente propuesta de un «visado por puntos» para atraer a personas migrantes que «quieren trabajar» en los sectores donde hay falta de mano de obra y que, además, «conocen mejor» la cultura española y «tienen mayor» capacidad de integración. La iniciativa reabre el debate sobre si España puede gestionar la inmigración mediante un sistema de puntos al estilo anglosajón, como parte de un programa más amplio de política migratoria.
El modelo al que alude el líder del PP tiene sus raíces en Canadá a finales de la década de 1960, cuando el país buscaba migrantes económicos para sustentar su crecimiento. Posteriormente, Australia (1988), Nueva Zelanda (1991) y, más recientemente, el Reino Unido (2008/2021) adoptaron versiones propias, adaptadas a sus mercados laborales y su demografía. En todas ellas, la lógica fue la misma: sustituir criterios políticos o familiares por un procedimiento administrativo transparente, basado en las características individuales de las personas. En general, estos sistemas otorgan puntuaciones por edad, nivel educativo, experiencia laboral, dominio del idioma del país de destino y, en algunos casos, oferta de empleo o capacidad de inversión.
Sin embargo, las experiencias de esos países muestran que los sistemas por puntos están lejos de ser una fórmula mágica. Canadá priorizó el capital humano, otorgando peso a la educación y al idioma, pero dejando de lado la experiencia laboral. Australia optó por una visión más pragmática, orientada a cubrir vacantes inmediatas, mientras que Nueva Zelanda, al igual que el Reino Unido, trató de equilibrar, en cierta medida, ambos objetivos.
Idéntico dilema
Pese a las diferencias, estos casos comparten un mismo dilema: las personas migrantes seleccionadas, aunque altamente cualificadas, suelen experimentar sobreeducación y, con frecuencia, enfrentan dificultades para insertarse en el mercado laboral de destino. Esto resulta evidente en el caso canadiense, donde, de acuerdo con la oficina de estadísticas del país, entre el 40% y el 50% de las personas migrantes con título universitario están sobreeducadas para el puesto de trabajo que desempeñan.
El debate no es solo técnico. Estos sistemas reflejan, con frecuencia, una determinada visión política de la «persona migrante deseable» más que una necesidad objetiva del mercado laboral. Al valorar de manera desproporcionada la educación, el idioma o la juventud, los sistemas por puntos pueden excluir, por ejemplo, a mujeres con trayectorias laborales interrumpidas, a personas procedentes de países en desarrollo y a personal de sectores de baja cualificación. Se construye así una frontera moral entre quienes son considerados útiles y quienes resultan prescindibles, olvidando que el funcionamiento de las economías modernas depende también, y sobre todo, de los empleos menos prestigiosos: hostelería, cuidados, agricultura.
Es por ello que aplicar un modelo similar en España, con un mercado laboral caracterizado por salarios bajos y una temporalidad todavía elevada, plantea varios interrogantes. Un sistema de puntos podría facilitar la llegada de personal cualificado en áreas estratégicas (como la sanidad o la tecnología), pero difícilmente cubriría los déficits en sectores como el turismo, la agricultura o la atención a personas mayores, que son precisamente aquellos con mayor escasez de mano de obra. En esos ámbitos, los incentivos no dependen tanto de la selección de talento extranjero como de las condiciones laborales y salariales ofrecidas. Si los empleos disponibles son de baja remuneración, atraer profesionales de la ingeniería no resolverá la falta de personal en hostelería o en cuidados.
Además, la experiencia internacional muestra que estos sistemas requieren una administración sofisticada, una evaluación continua de resultados y una coordinación entre política migratoria y política de empleo. Ni Canadá ni Australia han conseguido eliminar el desajuste entre las habilidades de las personas migrantes y las necesidades del mercado, a pesar de llevar décadas intentándolo. En un país como España, donde la gestión migratoria se comparte con la Unión Europea y donde la demanda de trabajo es volátil, los márgenes de adaptación serían más limitados.
Institucionalizar un sesgo
Desde un punto de vista ético, la cuestión va más allá de la eficiencia. Seleccionar a las personas migrantes mediante puntuaciones implica jerarquizar individuos según su valor económico, trasladando al terreno migratorio una lógica de mercado que reduce la movilidad humana a una transacción de productividad. En otras palabras, supone institucionalizar un sesgo contra quienes más podrían beneficiarse de emigrar.
En definitiva, la inmigración por puntos es un instrumento técnico con cierta racionalidad, pero no un atajo milagroso. Puede servir para ordenar la entrada de profesionales cualificados, pero no resolverá la escasez de mano de obra en sectores donde las personas españolas, y las migrantes ya residentes o nacionalizadas, rehúsan emplearse por las malas condiciones. Antes de importar el modelo canadiense, convendría recordar que España no es Canadá: ni su geografía, ni su estructura productiva, ni su marco europeo lo permiten. Más que una cuestión de puntos, la política migratoria española debería ser una cuestión de coherencia: atraer y cuidar a quienes son realmente esenciales para la sostenibilidad económica y social del día a día.
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