Conflicto con los acreedores

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EDITORIAL | Celsa y la economía productiva

Que miles de puestos de empleo estén en peligro por la lógica inversora de una determinada tipología de fondos podrá ser legal, pero no es legítimo

Celsa es una empresa excepcional desde múltiples puntos de vista: es la primera industria privada de Catalunya y líder del sector siderúrgico en España y en Europa, es una empresa familiar con vocación de internacionalización, de innovación (es nuclear en el ciclo de la economía circular ligada a la siderurgia que no cerró ni un día durante la pandemia) y con una más que probada tradición de concertación con los trabajadores. Cuando las sucesivas crisis (de la pandemia primero, logística y de suministros después, y ahora por la guerra de Ucrania) nos recuerdan la necesidad de acercar los centros de producción y de cuidar el tejido industrial que sobrevivió a las deslocalizaciones de décadas anteriores, la noticia de un gigante industrial que, pese a contar con el apoyo del Estado y de los principales bancos locales además de los sindicatos, puede ir a la quiebra por la falta de acuerdo con algunos fondos meramente financieros merece especial interés. Estamos ante un conflicto concreto sobre la renegociación de una deuda, sí, pero también, de manera simbólica, ante el choque entre economía industrial y economía financiera. Que miles de puestos de empleo, 4.500 en España y 9.000 en la UE, estén en peligro por la lógica inversora de una determinada tipología de fondos podrá ser legal, pero no es legítimo. Las consecuencias de la falta de acuerdo entre los propietarios y algunos acreedores, necesario para recibir la inyección de 550 millones del Estado, serían tan graves que debe imponerse la lógica y la disposición de hacer importantes cesiones para asegurar la continuidad de la compañía.

El plan de viabilidad requiere que todos los acreedores acepten renunciar a casi mil millones de la deuda y algunos como Deutsche Bank, Goldman Sachs y los fondos SVP y Cross Ocean no quieren reconocer su cuota de error. Las principales discrepancias se dan entre el reparto posterior del valor de la compañía. Los tenedores de la deuda sostienen que lo que pide la familia Rubiralta, propietaria, es «incoherente», desde el punto de vista financiero, y que la deuda ha permitido a la empresa seguir funcionando. Pero hay que recordar que compraron dicha deuda en el mercado secundario con importantes quitas (de hasta el 80%) en 2010. Ambas partes se han movido desde sus posiciones iniciales, aunque de manera insuficiente. Y tienen menos de dos semanas para cerrar un pacto, porque el 30 de junio es la fecha límite tras la cual la Comisión Europea dejará de conceder las ayudas empresariales por el covid. En julio el escenario cambiaría, pues la compañía estaría abocada al concurso de acreedores.

Las presiones para no llegar a esta situación límite vienen de todos los frentes. Desde el mundo económico, tanto la patronal catalana Foment como los sindicatos UGT y CCOO han reclamado la necesidad del acuerdo; también desde el mundo político, con llamamientos por parte de la Generalitat de Catalunya y los gobiernos de Cantabria, Euskadi y Galicia (donde tienen fábricas). Significativas han sido también la llamada del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al presidente de Deustche Bank, y la reunión entre la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, y el ‘conseller’ de Economia, Jaume Giró. Si hemos de hacer caso a las declaraciones de acreedores y propietarios, todos quieren que la inyección de la SEPI salga adelante. Por lo tanto, el acuerdo es obligado. Sería un sinsentido abocar a la quiebra a una compañía que puede ser viable. Y un mensaje nefasto para el futuro de nuestro modelo industrial.