En concreto

Las reformas de Ravel

Jordi Sevilla

Jordi Sevilla / Foto cedida

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Se ha insistido mucho, y con razón, en que el acceso a los nuevos fondos europeos de reconstrucción no es un rescate y, por tanto, no está

sujeto a un Memorándum de Entendimiento. Sin embargo, la Comisión insiste en que hacer caso a las recomendaciones que nos viene haciendo

desde hace años ayudaría al proceso de reformas que se pretende impulsar con los mismos. En especial, Bruselas se centra en el sistema

de pensiones, junto a la del mercado laboral y a las regulaciones autonómicas dispares que pueden obstaculizar la libertad económica interior.

Veamos el estado de la cuestión en los tres asuntos.

Después de meses de intenso trabajo y delicadas negociaciones, a finales del pasado mes de octubre los grupos parlamentarios reunidos

en el Pacto de Toledo sobre el futuro de las pensiones públicas comunicaron que habían alcanzado un consenso sobre dos puntos esenciales:

aproximar la edad real de jubilación a la legal y separar las fuentes de financiación de la Seguridad Social dedicando las cotizaciones

para pagar pensiones contributivas y el resto (bonificaciones, pensiones no contributivas…) financiarlo con impuestos generales.

Una buena noticia, si no fuera porque ambos puntos estaban ya incluidos en el Acuerdo que dio origen al Pacto de Toledo en abril de 1995.

Si, hemos necesitado 25 años para llegar al mismo compromiso sobre lo que hacer, es decir, 25 años en los que no hemos hecho aquello que dijimos

que debíamos hacer para asegurar la viabilidad del sistema de pensiones que afecta a casi nueve millones de ciudadanos.

Hay acuerdo, esta vez, entre los socios de Gobierno respecto a la reforma laboral. Tras un pomposo «derogaremos la reforma laboral»

(¿toda? ¿las 75 páginas de BOE que la recogen?) impuesta por la mayoría absoluta popular en plena recesión de 2012, se concreta el pacto reduciéndolo a aquellos aspectos más lesivos: derogar la supremacía del convenio de empresa, recuperar la llamada ultraactividad de los convenios

cuando no hay acuerdo para su renovación y legislar la subcontratación para evitar abusos. Curiosamente, los mismos aspectos que se incluyeron en el Acuerdo entre PSOE y Ciudadanos en febrero de 2016 para aquella investidura de Sánchez que Iglesias boicoteó. A pesar de suponerse una amplia mayoría parlamentaria a favor, todavía no se ha aprobado la revisión de la reforma laboral de Rajoy y el asunto ha reabierto grietas en el seno del propio

Gobierno.

El último aspecto es más curioso de analizar por cuanto en 2013 ya se aprobó una Ley de «garantía de la unidad de mercado» que obligó,

ante los recursos autonómicos, a una sentencia del Constitucional en 2017 en la que se concluía que la unidad de mercado no viene dada como

realidad preexistente. Por tanto, no hay que preservarla, sino que debe conseguirse mediante lo que llama garantías dinámicas y estructurales.

Entre ellas, la intervención de la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia que ya lleva casi 400 actuaciones desde la aprobación de la ley, sin que se haya analizado la eficiencia de las mismas.

Estamos ante tres formas de abordar las reformas consideradas importantes y necesarias. En la primera, se conoce muy bien lo que hay que hacer y los riesgos de no hacerlo. Sabemos qué hacer e incluso hay amplio consenso implícito sobre cómo hacerlo. Pero a pesar de ello, no se hace, porque no se está dispuesto a asumir los costes sociales en forma de protestas que pueden romper la unión entre los partidos políticos para ser aprovechado contra el Gobierno de turno, por quien esté en la oposición en ese momento.

En el segundo modelo, no hay consenso suficiente sobre lo que debemos hacer. Es evidente que una parte de la Cámara quiere retocar la reforma

laboral de 2012, otra parte importante, no hacerlo y no es fácil alcanzar un gran acuerdo político sobre un asunto que se ha convertido en identitario. En este caso, buscar el acuerdo de los interlocutores sociales es una forma de esquivar el problema, aunque no necesariamente de empantanarlo. Desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980, ha habido más de diez reformas laborales de calado, muchas de las cuales impulsadas desde el acuerdo entre patronal y sindicatos.

El tercer modelo es aquel en el que la reforma se aprueba, pero no se aplica o, en su caso, no se evalúa su impacto y eficiencia. El BOE está lleno de buenas intenciones incumplidas. Yo mismo conseguí aprobar la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público tras muchos intentos fallidos de mis predecesores en el ministerio y, quince años más tarde, sigue sin desarrollar, es decir, sin aplicar, pese a ser una pieza clave de esa reforma integral de las administraciones que todo el mundo considera imprescindible desde hace décadas y que nadie ha hecho integra, todavía.

Hubo una época en que los expertos coincidían en el catálogo de reformas estructurales que debían impulsarse en la economía española para aprovechar mejor las oportunidades abiertas por el mercado único, el euro o la globalización. Era cuando todos los partidos llevaban en sus programas electorales la mayoría de esas reformas, las exigían si estaban en la oposición y se olvidaban de ellas cuando llegaban al gobierno.

También entonces, al parecer, era más importante hacer lo que exigían los aliados parlamentarios a cambio de sus votos de apoyo (¿Recuerdan que Aznar cedió el 30% del IRPF a las autonomías en 1996 por exigencia de Pujol, después de haber criticado duramente la cesión del 15% que hizo González tres años antes, a cambio de los mismos apoyos?).

La vida social y política es una dinámica de presiones entre intereses y opiniones contrapuestas. Resulta más fácil hacer aquellas reformas que vienen incentivadas por mucho dinero público, como las del Next Generation UE que persiguen acelerar el cambio verde y digital. También es más fácil si vienen impuestas «desde fuera» y sus objetivos son ampliamente apoyados por una mayoría capaz de contrarrestar a la minoría de perdedores que toda reforma conlleva. Ese fue el caso de nuestro ingreso en la Comunidad Europea en 1986, sin duda, el mayor esfuerzo reformista realizado por la sociedad española en dos siglos o, con menor apoyo social, los recortes disfrazados de reformas durante el rescate de 2011, este sí, con hombres de negro.

Si no hay estímulos económicos, ni imposición externa, entonces es imprescindible que haya voluntad política fuerte para consensuar mayorías transversales capaces de vencer las resistencias de quienes pierden privilegios con las reformas y asegurar, además, la necesaria continuidad a las mismas. Sin eso, los cambios esenciales se estancan y todo queda en la repetición, de forma machacona, de un sonsonete vacío. Como aquello de oppero menos agradable al oído y al espíritu. Entonces, la reforma política es la que pasa a ser la prioritaria

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