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Confianza y buenas maneras

ESTHER SÁNCHEZ

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Qué hacéis? ¿Así se está bien?»… «No me toques los cojones, que acabo de sentarme». Una escena que para algunos será familiar. Un diálogo entre un mando intermedio, que recrimina a un trabajador porque no trabaja, y un subordinado que manifiesta su disconformidad ante el toque de atención.

En realidad es un fragmento de un conflicto recientemente enjuiciado en Catalunya. Por su respuesta, el trabajador recibió una sanción de 16 días de suspensión de empleo y sueldo. Tras el juicio en instancia, que confirmó la decisión de la empresa, el trabajador demandó en suplicación. El Tribunal Superior de Justicia confirmó la sanción. Sería interesante conocer qué le ha costado al erario público este conflicto. No quiero con ello introducir un debate economicista sobre la administración de Justicia. Ni tampoco negar o cuestionar el derecho que tiene todo ciudadano a defender sus derechos legítimos ante los tribunales. Mi reflexión se limita a plantear la cuestión de cómo y por qué un conflicto como este escala hasta judicializarse y llegar a una de las máximas instancias en el ámbito laboral. Las ofensas verbales y físicas ocupan el cuarto puesto dentro de las causas de despido disciplinario y representan aproximadamente el 7'2% del total de sentencias que sobre esta temática se han publicado en lo que va de año. Por encima, aparecen el abuso de confianza, la falta de asistencia o puntualidad y la indisciplina o desobediencia. En la mayor parte de los casos, se ha acabado declarando la improcedencia, bien porque la empresa no ha logrado acreditar los hechos, bien porque una vez probados, los jueces han estimado que no eran suficientemente graves para justificar el despido. Pero más allá de tecnicismos jurídicos, estos datos nos demuestran que hay algo que no está funcionando adecuadamente en las empresas.

La sentencia que resolvió este caso afirmaba: «la empresa en cuanto entidad con vocación de permanencia, únicamente puede ofrecer los rendimientos que en lo económico-social determinan su nacimiento, si se da la imprescindible armonía entre las personas que la forman». Dando por válida esta premisa, y aunque la justicia en este caso le dio la razón a la empresa, ¿no debería el mando intermedio haber gestionado de otra manera la recriminación que dirigió al trabajador? ¿Y más allá de sancionarlo, no debería indagar en todo lo que se escondía o se adivina tras la reacción airada del mismo? Las cosas no pasan por azar y no suelen obedecer a una única causa. Si la armonía es un factor esencial para la actividad productiva, ¿no deberían las empresas adoptar técnicas para favorecerla y promoverla al igual que otros factores que normalmente merecen mayor atención? ¿Y no deberían establecerse antes y después del despido, o de cualquier otra sanción, sistemas de comunicación y mediación entre las personas implicadas y la dirección? Quizás así entenderíamos mejor por qué pasan las cosas, ganaríamos en confianza y evitaríamos todos los costes personales y económicos que supone externalizar en los tribunales la solución de los conflictos de relación.