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Ley, cultura y teoría de la evolución

ESTHER SÁNCHEZ

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«La observancia del precepto de santificar las fiestas es un deber de cuyo cumplimiento no cabe prescindir en manera alguna. Los sentimientos religiosos que nuestra existencia nacional atesora no permiten que España sea en este punto excepción lastimosa respecto a otros países». Así iniciaba su texto la real orden de 26 de marzo de 1884, que establecía la obligación de descansar los domingos en las obras públicas y que en 1904 fue elevada a rango de ley: «Queda prohibido en domingo el trabajo material por cuenta ajena y el que se efectúe con publicidad por cuenta propia».

Nuestra actual normativa, tras el baño de modernidad de la transición y aún renqueante tras el revolcón de la globalización, reconoce que «los trabajadores tendrán derecho a un descanso mínimo semanal que como regla general, comprenderá la tarde del sábado o, en su caso, la mañana del lunes y el día completo del domingo».

La lectura de este artículo siempre me ha dejado estupefacta. ¿Debe, nada más y nada menos que una ley, especificar con exactitud los días en que debe realizarse el descanso semanal?

Está claro que este tipo de imposición ordena los flujos sociales, orden que debe ser considerado por nuestros gobernantes como un interés público del más alto nivel. Solo así cabe entender esta intromisión del legislador en la esfera privada de los ciudadanos y de las empresas.

No negaremos la necesidad de cierto orden, mejor sincronización, entre los tiempos de trabajo, para hacer posible la conciliación de los tiempos de vida. Pero la pregunta es si todo ello se consigue con una previsión puntual en una ley, que se pierde en el detalle del cuándo en perjuicio del impacto del qué y del cómo.

Algunos dirán que ésta es una reliquia normativa «que siempre ha estado ahí», que en realidad no molesta y que actualmente está desprovista de connotaciones religiosas: no se impone la fiesta el domingo para que los ciudadanos acudan a misa. «Es solo una tradición».

Frente a este conservacionismo, sin embargo, reivindico la evolución. Porque la ley confunde la velocidad con el tocino y equipara lo que no es equiparable. Lo importante es que se reconozca el derecho a un descanso de día y medio semanal y no que se blinde legalmente el domingo como período obligado de descanso. En segundo lugar, porque ordena «desde el imperio de la ley» y desde una razón cultural que deriva de un mandato religioso, que si fuéramos más diestros en el arte de interpretar, veríamos que realmente no impone el descanso «al séptimo día», sino como recompensa al trabajo que se ha realizado con éxito, acabe el día que acabe. En todo caso en el terreno de lo religioso, porque dificulta que los miembros de confesiones religiosas diferentes a la católica puedan ejercer sus derechos de culto.

Y en definitiva, porque rigidifica sin necesidad, provocando una tradición poco permeable a la innovación y a la flexibilidad buena en la gestión de los usos del tiempo, algo que es absolutamente imprescindible si queremos conseguir realmente la conciliación.