análisis
El discurso posventa
Esther Sánchez
Manager de Recursos Humanos y Profesora de Derecho del Trabajo. Analista de Agenda Pública.
esther sánchez
Hace meses, Europa clamaba por una reforma laboral en España. Es pronto para valorar hasta qué punto Europa se beneficiará con ella, aunque sí puede avanzarse que no nos ha acercado mucho a la Europa a la que deberíamos parecernos.
Y es un tanto paradójico que, cuando hemos estado años maniatados por el debate sobre la supuesta necesidad de abaratar el coste del despido, ahora, cinco días después de que el Congreso haya aprobado la reforma, dejemos de hablar de cantidades y se inicie el debate cualitativo: desde Oslo llegan voces que apuntan a la formación como verdadero revulsivo de nuestro mercado de trabajo.
El 22 de noviembre del 2006, la Comisión Europea publicó un libro verde titulado Modernizar el derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI, que para muchos fue la primera manifestación institucional de lo que se ha llamado flexiseguridad.
La flexiseguridad no es poder despedir más facilmente y de forma más económica. Ni tampoco gozar de mayor flexibilidad interna a cambio de pinceladas de conciliación. No es, en definitiva, mercantilizar más el trabajo o subordinarlo al dictado del mercado, con o sin mejoras en las prestaciones de desempleo.
La flexiseguridad es un sistema, un conjunto de reglas o principios racionalmente enlazados entre sí que contribuyen ordenadamente a un determinado fin.
La premisa sobre la que se asienta este sistema es que el trabajador es una persona y que debe ser ocupable. Es por ello, que como prerrequisito desde el que construir reglas de flexibilidad contractual, es preciso, reforzar el respeto de los derechos del trabajador como ciudadano, los llamados derechos fundamentales. Es preciso que exista un entramado de agentes públicos y privados que desarrollen a la perfección la tarea de intermediación en el mercado de trabajo. Y que los trabajadores se formen a lo largo de su vida de manera acertada y focalizada.
Si nos centramos solo en este último aspecto: la formación no es solo conocimiento técnico, sino también valores, habilidades y competencias. No es una titulación universitaria, ni un documento oficial. Es educación y adiestramiento en un contexto dinámico, de aprendizaje activo y en el marco del ciclo vital.
¿Y es algo que deba interpelar solo a los trabajadores? Radicalmente no.
Es por ello que sancionar a los desempleados que no acepten una oferta formativa a los 30 días de estar cobrando el paro, más allá de tener un potencial beneficio para las arcas públicas, no es ahora una medida acertada. Y es por ello, igualmente, que las propuestas buenistas para que las empresas promuevan acciones formativas en los supuestos de suspensión del contrato, de reducción de la jornada, o en el marco de un ERE, aparecen como una caricatura del modelo alemán.
Las familias forman, por lo que impedirles esta labor con políticas erráticas y ineficaces de conciliación, afecta al sistema.
Los poderes públicos forman, de manera que si no modernizan métodos y contenidos y se ajustan a la realidad o dan recursos para la realidad del futuro, afectan al sistema.
Las instituciones educativas públicas y privadas forman, por lo que si no diversifican para reducir el lastre del fracaso escolar y lideran los cambios necesarios para evitar la desclasificación profesional, mencionada recientemente por la OCDE, afectan al sistema.
Del otro lado, las empresas deben formar para incrementar su productividad y para poder beneficiarse después de la posibilidad de modificar unilateralmente métodos y sistemas de trabajo o despedir más fácilmente. Si no, afectan al sistema.
Y los trabajadores, dicen desde el Norte, que «deben formarse». Si hubiera tiempo, recursos y oferta, pero no interés …
Alto. ¿Podemos hablar de sistema?
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