Un placer exprés

Una siesta

El gusto de abandonarse después de la comida

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PAU ARENÓS

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Después de comer, ese sopor, ese aturdimiento, ese irse la cabeza. Cerrar los ojos, volverlos a abrir, saber que el sueño llega. Resistirse –solo un poco– para después entregarse con entusiasmo.

Todo comienza con el aperitivo dominical. El vermut –con buen equilibrio entre el dulce y amargo–, en vaso ancho, un chorrito de lima y un hielo. Y la familia y los amigos y las risas y los berberechos y las anchoas y las patatas fritas, y una reconfortante sensación de tiempo infinito.

Después, ensaladas y barbacoa y un rosado  –o ese tinto frío– y más jolgorio en la mesa. A medida que el cerebro se vacía, los intestinos se llenan.

Las chuletas, la butifarra blanca, y la negra; la chistorra (tan roja y pecaminosa), la panceta. Y el pan tostado. Y el allioli. Las fuentes se agotan y permanecen, delatores, los rastros fríos de grasa.

Pasteles y cafés por si hay rumiantes entre los comensales: gente con varios estómagos. Después, la conversación decae y es la hora de la retirada. Hamaca o sofá: eso no importa. Se requieren sombra y brisa.

Estirarse, notar la gravedad del cuerpo, acercarse a la ingravidez. Embriargarse de bienestar, con los alimentos y las bebidas asentándose. Notar el alejamiento de lo real. Olvidar que despertaremos y que acabará el domingo y caerá la guillotina del lunes.