Víctor del Ábol: escritor a la intemperie

Con el Premio Nadal logrado por 'La víspera de casi todo' se ha quitado la espina de ser "el policía que escribe" para convertirse en "el escritor que fue policía". Con él viajamos a la Costa da Morte, el marco perfecto para su libro

Víctor del Árbol en Camariñas

Víctor del Árbol en Camariñas / periodico

Imma Muñoz

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El coche zigzaguea por la carretera que conduce al cabo Vilán, en Camariñas. Por la ventanilla asoma el mar embravecido, salvaje, ese que hizo al lugar merecedor del nombre de Costa da Morte por la cantidad de barcos que acababan el viaje astillados en sus riscos. La arena de las playas está desierta (una arena que en ocasiones parece verde porque la hierba llega hasta la orilla, y en otras trepa por la montaña para configurar dunas rampantes), pero en algunos repechos de la carretera hay coches aparcados, que indican que entre las rocas faenan 'percebeiros', personas que, sin planteárselo, han convertido su sustento en un paseo por el filo. Su cotidianidad es una forma de vivir al límite. Un poco como los personajes de los libros de Víctor del Árbol, el hombre que nos ha llevado hasta este fin del mundo que está a tiro de piedra. Muxía, convertida en Punta Caliente, es el escenario de su última novela, 'La víspera de casi todo', la que le dio el Premio Nadal al empezar el año, y allí ha organizado la editorial Destino la presentación. Por eso ahora avanzamos hacia el cabo Vilán, el lugar que ha elegido el escritor para la sesión de fotos.

“Mire, no me diga que no ve aquí a Paola bajando hacia la casa de Dolores con su súper-Mercedes descapotable, mientras suena Johnny Cash y el camino se va cerrando”, dice Del Árbol con una chispa en los ojos oscurísimos. “No quiero que suene pedante, pero soy escritor desde siempre. Lo era cuando trabajaba de mosso. Como decía José Luis Sampedro, yo no distingo mi vida de la escritura. Mi objetivo, que aún no he cumplido, es escribir ese libro con el que le pueda decir a la gente: ‘Léelo, ese soy yo”, se había sincerado la noche antes durante una cena con caldo gallego, pulpo a feira y entrecot con patatas, que se quedaron en el plato. Y oyéndole hablar de Paola, de Dolores, de Daniel, de Mauricio y, sobre todo, de Germinal Ibarra, el policía más doliente surgido de una pluma, una comprueba que no miente. Víctor del Árbol no se desprende de sus personajes y sus zozobras con el The End: se integran en su vida.

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Normal, cuando se ha compartido tanto dolor con ellos. Dolor del que une. Del que está presente en todas las obras de este barcelonés de 48 años que sabe un rato de eso. “El dolor es el gran tema de mi novelística –creo que ya he publicado lo suficiente como para llamar a mi producción así–. Me interesa como motor de vida. Es el 50% de nuestra existencia, y sin él no tendría sentido la otra mitad. Hay luz porque hay oscuridad. Para mí el dolor no puede ser una fuerza depresiva que te aplaste, sino un revulsivo. Venimos al mundo y lo primero que hacemos es llorar. ¿Por qué? Porque la vida entra en nuestros pulmones. Y duele. Porque se está mejor en la placenta, acurrucadito, protegido por otro. Pero la libertad –porque al final estamos hablando de eso– es elegir. Y cuando tú eres libre y eliges y actúas te pones a la intemperie. Esto me lo enseñó mi padre: vivir, chaval, es un oficio jodido, pero vale la pena. Eso sí, ten claro que la vida mancha”.

Él hace tiempo que vive sin techo y cubierto de barro. “El dolor es un condicionante fundamental en mi vida”, revela para explicar por qué ha hecho de él un eje temático. Imposible ahondar más, como tampoco en otra afirmación inquietante, al hilo del peso de la enfermedad mental en La víspera de casi todo: “Forma parte de mis fantasmas. Mis experiencias más traumáticas tienen relación con las enfermedades mentales. Yo durante mucho tiempo he tenido miedo de que la locura fuera contagiosa. Y hasta aquí”. 

UNA VIDA DE NOVELA

"Hasta aquí" quiere decir que va a ser coherente con su idea de que la biografía y la personalidad del escritor importan poco, que lo único que cuenta es su obra. De su vida, a pesar de ello, se ha escrito bastante. Tal vez porque cuando su nombre empezó a sonar con verdadera fuerza (en el 2012, con el éxito, sobre todo internacional, de 'La tristeza del samurái', doblemente premiada en Francia: mejor novela negra de un autor europeo y 200.000 copias vendidas), llevaba 20 años trabajando como mosso d’Esquadra y eso daba para buenos titulares. 

“Nos guste o no, todos tenemos clichés, y sorprendía que un policía fuera escritor. Además, se daba por hecho que, si lo era, tenía que escribir literatura policiaca. Y a mí ese género, en el que el autor establece un juego de ingenio con el lector para ver quién da antes con el asesino, no me interesa. A mí me interesa la novela negra, que es un descenso a los infiernos sin paracaídas. Por eso no quería que nadie dijera que era policía. ‘Tú di que soy funcionario y listos’. Lo sentía como un estigma. Ahora siento que el estigma ha desaparecido y puedo aceptar que fui 20 años policía, y bien, contento, sin problemas. Porque antes era el poli que escribía, y ahora soy el escritor que fue policía, soldador, seminarista...”, sonríe. 

{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"\"Entr\u00e9\u00a0en el seminario\u00a0","text":"\"Entr\u00e9\u00a0en el seminario\u00a0porque quer\u00eda ser como Pere, un cura que trabajaba en mi barrio, Torre Bar\u00f3. Para m\u00ed, el suyo era un amor como de padre\""}}Seminarista, otra circunstancia biográfica que imprime carácter. En su caso, carácter de escritor. “Entré en el seminario porque quería ser como Pere, un cura que trabajaba en mi barrio, Torre Baró. Para mí, el suyo era un amor como de padre. De padre que te expresa el cariño, porque el mío me demostraba que me quería levantándose a las seis de la mañana para llevarme al colegio aunque tuviera 40 de fiebre, pero lo que era decírmelo... pues no. Forma parte de esa generación que no lo dice”. Los primeros años del clan Del Árbol no fueron fáciles. Su madre era casi una niña cuando lo tuvo a él, el primero de seis (“me llevo menos edad con ella, 14 años, que con mi hermana pequeña, 15. Aprendimos los dos sobre la marcha”, explica). La familia se trasladó a Madrid hasta que Víctor cumplió 4 años. Entonces volvieron a Barcelona y se instalaron en la barriada, cruelmente azotada en aquellos años por la pobreza y la droga. 

TARDES EN LA BIBLIOTECA

Su vida pudo ser muy distinta de lo que es hoy si su madre no hubiera conocido a la bibliotecaria de La Guineueta. La mujer se quedaba con los cinco hermanos Del Árbol mientras la jovencísima madre iba a trabajar. En aquel barracón prefabricado, Víctor leyó adaptaciones infantiles de las obras de Homero y empezó a escribir. “Me gustaba estar allí, entre libros, con ese silencio. Que la bibliotecaria se acercara, me revolviera el pelo, leyera lo que yo había anotado y me dijera ‘¡muy bien!’ me hacía sentir feliz”, recuerda. Cuando entró en el seminario ya era un lector voraz. “El seminario me proporcionó una formación intelectual increíble. Contrariamente a lo que la gente piensa, lo primero que te enseñan es a dudar de todo. Allí aprendí a organizar el conocimiento, a estructurar la cabeza... ¡a pensar! Y a compartir”. Le proporcionó también una familia cuando la suya, en los años más duros de la crisis industrial de los 80, se mudó a Almendralejo (Badajoz). Su padre había heredado unos terrenos y tenían la oportunidad de empezar una nueva vida. Víctor se quedó solo en Barcelona, en aquel atípico hogar. 

“Hasta que me enamoré. Me enamoré de una chica mientras hacía de monitor en la parroquia y entendí que ya no tenía sentido seguir ese camino”. Y como él, igual que sus personajes, no sabe estarse quieto, echó a andar. ¿Huida hacia delante? “Nunca he sabido si estaba huyendo de algo o si estaba buscándolo. Tampoco sé qué sentido tiene caminar. Solo sé que, si andas, llegas a alguna parte. Yo nunca he parado de caminar. Mi 'background' personal está lleno de rupturas, tal vez en un intento de escapar de lo que era para ser otra cosa, y no conseguirlo, y volverlo a intentar... Como en 'La víspera de casi todo', en la que he querido escribir sobre gente que cree que cambiando de nombre será otra persona. Y no, porque la sombra la llevas siempre cosida a los talones. Si no afrontas lo que eres, nunca podrás ser otra cosa. Lo que eres siempre te va a perseguir y va a envenenar lo que hagas”. 

Rupturas. Matrimoniales, dos. A su tercera mujer, Lola, le brinda el libro. “Gracias a Lola me dedico, por fin, solo a escribir. Porque ella es muy valiente, y veía que cuando yo trabajaba como mosso no era feliz, y al escribir, sí. Así que me animó a hacer lo que de verdad quería”. A la segunda, María Luisa, le debe estos paisajes. “Es de Ourense, y fue mi primer vínculo con esta tierra de la que me siento tan próximo. Mi madre es andaluza; mi padre, extremeño. Pero yo me identifico más con el carácter del norte. Me enamora la atmósfera de Camariñas, de Muxía, que te hace pensar que realmente estás en el fin del mundo, que aquí el tiempo no importa”. Este tenía que ser, pues, el escenario de una historia de seres expulsados de sus tierras y de sus vidas que acaban encontrando refugio en un lugar que tiene fama de echar a su gente. “Ese es el tópico: Galicia, fábrica de emigrantes. Y a mí me gusta subvertir los tópicos”. 

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El del policía que escribe novelas de policías. El del chico de barrio con callos en el alma. Algo hay de lo segundo. “Algo hay. Mi padre cantaba jondo muy bien, y a mí me gusta ese desgarro, esa forma de manifestar el dolor”. Nada, en cambio, de lo primero. “No, mis novelas trascienden el negro. El género está bien para arrancar y luego dinamitarlo. Si me pide una etiqueta, le diré que escribo novela mestiza. Utilizo los recursos narrativos de que dispongo para ahondar en la naturaleza humana. Uno de mis escritores de referencia es Camus. El otro es Dostoievski. Pues cuando a Camus le preguntaban por qué se empeñaba en sumergirse en el dolor, en la contradicción del ser humano, respondía: ‘Porque lo amo profundamente’. Y yo sé que esto suena muchísimo a filósofo de bar, a filósofo de camisa abierta, que diría mi padre, pero yo también lo pienso: amo la naturaleza de lo que somos, creo que es maravillosa, pero tenemos el alma jodidamente enferma. Y hay que decirlo sin caer en la resignación cortavenas. Provocando la reflexión”. 

Sacando al optimista que lleva dentro. Y no es ironía. “¡Soy un optimista informado! –sonríe–. Solo un optimista puede chapotear ahí sin temer un coste personal excesivo”. ¿Lo ha tenido? “Bueno, yo he perdido 8 kilos escribiendo. Pero, psicológicamente, ¿sabe qué pasa? Que yo tengo una edad en la que he aprendido a ponerme en paz conmigo mismo y ya no me da miedo volver a ciertas derrotas, a ciertos campos de batalla que todavía humean, porque ya los conozco, ya he estado allí, y recorrerlos no me hace tanto daño”. 

LA HISTORIA DE LAS PERSONAS

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El niño que entró en el seminario porque creía en la justicia (“el padre Pere trabajaba por la justicia social”), el chico que se hizo mosso porque creía en la justicia (“ojo, en la justicia, no en la ley, que no es lo mismo”, advierte durante la cena), es hoy un hombre que también canaliza ese afán de justicia en sus novelas, clamando en sus argumentos contra algo que le parece inadmisible: la pérdida de la memoria. Si en 'La tristeza del samurái' y en 'Un millón de gotas' (2014) pasaba cuentas con el olvido de los vencidos en la guerra civil y en 'Respirar por la herida' (2013) aparecía un torturador chileno, en 'La víspera de casi todo' es el drama de los desaparecidos argentinos el que se cuela en la trama. “La historia me fascina. Empecé a estudiar la carrera, pero no la acabé. Lo que me interesa no es la historia que está en los libros: es la que vivieron las personas. Por eso siempre hay episodios históricos en mis novelas: para hacerla habitable. La primera vez que estuve en Buenos Aires fui a visitar la Escuela de Mecánica de la Armada. Esperaba encontrar una cosa viva y encontré un museo. Pensé que cuando el dolor se convierte en relato, deja de estar vivo y pierde su verdadero significado”. Él quiso resucitarlo inoculándolo en dos de sus personajes: torturador y torturado por la ausencia. “La memoria es otro de los temas clave en mi obra. Cuando ya no queden testimonios vivos, cuando ya no sea posible la oralidad, todo será relato y, de  alguna manera, todo será mentira. Y me afecta porque no sé cómo pararlo”, concluye. 

La memoria, teme, tiene la fragilidad de las obras de Manfred Gnädinger, el artista y filósofo alemán que, enamorado de Camariñas, vivió allí como un anacoreta y pobló sus playas de esculturas naturales, hoy abandonadas, como su modesta casa, expuesta a los vientos. Embadurnadas las rocas de chapapote, dicen que se dejó morir. De pena.