Gabriel Byrne: "No hay crimen tan atroz como aprovecharse de la inocencia de un niño"

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Nando Salvà

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Gabriel Byrne tiene muy buen pelo. Así lo confirma él mismo, sin alardes pero con convicción, cuando se le llama la atención –más que nada, porque es la pura verdad— sobre lo bien que lleva los 65 años. “Mi peluquera dice que no conoce a nadie más a quien le crezca tan fuerte”. Es un comentario, queda claro desde el principio de la conversación, muy propio de Byrne. Porque el actor tiene una historia o una anécdota con la que ilustrarlo casi todo. Y habla con la parsimoniosa locuacidad de un narrador nato, alguien acostumbrado a que le escuchen. 

A lo largo de la entrevista recuerda algo avergonzado aquella época en la que Madonna pareció tirarle los trastos; o cómo, durante el rodaje de 'Excalibur' (1980), la armadura que él y otros actores vestían pesaba tanto que tenían que orinarse encima, o cómo, a día de hoy, los psicoanalistas le siguen parando por la calle para felicitarle por su trabajo en la teleserie 'En terapia': “Los veo y a menudo pienso: ‘¿Por qué iba nadie a pagarle 200 dólares la hora a este tipo?”.  

SOMBRÍO Y MELANCÓLICO

Los ojos azules que lo convirtieron en un atípico galán miran con penetrante intensidad y, junto con la nariz aguileña, componen el gesto con el que, con el tiempo, el irlandés se ha ganado la etiqueta de hombre sombrío y melancólico. “En realidad, no soy ni sombrío ni melancólico –corrige–. Supongo que la gente piensa eso de mí por los personajes que interpreto. Lo entiendo, pero no me gusta”. 

Acto seguido, sin embargo, se abandona a un alegato en contra de los felices empedernidos. “Hay personas que son optimistas por naturaleza, y las envidio. Pero no entiendo a quienes siempre, pase lo que pase, están de buen humor”. No es ningún secreto que en el pasado Byrne sufrió una depresión relacionada con el alcohol. Él mismo relató en su día cómo podía estar sobrio durante semanas y luego, de repente, llegar a un hotel y pasar tres o cuatro días con las cortinas corridas y el teléfono descolgado. “Hay demasiadas cosas en este mundo por las que sentir enfado”, añade ahora.

"En cierto modo, la película recuerda cómo los países europeos en el siglo XIX estaban obsesionados con la idea de extender su cultura y su religión"

“En cierto modo, la película recuerda cómo los países europeos en el siglo XIX estaban obsesionados con la idea de extender su cultura y su religión, y de explotar los recursos naturales de otros lugares”, señala Byrne, que en el filme da vida al explorador que arriesga su vida para ayudar a Peary en su periplo y de algún modo ejerce de voz de la conciencia sobre la arrogancia del hombre occidental tanto respecto de los inuit, “a quienes veía como seres inferiores”, como respecto de la naturaleza. “Esos temas son absolutamente relevantes, no solo por el modo en que explotamos los recursos naturales, sino también porque lo que sucede ahora en lugares como Irak o Siria no es sino consecuencia de nuestro intolerante empeño por imponer nuestros valores”.Que es un hombre con el compromiso social despierto es algo que queda claro en cuanto empieza a hablar de su trabajo en la nueva película de la catalana Isabel Coixet. Desde el próximo viernes en la cartelera, 'Nadie quiere la noche' recrea el viaje emprendido en 1908 por Josephine Peary –encarnada aquí por Juliette Binoche— para reunirse con su esposo, el explorador Robert Peary, justo cuando este estaba a punto –o al menos eso pensaba él– de dejar la primera huella humana en el Polo Norte. En el camino, la mujer conoce a Allaka, una joven nativa inuit que resulta ser la amante de su marido, y con quien establecerá vínculos basados en la supervivencia, primero, y en la amistad, después.

APUNTABA PARA ARQUEÓLOGO

El papel de Byrne en 'Nadie quiere la noche' se incorpora a una lista de más de 70, entre los que figuran trabajos en películas esenciales como 'Muerte entre las flores' (1990) y 'Sospechosos habituales' (1995) y tres aclamadas temporadas de la citada 'En terapia'. Lo que más inmediatamente destaca el actor de su carrera es lo accidental de su mera existencia. Su madre era enfermera, y su padre fabricaba barriles de madera para Guinness, al menos hasta que la introducción del acero en el sector dejó obsoleto su trabajo. Es el mayor de seis hermanos. “Dejé la escuela a los 15 y empecé a trabajar como mensajero. Luego volví a estudiar y me especialicé en Arqueología. Hasta los veintitantos estaba convencido de que me iba a ganar la vida hablando de huesos para grupos de alumnos aburridos”. 

Fue entonces, en el Dublín de mediados de los 70, cuando formó un pequeño grupo teatral junto con algunos actores y directores por entonces anónimos. Entre ellos figuraban Jim Sheridan –futuro director de 'En el nombre del padre', que el propio Byrne produjo–, Neil Jordan –futuro director de 'Entrevista con el vampiro'—y Liam Neeson –futuro Oskar Schindler–. “Fue increíble formar parte de semejante eclosión de talento. Nos reuníamos en un viejo pub de barrio, en el que había dos ancianas que vendían bocadillos, y en el que también actuaba una pequeña banda llamada U2”. Por aquel entonces, ni él ni sus compañeros hacían planes. “No contábamos con hacer carrera, pero compartíamos un entusiasmo que no recuerdo haber tenido nunca después”.

"No tengo nada en contra de Hollywood. Es solo que la mayoría de las películas que hacen allí no me gustan"

En última instancia, actuar resultó ser la mejor alternativa posible a la que, al menos durante los años de infancia, parecía socialmente señalada como su vocación: el sacerdocio. “Dublín en los 50 era una sociedad muy estricta”, recuerda el actor. Y el poder absoluto que la Iglesia católica ejercía en aquel entorno se ensañó con él. Entre los 8 y los 11 años, en el seminario, el pequeño Gabriel sufrió abusos sexuales por parte de los curas. Lo reveló hace cinco años, y desde entonces ha hablado de ello sin reparos: “Amparados por una cultura basada en el secretismo, hombres de Dios cometen crímenes contra niños a sabiendas de que no tendrán que pagar por ello, ya que la Iglesia nunca los entregará a las autoridades”, ha lamentado. “No hay crimen tan atroz como aprovecharse de la inocencia de un niño de ese modo”. Hoy, sin torcer por un instante el gesto impasible, vuelve a insistir en las miserias de la sagrada institución. “Es tiránica, elitista, misógina y homófoba, y ni todas las buenas intenciones del papa Francisco serán capaces de erradicar eso”.

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La servidumbre de Byrne al altísimo acabó en la adolescencia, cuando un día subió a un autobús justo detrás de un par de chicas con minifalda, y lo que vio le hizo comprender que el sacerdocio no estaba hecho para él. Pero de la experiencia le quedaron secuelas perennes, entre ellas una timidez y una querencia a pasar desapercibido que no necesariamente encajan en el perfil de un actor. Él es del todo consciente de ello. “Una vez mi agente me dijo, tras conseguir un papel en una película que no recuerdo: ‘Gabriel, te ha llegado la hora de ser famoso’. Creía estar dándome una buena noticia, pero a mí me sonó a amenaza”. 

Desde entonces, ni el tiempo ni la práctica han alterado una relación con la industria que define como problemática. “No tengo nada en contra de Hollywood. Es solo que la mayoría de las películas que hacen allí no me gustan”. Se enorgullece de haber rechazado un número considerable de proyectos por discrepar del mensaje que apoyaban. “Por eso solo trabajo allí cuando merece la pena, y por lo demás he seguido otro camino. No me proporciona tanto dinero, pero duermo mejor por las noches”.