ESCRITOR EN RUTA

Ambulancia con vistas

Última entrega de la serie 'Escritor en ruta', donde el autor castellonense Ángel Gil Cheza rememora un viaje por Europa en una ambulancia que reconvirtió en autocaravana

ilosadadominical numero 676  seccion  angel  gil cheza  a150901171748

ilosadadominical numero 676 seccion angel gil cheza a150901171748 / periodico

ÁNGEL GIL CHEZA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Lo importante de un viaje no es adónde vamos, sino adónde volvemos. Es decir, quiénes somos cuando volvemos. Si somos la misma persona que salió días, semanas o meses atrás, el viaje no habrá valido demasiado la pena, en mi opinión. Un viaje es un aprendizaje, un cambio. Nosotros, el personaje, como en toda ficción, debemos ir de un punto A a un punto B, y no hablo de la distancia entre dos puntos en un plano, hablo de algo mucho menos preciso, y, por ello, también dudoso, destructible, pero cierto como una mentira piadosa.

Un viaje no termina hasta que no volvemos con el elixir convertidos en héroes y nuestro mundo cambia. Y, si no, no es un viaje, es una suerte de atracción de feria. Y si damos esto por cierto, ¿cuándo empieza realmente un viaje?

El que les voy a narrar comenzó en algún momento que no puedo precisar en el invierno de 1983. Cierto día, con 9 años, al llegar a casa del colegio a mediodía, me encontré en el salón a unas personas que no conocía. Eran unos tíos de Madrid. Nunca los había visto antes y nunca los volví a ver después—y han pasado más de 30 años—. Son esas cosas que uno a veces duda si no habrá imaginado. 

Pero no fue un sueño: alguna felicitación de Navidad y algún telegrama de pésame llegaron de la capital en alguna ocasión. Aunque ellos nunca más nos visitaron. A pesar de eso, no he podido olvidar su aparición sorpresa. Antes de marcharse, contaron una historia que en mi cabeza de niño se convirtió en leyenda, en dogma, casi en religión. 

París rendido ante una roulotte

Durante las vacaciones del verano anterior, habían asistido a una función en el Palacio de la Ópera de París. Ese hecho en sí podría no parecer gran cosa, pero eso no era todo, habían dormido frente al mismísimo Palais Garnier. Aparcaron su roulotte por la mañana, y a la hora señalada, mi tío se colocó un esmoquin, y mi tía, un vestido de noche y cruzaron la calle. Después volvieron a su casa con ruedas, se quitaron los zapatos y quizá pusieron los pies sobre la mesa mientras se tomaban una copa de vino, de champán o de coñac, qué más da. Tenían el mundo a sus pies. La capital francesa rendida ante ellos. Habían conquistado el país vecino con tan solo una roulotte. Y del mismo modo podían convertir cualquier paisaje, cualquier escenario que se me ocurriese, en su calle, en su barrio, y salir a pasear o a comprar el pan en cualquier país, en bata y zapatillas, y volver a la roulotte, a la comodidad de su escondite, a su hogar clandestino en cualquier parte del mundo.

La costa de castellón es un lugar de paso, de trasiego de turistas. Algunos paran, otros no. Pero sus caravanas crecen junto a las dunas y las palmas. En verano son un ejército. Podrían derrocar gobiernos y ocupar estados, si quisieran y fuesen capaces de organizarse. En invierno también hay quienes embuten sus vidas en una vieja carrocería alemana o francesa —casi por norma— y la aparcan lo más cerca que pueden del mar, y soportan el salitre, la lluvia, la humedad y los recuerdos que saca el temporal —como si de un tronco o una botella se tratase, si uno lo mira en silencio y en soledad unos minutos— con estoicismo. Desde siempre he observado estos vehículos con curiosidad, con timidez, como a una chica en el baile del pueblo.

Cuando llegó mi hora

Algo de mi fascinación por esas vidas de caracol se podía vislumbrar en mi primera novela. El personaje de Sean vivía sobre una caravana. Un pequeño homenaje a un viejo amigo, lobo de mar no, lobo entre hombres, sin más. Un inglés de mirada vidriosa, como si siempre llevase un trago de whisky en el cuerpo, incluso a primera hora de la mañana, cuando salía de su remolque, aparcado día tras día frente al yacimiento irlandés donde trabajábamos juntos, sosteniendo una taza de café y acompañado por un viejo perro mil leches. Los 70 arqueólogos que veníamos del pueblo y vivíamos en casas con calefacción, nevera y baño le mirábamos con cierto arrobo. Un hombre capaz de levantarse en las frías mañanas con aquella sonrisa o era un necio o era un sabio, y un necio no podría haber tocado el bajo eléctrico como él lo hacía: por algo le llamábamos el quinto Beatle.

Pero mucho antes de eso, más o menos cuando contaba con 24 años, recibí la llamada, o digámosle fuerza geomagnética, o quizá tan solo ocurrencia. Pero comprendí que había llegado mi hora. Debía convertirme en uno de ellos, descubrir en mis propias carnes lo que se sentía al conducir una caravana y recorrer el mundo despacio, que es como se comprende mejor. 

Había estado unos meses viviendo en las montañas de Castellón. Dicho así parece que la provincia forme parte de Canadá y que esté ubicada entre Ontario y Manitoba. No, desde luego no tenemos ese tipo de montañas en Castellón, pero tenemos otras, y huí de una licenciatura interminable en una facultad de la que tan solo conocía la cantina para refugiarme en una masía sin luz ni agua a 12 kilómetros del pueblo más alto de la provincia, junto al pico del Penyagolosa. 

Sin suerte

Durante unos meses, viví allí con siete amigos. Trabajábamos desbrozando el monte pagados por la Unión Europea, pasábamos las veladas en torno al fuego mientras los perros ladraban a los jabalís y nos duchábamos en el río. Para entonces yo ya había comprado mi vehículo. Había estado durante meses buscando una vieja furgoneta Volkswagen Caravelle. No hubo suerte. Al final, durante una comida familiar, mi hermano me dijo que la Cruz Roja local había puesto una vieja ambulancia a la venta, pero que no sabía la marca. 

Como ya habrán podido imaginar, era justo lo que andaba buscando. Así que, pasado el verano, bajé de nuevo a la planicie de Castellón dispuesto a pasar el invierno en mi pueblo, Vila-real, recolectando naranjas y ahorrando el dinero suficiente para transformar aquella ambulancia en una autocaravana con mis propias manos, y emprender, junto con mi novia de entonces, un viaje por Europa. El objetivo era alcanzar Berlín, y a la vuelta, como no podía ser de otra manera, visitar París. No con intención de aparcar frente al Palacio de la Ópera, pues hacía ya años que las leyes municipales no permitían algo así, sino para sentir algo parecido a lo que narraron mis tíos en aquella historia que recordaba desde niño.

Pasó el otoño y parte del invierno, y a principios de marzo nos pusimos en marcha. Yo había dedicado unas horas cada tarde, al volver del campo, a acondicionar aquel vehículo y hacerlo lo más confortable posible. Con tablones de madera, cajones de naranja vacíos y bisagras, había confeccionado un sistema de mobiliario que en tres o cuatro movimientos se transformaba de sofá en cama y de cama en mesa para comer, o, con un movimiento más, en mesa baja. Un hornillo de gas hacía las veces de cocina, y armarios y recovecos no faltaban de su época de ambulancia. Un váter ecológico que desintegraba los residuos orgánicos sin repercutir en el medio ambiente fue la adquisición estrella.

Mi compañero de aventura

De entre mis tres perros, escogí a Tristán para acompañarnos. Un perro lobo con la mirada triste que me observaba vigilante siempre que yo dormía. Le escogí a él porque dejaba de comer cuando me ausentaba, y el viaje estaba programado para que durase varias semanas. Pero también porque era generoso y hacía míos su calma y su coraje aún no entiendo cómo.

Atravesamos Europa de abajo arriba y de arriba abajo parando en ciudades donde teníamos amigos, a la mayoría de los cuales no he vuelto a ver. De Berlín retengo un paseo en bicicleta. Los copos de marzo luchaban por mantenerse a ras de suelo, pero morían inevitablemente a los pocos segundos, si no eran antes alcanzados por las ruedas. El frío detenido. La ciudad detenida en mi recuerdo, a pesar del gentío. La primera noche se congeló el agua del perro dentro de la ambulancia debido a las bajas temperaturas.

Al abrir la puerta por la mañana, comprendí que lo había conseguido. Era un caracol. Una chapa y el cristal de la ventana separaban algo parecido a un hogar de cualquier paisaje que se me antojara, incluido Berlín. Quizá ya no se podía aparcar legalmente en el centro de la ciudad, ni comer ni dormir en la caravana —la policía nos echó literalmente por hacerlo—, pero sí a escondidas, en aquel hogar clandestino.

Luego vino parís tras atravesar Francia por carreteras secundarias. Ni con un esfuerzo sobrehumano conseguí ver el París que había imaginado. El París del cine, el París de la literatura, el París del amor. Si París existe, no está en París, está en nuestro recuerdo, en nuestros libros, en nuestras películas, en nuestra música.

Una aventura única

Seis mil kilómetros y un mes después volvíamos a casa. Habíamos hecho el peregrinaje en sentido inverso. Toda Europa venía hasta nuestro mundo en sus cacharros y nosotros habíamos ido al suyo en el nuestro. Nada como ponerse en el lugar del otro. Hubo más viajes, pero ninguno como aquel. Aquella vieja Volkswagen murió en acto de servicio. El motor se quemó en plena marcha en una carretera de monte. No había nada que hacer. Un día apareció un surfista que la quería comprar para piezas. Alguna de ellas puede que todavía circule agarrada a las entrañas de otra Volkswagen.

A lo largo de la vida uno se busca y se encuentra a sí mismo en repetidas ocasiones. En mi caso, una de esas veces fue durante aquel viaje. Recuerdo el momento preciso. La Selva Negra se abría ante mi caravana. Las hayas y los robles se estiraban a ambos lados de la vía. Mi compañera de travesía dormía en el asiento del copiloto. Mi perro lobo me observaba desde la parte trasera. El día se perdía tras las copas de los árboles. El invierno centroeuropeo caía sobre mí como una fiera silenciosa. No tenía prisa, podía detenerme o no, continuar o no. Una extraña emoción me recorrió. Miré a lo lejos, al horizonte, y entonces comprendí la importancia de aquel momento. Aquello era el viaje en sí, el devenir. El destino no era más que el final del trayecto, el ocaso. Lo mismo la vida. No serviría de nada mirar al horizonte, al crepúsculo, a lo inalcanzable. Hay que prestar atención al camino. No tenemos otra cosa. Aquel cielo todavía se me aparece a veces, oscuro, nuboso, profundo, cargado de trazos gruesos, de agua y nieve que nunca caen.