Ben Kinsley: "A veces he caído, claro, pero no es nada serio"

El veterano actor protagoniza la película de Isabel Coixet 'Aprendiendo a conducir'

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NANDO SALVÀ

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Ben Kingsley se comunica a base de grandes proclamas que, según se mire, son o bien profundas o bien profundamente ridículas. Es decir, usa un discurso rimbombante con la convicción propia de quien suministra una sabiduría indispensable. Pero una vez puestas por escrito sus palabras –reflexiones sobre, por ejemplo, el papel de los actores como “narradores tribales” que transitan por el “mercado filosófico” de la vida– pueden sonar algo tontas. Quizá sea esa actitud mayestática lo que dio origen a este rumor que circula sobre él: que desde que la reina de Inglaterra lo nombró caballero en el 2001, el actor exige que se dirijan a él llamándole sir Ben. Él lo niega. “Aunque reconozco que me divierte que me llamen así –matiza–. Lo considero un apodo cariñoso, como Benji”.

En todo caso, motivos para darse importancia no le faltan. Está considerado con razón uno de los grandes actores británicos, a la altura de Ian McKellen, Gary Oldman y Anthony Hopkins. “No pienso en esas cosas”, afirma él al respecto. “Albert Camus dijo: ‘O eres un artista o un historiador, no puedes ser ambas cosas a la vez’, y coincido con él. No soy consciente de la estructura de mi propia presencia en la historia”. Hace falta aplomo para citar a Albert Camus y la estructura de la propia presencia en la historia en una misma frase. “El  trabajo de un actor es contar historias, no formar parte de la historia –añade–. Y ninguno de esos actores obsesionados por ser célebres parece entenderlo”.

Como otro sir, Laurence olivier, que confesaba no querer interpretar a campesinos y prefería a reyes y príncipes, sir Ben no interpreta seres ordinarios. “No sigo ninguna estrategia. Sería una pérdida de tiempo”, dice él. Ganó un Oscar dando vida al icono pacifista homónimo en 'Gandhi' (1982) y su vasta galería de personajes incluye a Moisés, a Georges Méliès, a Herodes, al mago Merlin, a Sweeney Todd y al doctor Watson. En general, sus interpretaciones se dividen en dos categorías: de un lado, hombres reservados de nobleza y decencia ejemplares; del otro, incendiarios neuróticos como el gángster de 'Sexy beast' (2000).

Un taxista sij en Nueva York

Su papel en 'Aprendiendo a conducir' –en la piel de un taxista sij en Nueva York que enseña a ponerse al volante a una escritora decidida a reconstruir su vida tras una crisis matrimonial—sin duda encaja en la primera. Aunque, de nuevo, no es algo de lo que él sea consciente. “Podría intentar dirigir mi carrera en una dirección, pero siempre habrá una voz en mi cabeza que diga: ‘No, no, el camino es por allá”.

'Aprendiendo a conducir' lo reúne con la directora catalana Isabel Coixet, con quien ya colaboró en 'Elegy' (2008). El actor considera a Coixet uno de los directores con más talento con los que jamás ha trabajado. Y en esa lista están Steven Spielberg, Martin Scorsese y Roman Polanski. “Es brillante retratando la ternura y la vulnerabilidad del hombre –dice sobre ella–. Scorsese es el gran maestro a la hora de trasladar a la pantalla el ego masculino y creo que Isabel Coixet es su equivalente femenino”.

Que sea capaz de hablar de 'Aprendiendo a conducir' con claridad es admirable, considerando lo mucho que ha llovido para él desde el rodaje. El año pasado, Kingsley rodó siete películas, y cerrará este año con 10. “La urgencia que siento por contar historias es avasalladora, casi demente. Está en mi ADN, es una energía que se autorregenera”. En otras palabras, para él las vacaciones no existen. “¿Qué sentido tienen, si puedo trabajar en cualquier parte del mundo? Mis hijos lo entienden. Mientras nos mantengamos en contacto por correo electrónico y por teléfono, todo está bien. He cuidado bien de ellos. Tienen hogares gracias a su viejo progenitor. Son felices y están seguros”.

"Mis padres nunca me ayudaron a hacer carrera en el cine"

El actor tiene cuatro hijos –con su primera mujer tuvo dos, y otros dos con la segunda; la actriz Daniela Lavender es su cuarta esposa–. Los dos menores, Edmund y Ferdinand, también son actores. “Siento un inmenso orgullo por eso –confiesa–. Y es importante que sea así, porque mis padres nunca me apoyaron. Recuerdo cómo tenía que pedirles su opinión acerca de mis actuaciones como si estuviera mendigando”. No va a hablar más del asunto, pero en el pasado ha lamentado cómo los problemas de su padre con el alcohol y la depresión marcaron su infancia.

Supo cuál sería su vocación desde que, a los 5 años, lo llevaron al cine en su Salford natal para ver una película italiana protagonizada por un niño, Peppino, cuya aldea había sido bombardeada por las fuerzas aliadas y cuya única compañía era su burro. “Vi al chaval y lo comprendí de inmediato: era mi alter ego.Y luego el dueño del cine, al verme, me levantó sobre la multitud y dijo: ‘¡Es Peppino!’. Mi destino quedó sellado en aquel momento”. Ya va por la sexta década de carrera.

Cuando se hacen tantos papeles y se cambia de identidad con tanta frecuencia, ¿cómo puede conservar su centro de gravedad? “Cuando iba al colegio me apasionaba la física. Y hay una ley de la física llamada el punto de elasticidad. Si estiras un cuerpo su tendencia natural es recuperar la forma original. Pero si lo estiras más allá de su punto de elasticidad, quedará deformado permanentemente. Yo siempre intento estirarme un poco más, probar los límites de mi elasticidad, y afortunadamente no me he deformado. O eso creo”.

Es una metáfora perfectamente ilustrativa. Y Kingsley tiene preparadas unas cuantas más a propósito de su oficio. Le gustan demasiado como para dejar pasar la ocasión de usarlas. Primero, está la del violín. “Interpretar un papel es como afinar un violín: para conseguir una nota tensas la cuerda tanto que casi se rompe, y eso es peligroso pero también sublime”. Y después está la del circo. “El salto al vacío que doy para meterme en mi personaje es como el de un trapecista. No sé cómo lo hago. A veces he caído, claro, pero no es nada serio. Eso sí, si vas a visitar al trapecista al camerino verás que su cuerpo está cubierto de contusiones; el mío también. Todos los actores tenemos el alma y a veces también el cuerpo cubiertos de moratones. Y, ¿sabe?, debo de ser algo masoquista porque ese dolor me encanta”, explica.

Mientras habla, sir Ben repite sin cesar el nombre de su entrevistador con la descarada intención de camelárselo. Da la impresión de que afronta las entrevistas igual que se enfrenta a un papel: como un desafío al que vencer, como una audiencia a la que ganarse. “Vivimos una época en la que todo lo que digo se puede tergiversar y utilizar en mi contra, pero qué le vamos a hacer”, lanza. Algunos actores tienen tanto pánico a ser malinterpretados que acaban dando entrevistas con monosílabos y evasivas, pero él es todo lo contrario: lanza las palabras al aire como si le fuera la vida en ello. “Hay actores jóvenes que van a leer esta entrevista y que no quieren oírme decir que nuestra profesión es terrible. Quieren que diga que actuar es maravilloso, que ellos son los poetas del siglo XXI, que no deberían permitir que nadie trivialice su trabajo y que deberían aspirar a estar, no en las portadas de las revistas, sino encima de los escenarios. Saber eso mantiene mis entrevistas puras”.