Sin mujeres no hay revolución

RAMÓN LOBO

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En el pueblo de Tixtla, donde está el internado normalista de Ayotzinapa, se escuchan silencios que no son de este mundo. No hay bullicio en el mercado ni niños juguetones, solo olor a cilantro y mujeres mudas que aguardan una venta. No es solo dolor por la desaparición forzada de 43 estudiantes del primer curso, es miedo a los vivos. En Tixtla nadie se fía. Las paredes tienen oídos de sicarios, narcotraficantes, policías y soplones de alcaldes corruptos. Hablar mata. Cuando se llega al internado por un ramal de la carretera que conduce a Chilpancingo, que significa pequeño avispero, surge otra conmoción: la de las ausencias.

A la izquierda del patio del edificio principal, inaugurado en los años treinta, un grupo de mujeres y hombres discuten las acciones del día y reciben las noticias de Iguala, donde los jóvenes se esfumaron en la noche del 26-27 de septiembre, o del Distrito Federal, la residencia del Gobierno de Enrique Peña Nieto, que hace más por enmarañar la reputación de los padres que por hallar a las víctimas. A la derecha, en una sala grande, se apilan las donaciones de comida y los saqueos, que de todo hay en Ayotzinapa, una escuela con tradición de lucha y revolución. De ella nació, en los años setenta, el Partido de los Pobres, una de las principales guerrillas, ya difunta, como sus líderes, muchos de ellos normalistas. La sala es la caja de resistencia de la que salen las dos comidas de cada día.

"No descansaremos hasta encontrarte"

Tras descender por unas escaleras de piedra se llega a la pista de baloncesto. En ella hormiguean madres, mujeres y novias de los normalistas; también decenas de voluntarios de todo el país que se acercan a ayudar y expresar su solidaridad con el movimiento. En un extremo de la cancha, 43 sillas vacías, con su brazo de apoyar apuntes, convertidas en 43 altares. Cada una con una foto, un nombre, unos apellidos y algunos regalos. Dos de las sillas tienen atados globos de colores con un deseo: feliz cumpleaños. Un árbol cargado de postales y guirnaldas se mantiene como un mástil que nadie ha osado retirar. De él cuelgan mensajes de ánimo y dolor: “Esta es la Navidad más triste porque no estás. No descansaremos hasta encontrarte”.

Delfina de la Cruz Felipe tiene 52 años, lleva el pelo largo y gris recogido en la nuca. Tiene andares encorvados. Su hijo Adán Abrajan de la Cruz, de 25 años, es uno de los desaparecidos. “Gente del Gobierno me ofreció ayuda tres veces, pero la he rechazado porque si acepto el dinero y mi hijo está vivo, podrán matarlo porque pagaron por él”. La lógica de su frase explica este México enfangado, un país con más de 20.000 desaparecidos ocultos en cientos de fosas comunes, según las cifras de las organizaciones de Derechos Humanos. Y nadie contó aún a los migrantes que se evaporan sin que nadie los reclame ni llore en las rutas hacia EEUU, El Dorado de los que nada tienen. Hay miles de mujeres como Delfina, que buscan hijos, maridos, hermanos y padres. Son madres-coraje, madres en guerra contra la injusticia y la barbarie. México es un país preñado de desesperanza: el 97% de sus crímenes permanecen impunes. La tragedia de los 43 les ha sacado del anonimato. Los 43 de Ayotzinapa son solo la punta del iceberg, un símbolo de lucha en un Estado fallido.

"¿Sabe algo que no me quiere decir?"

Adán Abrajan tiene dos hijos. El mayor, José Ángel, cumplió 8 años. Érica, la madre, acaba de mudarlo de colegio porque sus compañeros de clase le decían: “A tu papá se lo llevó la policía, lo mataron y no va a regresar”. Delfina, como las demás madres del internado, se niega a aceptar la posibilidad de que su hijo esté muerto. “Sigue vivo, lo siento dentro de mí”, dice acariciándose la tripa como si esta conexión interna fuese una razón de peso. Si uno insiste, ella da un respingo y pregunta con ojos de susto: “¿Sabe algo que no quiere decir?”.

Al salir de la estación de autobuses de Iguala, a 130 kilómetros al norte de Tixtla, el viajero se topa con un cartel: “Las drogas destruyen la unidad familiar no, las consumas”. No es solo la maldita coma, es el sarcasmo de quien lo plantó por orden del Ayuntamiento. Iguala es el laboratorio donde se procesa gran parte de la droga en el norte del estado de Guerrero, uno de los más violentos de México junto con Michoacán. En la calle Bandera Nacional, que conduce al centro, hay dos funerarias, un negocio próspero en una ciudad de 140.000 habitantes y cientos de desaparecidos. El Cabildo se ha trasladado al juzgado de paz porque el edificio principal ardió en octubre en una manifestación de protesta por la desaparición de los 43 estudiantes. El regidor José Luis Abarca, destituido y detenido, era más narcoalcalde que político. Pocos dudan de que está involucrado, también de que no fue la única mano que mandó disparar.

Enrique Marroquín es edil raso del PRI en Iguala, el mismo partido de Peña Nieto. Su lugar de trabajo es un cuchitril oscuro; mucho polvo, pocos papeles, menos trabajo. Todo parece suspendido de una pesadilla. Los pasillos se llenan de personas cabizbajas que parecen extras en un ir y venir en busca de favores. “Los estaban esperando”, dice el concejal. “Los estudiantes llegaron a Iguala en tres autobuses. El primero tenía cien impactos de bala. ¿Se cree la versión de que en él hubo solo un muerto? La gente que se asomó a sus ventanas al oír la balacera afirma que a muchos estudiantes los sacaron muertos y los metieron en camiones. (…) Era la primera vez que normalistas de Ayotzinapa entraban en esta ciudad. Sus jefes debían saber que los mandaban al matadero. Solo ellos conocen cuáles eran sus verdaderas intenciones”, dice Marroquín.

Más teorías que hechos probados

En México circulan más teorías que hechos probados. La policía no realiza su trabajo y la mayoría de los medios de comunicación juega un partido amañado en el bando gubernamental. Solo la revista Proceso, y algunas otras, informan con valentía y rigor, resultan molestas. Unos sostienen que confundieron a los estudiantes con miembros del cártel de Los Rojos, un grupo de narcotraficantes con presencia en Tixtla; otros, que fue una operación federal para expulsar de la alcaldía a Abarca, dañar al gobernador y manchar la reputación del partido de ambos, el PRD (Partido de la Revolución Democrática), presuntamente de izquierdas. Muchas teorías conspirativas son de consumo rápido: se viborean unos días, se confunde a la gente y se olvidan. Las informaciones más serias conducen a un mismo puerto: la confusión entre capos, políticos y Estado. “Al narco le dan igual las siglas de los partidos –dice Marroquín– porque ellos son los que mandan”. Un sacerdote que pide el anonimato –ser cura en Guerrero es tan peligroso como ser periodista– afirma que solo el Ejército tiene crematorios capaces de hacer desaparecer a 43 personas. “Dispararon policías que son narcos y el Ejército terminó el asunto. Nadie está limpio”.

En la iglesia de San Gerardo de Iguala, otras mujeres-coraje como Delfina, y padres valientes, han creado un comité para censar los desaparecidos. Llevan 370. Esta cifra no incluye a los normalistas. La Procuraduría General de la República (PGR), que ejerce las funciones del fiscal general del Estado, les ha puesto la proa. No admite rivales en investigaciones que nunca avanzan. En la búsqueda de los normalistas se han descubierto media docena de fosas. La PGR estuvo rauda en sus conclusiones; dijo que los 43 estudiantes fueron quemados en el vertedero de Cocula, centro de la ruta del narcotráfico. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que trabaja en este y otros casos de desapariciones forzadas en México, le desmintió con un contrainforme rotundo. La PGR arremetió contra la EAAF. ¿Qué oculta el Gobierno? Las madres ya solo confían en los forenses extranjeros.

En otra zona de la cancha de baloncesto de Ayotzinapa me siento junto a Rocío de la Cruz, sobrina de Delfina. Es periodista local. “Creo que los han matado, pero no se lo puedo decir a mi tía”, dice con los ojos bañados en lágrimas. Dos psicólogas de Médicos Sin Fronteras (MSF), Karla Villalpando y Catalina Urrego, acompañan a las madres en espera de que estalle el duelo. Su trabajo es ganarse la confianza, esperar y tratar de ser útiles. “Aún no han llegado a la fase de la negación, todavía están en la indignación”, dice Urrego. 

El peso del estrés mediático

A muchas madres y alumnos, la presencia de MSF les resulta extraña. Unos murmuran que son de la CIA; otros, del Gobierno. Las psicólogas han colocado en su tienda una máquina de café para que las madres que deseen conversar puedan decir a las otras que van a cafetear. Existe un secuestro emocional por parte del grupo que bloquea el inicio de duelo individual. Nadie quiere sentirse traidor, a los demás y a sus hijos. También pesa el estrés mediático, y rabia de enfrentarse a un Estado que no solo no los protegió sino que es cómplice de su suerte.

Metodia Carrillo Lino está de pie delante del pupitre de Luis Avarca Carrillo, su hijo, el menor de nueve. “Creo que nunca lo voy a volver a ver”, dice. Es la única que habla de su hijo en pasado mientras repite el mantra de que están vivos en alguna parte. Metodia tiene necesidad de hablar, son muchos días y muchas noches de silencio y temor. No es solo miedo de que su hijo esté muerto, es miedo de que esté malcomido y torturado en alguna cueva. La diferencia entre Metodia y Delfina es que ella tiene otros ocho hijos que la han ido preparando para asumir la realidad. 

El concejal del PRI asegura que en Iguala todo el mundo sabe a qué se dedica cada uno, pero nadie habla. “Yo mismo no puedo hablar porque vivo aquí, mi familia vive aquí y quiero seguir vivo”. En un restaurante modesto y vacío de cuatro mesas, la mujer al mando dice: “No sé nada, que vengo de Acapulco”; su marido, añade: “Lo de los estudiantes fue al otro lado de la ciudad”. Varios todoterreno de la policía federal pasan por la calle Bandera Nacional. En el restaurante de las cuatro mesas se hace el silencio. El hombre se encoge de hombros. De regreso a Chilpancingo, a 20 kilómetros de Tixtla, un letrero escrito con espray grita desde un muro: “Sin mujeres no hay revolución”.

En las paredes del internado de Ayotzinapa, cuyo nombre oficial es Escuela Rural Normal Raúl Isidoro Burgos, están pintados desde hace años los grandes héroes revolucionarios de América Latina: el Che Guevara, el subcomandante Marcos y Lucio Cabañas, exalumno de Ayotzinapa y jefe del Partido de los Pobres. En los últimos meses han nacido decenas de carteles colgados en la cancha de baloncesto: “La lucha que se pierde es la que se abandona”. En la puerta del internado, sobre una pared blanca, un lema en letras rojas sitúa al visitante: “Ayotzinapa, cuna de la conciencia social”.

Tienen algo más importante: dignidad

un campo de tierra del internado se arraciman decenas de camiones de Coca-Cola, autobuses y diversos vehículos. Fueron incautados por los estudiantes. Los refrescos de la multinacional sirven para sacar fondos y los autobuses, para desplazarse por el país y llevar su protesta hasta el último rincón. Son 20 conductores los que viven en Ayotzinapa. Su situación es extraña. En realidad están secuestrados, pero el asunto resulta más complejo: sus empresas han pactado con los estudiantes que se queden en el recinto a cambio de que los autobuses no sufran daño; incluso hay relevos. Sale un chófer que regresa a su casa cuando la empresa envía otro que lo reemplace.

En algunas localidades próximas prende el cansancio, sobre todo a la lucha de los estudiantes que cortan la carretera entre el DF y Acapulco y se enfrentan a la policía. Detrás de los estudiantes están los oportunistas que asaltan tiendas. Las madres no ejercen la violencia. Tienen algo más importante: dignidad. Margarita Zacarías Rodríguez es una de ellas. El día que conversamos se preparaba para viajar a Oaxaca. Cada día se reparten el trabajo de conseguir que nadie olvide. “No queremos que nos dejen solas; ya casi no sale nada en televisión”, dice. “Sé que mi hijo está vivo. Es un sentimiento de madre. Necesito que me lo devuelvan y, si no lo está, que me den algo que pueda llevar al cementerio y seguir platicando con él”.

La noche cae a plomo en Tixtla; las personas se reducen a unas sombras, un paso previo a la invisibilidad. En la calle pasan varios picop cargados de hombres con pasamontañas y fusiles antiguos entre las manos. Son las autodefensas; grupos de vecinos que tratan de dar seguridad donde todo es inseguridad. En algún pueblo cercano se han enfrentado a los narcos y liberado algunos secuestrados. Ese tipo de acciones, que son excepcionales, llenan de ilusión a las madres.

Hay más luchas en todo México

Muchos en el estado de Guerrero, de tradición levantisca, hablan de la necesidad de una nueva revolución. El sacerdote que prefiere el anonimato es más modesto en sus esperanzas: “Creo que este caso de Ayotzinapa es tan importante porque son 43, porque son normalistas, son un símbolo y porque las madres han dado la cara, están luchado. Hay más luchas en todo México. Tengo esperanza de que se estén creando las células necesarias para cambiar la situación. Aún no lo vemos, pero están allí, están creciendo, como en la iglesia de San Gerardo de Iguala”.

La cancha de baloncesto se quedó casi vacía: la mayoría de las madres, padres y estudiantes salieron temprano en sus autobuses incautados a mantener la llama de su lucha al DF u otros estados del país, a revolverse contra el silencio oficial. El Gobierno no interviene, solo espera a que el tiempo y el cansancio decreten el olvido. Delfina acuna a su nieto, hijo de otro hijo. Su lucha es dura: no perder la esperanza de que Adán Abrajan regrese con vida. Sería algo extraordinario en un país en el que si desapareces es para siempre: nadie regresa vivo del mundo de los muertos.