Houellebecq: "El aburrimiento es mi gran musa"

El escritor vivo más importante de Francia estrena el falso documental "El secuestro de Michel Houellebecq"

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NANDO SALVÂ

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La idea de conversar con Michel Houellebecq provoca una sensación a medio camino entre el miedo y la seducción. Porque por un lado el escritor nunca ha escondido el desprecio que siente por la prensa y a menudo ha convertido sus entrevistas, repletas de declaraciones incoherentes y envalentonadas por el vodka, en auténticas performances; pero por otro, Houellebecq no tiene reparos en defender públicamente a Stalin, o en insultar a los árabes o en mofarse de sus compañeros literatos. En otras palabras, da titulares.

Así ha sido desde la publicación de su primera novela, 'Ampliación del campo de batalla' (1994), pero sobre todo desde que la segunda, 'Las partículas elementales' (1998), lo impulsó a otra dimensión: la de las estrellas del rock. De hecho, en el 2000 trató de convertirse literalmente en una –fracasó– con la publicación de un disco, 'Présence humaine'. Desde entonces, mantiene la imagen de un escritor neurótico e incontrolable, portavoz a nivel mundial del nihilismo y la provocación intelectualizada. “No, yo no soy un provocador”, corrige él. “Un provocador es alguien capaz de decir cualquier cosa solo para escandalizar. Pero yo siempre, o casi siempre, digo lo que pienso”.

Idolatría y odio a partes iguales

Por eso, Houellebecq genera idolatría pero también odio y escarnio y, sobre todo, intriga. En Francia, sus apariciones en televisión son escrutadas con lupa, y artículos enteros se dedican a su forma de sostener, entre el dedo corazón y el anular, esos pitillos que fuma sin pausa, a ritmo de cuatro paquetes diarios. Aunque hoy lo que expele mientras fuma no es humo, sino vapor. El sistema de detección del edificio donde nos encontramos, en la Potsdamer Platz berlinesa, le obliga a usar un cigarrillo electrónico. “Pronto no nos dejarán fumar ni en casa. Y yo no creo que fuera capaz de escribir sin nicotina”, asegura. Basta fijarse en él para ver que no miente.

Cuerpo demacrado, rostro amarillento y hundido, ojos vidriosos, su aspecto ilustra un gasto físico mucho mayor del que se le supone a alguien de 58 años. Su estructura dental es como los restos de una muralla tras un bombardeo –posteriormente será revelado que, días antes de viajar a Berlín, Houellebecq se dejó la dentadura postiza en casa de un amigo, el también escritor Frédéric Beigbeder–.

El escritor explica que la noche anterior, durante el estreno en el Festival de Berlín de la película 'El secuestro de Michel Houellebecq' –obviamente él es su protagonista–, ingirió un cóctel de vino tinto y Valium para soportar la presión. “Tengo que admitir que estaba absolutamente aterrorizado”, confiesa.

Y luego está su estilismo, tan carente de gusto o sentido alguno de la estética, tan impropio del generalmente considerado como el escritor vivo más importante de Francia, que no se explica más que como otra forma deliberada de dar que hablar. Hace años, en una de sus giras como cantante, unos policías monegascos lo detuvieron por practicar la mendicidad, confundidos por su roída parca. Probablemente no sea la misma que viste hoy, aunque podría. “Es muy útil cuando llueve”, aclara.

La película 'El secuestro de Michel Houellebecq' hasta cierto punto valida la imagen que el público siempre ha tenido del escritor: un borracho depresivo de comportamiento autista. “Ninguna de esas cualidades es necesariamente mala”, explica él ante la encandilada mirada de Guillaume Nicloux, director de la película, sentado a su lado. “Y forman parte de mi identidad. Pero el tipo que aparece en la película no soy yo”.

Del mismo modo que tampoco era él, compara, el Michel Houellebecq que aparece en 'El mapa y el territorio', su quinta novela. Con ella ganó finalmente el prestigioso Premio Goncourt en el 2010. “En el libro exageré mucho mi adicción a la charcutería. En realidad nunca como salchichas”.

Teorías para un secuestro

Durante 2011, mientras se encontraba de gira por Europa para promover esa novela, Houellebecq no se presentó a varios de los actos previstos en su agenda. Desapareció. La prensa se apresuró a formular al respecto teorías más o menos delirantes, entre las que sin duda se llevó la palma la que elucubraba sobre la mano de Al Qaeda. Cuando reapareció, la excusa del novelista fue mucho menos interesante que la especulación previa: se había olvidado de esos compromisos y, dado que carecía de conexión a internet y de un móvil activo, estuvo incomunicado. A día de hoy, no tiene nada que añadir al respecto. Como su título deja claro, la película ofrece con humor otra posibilidad para explicar la desaparición.

Houellebecq se muestra en su salsa en la piel de un prisionero gruñón, que prefiere un paquete de cigarrillos antes que una liberación inmediata y que elucubra, ante la mirada a menudo perpleja de sus inútiles captores, acerca de cuestiones como Auschwitz, el genocidio armenio, la prosa de Lovecraft, las reglas que gobiernan el verso alejandrino y 'El señor de los anillos'. “Le Corbusier tenía una mentalidad totalitaria –sentencia en una escena–. Los campos de concentración eran su ideal”. En otra, explica que “uno no puede escribir cuando espera una llamada”, mientras ve un combate de lucha libre por la tele.

No es nada de lo que, en todo caso, tenga intención de reflexionar ahora, mientras chupa su cigarrillo electrónico. “Yo de cine sé muy poco”, lamenta, tal vez aún afectado por la crueldad con la que la crítica trató su debut como director, en el que adaptó su cuarta novela, La posibilidad de una isla. “Tampoco voy mucho al cine”, añade. “En realidad casi nunca salgo de casa, prefiero ver la tele”. Al menos en ese sentido no parece ser muy distinto de su álter ego en el filme, para quien la libertad no es mucho más atractiva que el cautiverio. “Mi vida ordinaria no es muy interesante”, comenta hablando de forma exasperantemente lenta y plagada de silencios, como tratando de demostrar que, a diferencia de otros entrevistados, él sí piensa las respuestas. Por momentos, da la sensación de haberse quedado dormido. “El aburrimiento es mi gran musa”.

Si la película rompe de algún modo con su imagen pública es mostrando a un Houellebecq tierno y casi sentimental, como en esta escena en la que desayuna con una joven prostituta. Houellebecq nunca ha ocultado su apego por las prostitutas. “Cumplen una función social, porque sin ellas muchos hombres físicamente desagradables jamás serían capaces de practicar el sexo”, reitera ahora. “Además, a ellas les encanta su trabajo, ¿por qué impedirles practicarlo?”. Son este tipo de declaraciones las que le han granjeado la reputación de misógino. “Quizá sea justificada, pero lo cierto es que no me gustan las mujeres objeto. En cambio, no hay nada que me resulte tan atractivo como la inteligencia femenina”.

A lo largo de la película, no se nos informa de por qué Houellebecq ha sido secuestrado, ni quién ha orquestado el crimen, ni quién se supone que debe asumir el rescate o cuánto dinero se pide por él. “Seguro que no mucho”, se apresura a contestar el escritor.

A lo largo de toda la entrevista, del mismo modo que en la película, rebaja su velada pero inconfundible vanidad con arranques de absoluto cinismo. “Me acojo a uno de los derechos humanos básicos de los que hablaba Baudelaire: el derecho a contradecirse. Además, la verdad es que tengo un lado masoquista, la autocrítica me da cierto placer”.

Escribo porque me gusta el aplauso de la gente

El rasgo queda particularmente claro cuando habla del oficio. “La escritura es una actividad dolorosa y agonizante”, explica. “Cada vez que escribo, experimento la misma sensación que cuando, en medio de un ataque de eczema, me rasco hasta acabar sangrando”, sentencia en un tono tediosamente monocorde. “Los escritores somos voces que clamamos en el vacío, seres perdidos que reclamamos la atención del lector con nuestras ficciones inútiles, megalómanos incapaces de cambiar el mundo. No me extraña que, si exceptuamos Francia, en ningún país se les haga caso”. ¿Por qué escribe usted, entonces? “Porque me gusta el aplauso de la gente. Si tuviera que escribir sin ser publicado y leído, no creo que lo hiciera”.

Existen dudas sobre el año de nacimiento de Michel Thomas –ese es su verdadero nombre–. Él asegura que es 1958, algunos biógrafos sugieren 1956. Agrónomo de titulación, el Houellebecq de antes de 'Las partículas elementales' se ganó la vida mayormente como programador informático, aunque casi pasaba menos tiempo frente al ordenador que de baja por depresión. Una vez tocado por la celebridad, inmediatamente empezó a generar un feroz debate: en un lado se encuentran quienes consideran que debería ser encumbrado como heredero de Balzac; en el otro, quienes lo tachan de mero bocazas.

Él hace más bien poco para quitarles la razón a estos últimos. Durante la promoción de su tercera novela, 'Plataforma', cuyo telón de fondo es el turismo sexual, declaró: “El islam es la religión más idiota”. Por supuesto, las palabras provocaron un escándalo, y algunas páginas web musulmanas llegaron a publicar amenazas de muerte. “Nunca pensé que los musulmanes fueran tan susceptibles como los judíos”, añade ahora, sin mostrar un ápice de arrepentimiento.

En el 2003, se dejó ver con Claude Vorilhon, líder de los raelianos, que atribuyen la creación de la vida a una tribu alienígena. Incluso participó en algunas concentraciones del grupo. De nuevo, la prensa se apresuró a atacarle por prestar apoyo a una secta acusada de distintas formas de corrupción. La respuesta de Houellebecq fue el libro 'La posibilidad de una isla', en el que un grupo sucedáneo de los raelianos es ante todo objeto de burla. 

También sus opiniones políticas han dado de qué hablar, en particular sus críticas a conceptos como la democracia y Europa. “Los políticos solo tienen importancia histórica cuando provocan catástrofes”, sentencia. En 'El secuestro de Michel Houellebecq', el escritor se lamenta de la falta de libertad de expresión en Francia. “El gobierno de mi país parece querer aumentar la miseria de la gente”, asegura en Berlín. “La única solución sería adoptar la democracia directa, abolir el Parlamento”. Sobre la urgencia del cambio, se muestra categórico. “Si no, nos dirigimos al desastre”.

Todo está en sus libros

En última instancia, todo cuanto uno necesita saber sobre Michel Houellebecq está en sus libros, una colección de comedias afiladas como un bisturí que exponen la decadencia absurda de la humanidad. Houellebecq es como un reportero de guerra que en lugar de Irak, Kosovo y Afganistán eligió la clase media. Sus novelas nos dan noticias sobre el hombre, y no son buenas. “Nuestras vidas son pura contradicción: lo que más valoramos es la juventud, pero el objetivo de nuestra vida es hacernos viejos. ¿ Cómo no vamos a sentirnos deprimidos?”, se pregunta, impertérrito, cual Buster Keaton narigudo y desaseado, este hombre a ratos repulsivo y siempre fascinante que, en todo caso, retiene en su mirada intoxicada un algo infantil. “La gente siempre se ha sentido impulsada a tratar de protegerme. Y en realidad me gusta. Todo cuanto quiero es que me quieran, a pesar de mis defectos”