Ignacio Martínez de Pisón, la grandeza del escritor normal

Pisón

Pisón / periodico

ELENA HEVIA

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La cita con Ignacio Martínez de Pisón es en la sinagoga de Barcelona. Porque, sí, existe una sinagoga dedicada al culto en la ciudad, aunque la mayoría de ciudadanos se pregunten dónde. Recogida en sí misma, apenas unas discretas estrellas de David y unos candelabros entrelazados en la verja de la entrada dan la pista de lo que recónditamente guarda en su interior. Un templo que se llena de vida cada día, pero en especial la noche de los viernes, con el inicio del 'sabbat'. Ese lugar, situado en Sant Gervasi, es una de las muchas localizaciones de la última novela del autor de Zaragoza radicado desde hace tres décadas en Barcelona. 'La buena reputación' (Seix Barral) es de nuevo una tradicional saga familiar, una de sus grandes obsesiones. Aquí sigue a los miembros de una familia de Melilla cuyos abuelos en los años 50 fusionaron dos estilos de vida, el católico peninsular –encarnado en la manipuladora Mercedes, hija de militar– y el hebreo de Samuel, descendiente de aquellos judíos expulsados que en el Norte de África hicieron fortuna y lograron allí una convivencia ejemplar, aunque prácticamente ignorada en la península. Samuel abandonó oficialmente el judaísmo para casarse con Mercedes por el rito católico, pero, en fondo, como tantos otros conversos a lo largo de la historia, no pudo hacer oídos sordos a sus raíces.

Pisón –con ese nombre de patricio romano se le conoce entre sus amigos– ha situado en su novela puertas afuera de la sinagoga el encuentro entre la hija de Samuel y la nieta, que escapó de Melilla y de la incomprensión de la familia con su amante judío. La de Barcelona fue la primera sinagoga en tierra española tras el triunfo de la Inquisición, reinstaurada a rebufo de la lenta y poco publicitada tolerancia oficial franquista que se inició en los años 50. Nada escapa al interés del escritor en el interior del edificio, que pisa por primera vez en la sesión de fotos para este reportaje. Respetuoso, se pone la kipá, esa gorrita ceremonial que apenas cubre la coronilla, cuando se lo piden y se fija en los apellidos judíos situados en los bancos donde los fieles guardan sus útiles de oración. “Muchos de los nombres que veo aquí son melillenses. Es probable que regresaran en los 50, como los personajes de mi novela”, observa. “Siempre he tenido la sensación de que la historia de los judíos españoles ha sido ignorada en este país. La gente de mi generación creció sin saber que en Melilla y en el entonces protectorado español de Marruecos los judíos llevaban más de 400 años conviviendo en paz con musulmanes y cristianos. Me atrajo la idea de ambientar la historia en una época en la que unos judíos que nunca han estado en la que creen que es su tierra, Israel, sueñan con volver allí, mientras que unos españoles que han nacido y vivido siempre en el norte de África desean volver a España, un país que en realidad tampoco acaba de ser el suyo. Esa necesidad de encontrar raíces aunque sean míticas y el contraste con la realidad es lo que me parecía que podía dar lugar a historias”.

Autor en alza

‘La buena reputación’, novela número 11 en la trayectoria del autor, viene tras la calurosa acogida de 'El día de mañana', que muchos consideran su mejor trabajo hasta la fecha y que se hizo con el Premio de la Crítica y con el Ciutat de Barcelona, encabezando una considerable lista de galardones. La escritura directa y de estilo transparente de Pisón se diría un trasunto de su propio carácter, cercano y nada envanecido. Y no será porque en los últimos años no se haya convertido en un autor con un cada vez más creciente número de lectores. Ahí sigue, con sus dramatismos cotidianos sin estridencias ni modas. A sus 53 años todavía mantiene mucho de aquel aspecto de adolescente formal con el que se dio a conocer ya desde su primera novela, 'La ternura del dragón', con 24 añitos. Aunque no fue hasta la número cuatro, 'Carreteras secundarias', que sedujo a un público más amplio y a dos realizadores distintos, al español Emilio Martínez Lázaro y al francés Manuel Poirier, que se embarcaron en sendas adaptaciones cinematográficas. El cine, otra de sus pasiones, también le ha acompañado en su trabajo como guionista de 'Las 13 rosas' y 'Chico y Rita'.

Si a un hombre se le mide por los amigos que tiene, Pisón debe de ser enorme. Y eso en un medio como el literario, tan lleno de envidias y rencillas, puntúa doble. Uno de los más próximos, Enrique Vila-Matas –es imposible imaginar a alguien más alejado de lo que escribe Pisón que él– explica la empatía que inspira la cercanía de Pisón. “Es por su voluntad de caerle bien a todo el mundo –explica–. Y gracias a esto, pone en evidencia la miseria moral de tantos. Mi amistad con él se funda en la admiración. Le admiro por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por ahí, por cómo escribe. Esa admiración, que está ligada al respeto, vino a decirnos Montaigne, ennoblece al amigo, lo realza ante nuestros ojos, lo eleva a una posición que nos parece superior a la nuestra”.

Otro de sus colegas, David Trueba, ha escrito: “Con Pisón aprendimos, por fin, lo que era un escritor. Nos recogió del aire como el padre recoge la cometa para volver a casa el domingo por la tarde. Nos enseñó tantas cosas que su mérito mayor consiste en que muchas veces ni reparemos en ello. Como si fuera lo normal”. Normalidad es una palabra que no puede faltar en una ajustada definición del escritor.

Novela sobre la identidad

Resulta curioso que este hombre un poco de ninguna parte que nació en Zaragoza, pasó su primera infancia en Logroño, los críticos años del bachillerato –los que te forman, como bien sabía Max Aub– de nuevo en su ciudad natal y que llegó a Barcelona hace 32 años, haya escrito con 'La buena reputación' una novela alrededor del tema de la identidad.

Habla de ello a la salida de la sinagoga en una terraza desde la que se divisan a un lado de la calle una estelada y al otro, una bandera española. “Yo personalmente no considero importante tener una identidad clara, pero parece que a mis personajes, como a estos vecinos con sus banderas, sí les importa. Yo me siento de Zaragoza, me siento barcelonés, pero cuando me muera no quiero que me entierren en ningún lado para que no quede rastro”. La recurrencia de que Zaragoza aparezca una y otra vez en sus novelas –en la última también, porque la familia Salama está radicada allí unos años– no tiene que ver con la posible búsqueda de las raíces. “Si regreso a Zaragoza con frecuencia es porque necesito volver a mis recuerdos, a los años en que me formé como persona. Las claves sentimentales son fundamentales para un novelista, porque solemos adaptar, mezclar e inventar a partir de los recuerdos. En mi caso, los recuerdos propios o los de la gente que me rodea”.

Dos datos fundamentales se encuentran en el adn de la escritura de Pisón: la pérdida de su padre, militar de profesión, a los 9 años y la sustitución de esa figura por su abuelo materno, un hombre de fuerte carácter. “Mi padre murió en 1970 y mi abuelo, en el 75. Yo quise mucho a mi abuelo, cuyos rasgos trasladé al abuelo fascista italiano en mi novela 'Dientes de leche'. Él no era fascista sino carlista, una manera muy española de ser ultraderechista, pero yo eso no lo descubrí, con inquietud, hasta muchos años más tarde. Sin embargo, la revelación no menguó mi amor por él. La familia crea vínculos muy misteriosos que te unen a la gente. Y eso es algo que aparece en mis novelas una y otra vez”.

El peso de la familia

No se le ocurre al autor un tema más universal que el de las familias, con sus particulares rituales y sus expresiones secretas, como bien estableció la italiana Natalia Ginzburg –por cierto, también judía y una de sus autoras de cabecera–. Como ella, a Pisón también le interesan las familias ligadas a un tiempo concreto, ya sea la guerra civil, la transición o la actualidad. “Somos producto de nuestra época y ahí entramos en conflicto con lo que nos rodea”. Y aunque jamás ha querido contar nada que tenga que ver directamente con su historia, reconoce trazos de su propia vida familiar en todas sus historias. “Cuando uno escribe una novela sobre una familia, lo que intenta es que el lector acabe formando parte de esa familia de forma tan estrecha que acabe queriendo y odiando a sus miembros, como nos pasa con los familiares más cercanos. Conocemos sus virtudes, pero también sus flaquezas, y detestamos estas porque, en el fondo, son las nuestras”. De ahí que le guste especialmente la frase promocional que la editorial ha extraído de su texto: “No era la mejor familia del mundo pero era mi familia”. Sacada de contexto sirve como verdad universal. “Tiene esa mezcla de orgullo y resignación que todos compartimos. Nadie tiene la mejor familia del mundo”.

Si el norteamericano John Cheever hubiera gastado un poco más de compasión por sus personajes, sería fácil afirmar que Pisón es como él, nuestro particular cronista de las clases medias. Acepta ese título casi con resignación. “Es que yo no sé por qué en España, que todos pertenecemos a la clase media –bueno, ahora clase media baja–, no somos los protagonistas de las novelas, en vez de esos héroes de difícil clasificación social que las pueblan. A mí me gusta pensar que un escritor también tiene que contar la realidad en que vivimos. Sin clase media no existirían la democracia, los derechos humanos, esa idea de progreso que hemos tenido en los últimos dos siglos y, por supuesto, no existiría la novela, que es precisamente eso, un patrimonio de la clase media”.

La desconocida Melilla

La conversación vuelve a los derroteros hebraicos por donde comenzó. A lo desconocida que sigue siendo Melilla, ese “sitio raro”, pese a que todos los días nos avergoncemos frente a las abrumadoras imágenes de los subsaharianos desesperados escalando las vallas para entrar en este primer mundo devaluado. La Melilla de entonces no tenía vallas ni nada que se le pareciera, pero perdió a muchos de sus judíos, que fueron acogidos por el naciente Estado de Israel. Aunque no todos pudieron alcanzar la tierra prometida. En la novela, el naufragio de un barco, fletado gracias a la secreta e histórica operación Yazhin, marca la vida del abuelo Samuel, uno de sus ejecutores. “Murieron muchos judíos que se dirigían a Israel, pero el accidente apenas tuvo relevancia periodística”. Esa es una característica de los judíos españoles. Existían, pero no se hablaba de ellos. “El franquismo era claramente antisemita y, de hecho, Franco murió advirtiendo todavía contra la conspiración judeo-masónica, pero, al mismo tiempo, el dinero para que las tropas franquistas pasaran el estrecho en el 36 se lo proporcionó una banca judía de Tetuán. Y así fue oscilando entre aprovecharse de ellos y su retórica antisemita de puertas afuera, de la que no se apeó ni siquiera con el Holocausto, y una leve tolerancia”.

Aquellos judíos dejaron en Melilla sus ricas y ostentosas mansiones modernistas –construidas, por cierto, por arquitectos catalanes– a merced de la decadencia. El tiempo borró su huellas y apenas dejó un puñado de canciones en jaquetia, la variante del ladino en tierras marroquíes. Es imposible leer la letra de una de aquellas canciones –la que devuelve a Samuel a su infancia– sin sentir la emoción de un castellano cargado de dolor y de siglos. “Hagáis la teba de oro fino donde suba Israel regmido. Hagáis la teba de oro y plata donde suba nuestra ley santa…”.