Olga Lucas, la otra mitad del añorado José Luis Sampedro

La viuda del humanista edita un libro póstumo, 'Tiempo de espera' (Plaza&Janés)

Olga Lucas-Sampedro

Olga Lucas-Sampedro / periodico

ELENA HEVIA / Madrid

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El piso en el que vive Olga Lucas (Toulouse, 1947), oficialmente la viuda de José Luis Sampedro (Barcelona, 1917-Madrid, 2013) pero en realidad la mitad de un binomio que parecía indivisible –"éramos prácticamente siameses, todo lo hacíamos juntos"–, no es aquel ático señorial en el que el escritor recibió a la prensa durante años, con el icónico butacón en el que escribía cruzando una tabla. El pisito, en el mismo inmueble de la madrileña calle de Cea Bermúdez, es pequeño, funcional y luminoso. Allí se trasladó definitivamente el matrimonio hace algún tiempo, cuando al autor empezaron a fallarle las fuerzas para subir y bajar. Allí murió. Y todo, absolutamente todo, está impregnado del espíritu del escritor, economista, pensador y humanista. Ahí están sus fotos con Olga –¿con quién, si no?–, o el chiste que Forges le dedicó cuando el autor cumplió 90 años. El amigo humorista le hizo otro en abril del año pasado, siete años más tarde, en el que se le veía enfrentado ya a su tocayo San Pedro, llaves en mano.

Olga es una mujer acogedora de risa contagiosa, mayormente burlándose de sí misma a fin de mantener la autocompasión a raya. En las últimas semanas, la gripe le ha dado una buena paliza y está un poco frágil. Pero ella solo deja adivinarlo en las profundas toses y en una mirada que se le desborda de tristeza, no cuando evoca la vida feliz que pasó con Sampedro –ahí es todo risas– sino en la honda constatación de su ausencia. "Sí, sí, ya sé que a él no le gustaría verme triste, porque los dos reíamos continuamente. Esa teoría ya me la conozco, pero no me sale la práctica. Lo único que sé es que no le tengo en el sofá, ni en la cocina donde comíamos siempre juntos". Desde esa cocina se puede ver un gran cartel con el rostro quijotesco del escritor que cuelga en el pasillo. "Dejo la puerta abierta y me hace compañía mientras como".

Y vuelta a la broma. "Sampedro me da más trabajo muerto que vivo. Yo sigo igual que antes, enredada en sus cosas de 9 a 12". Entre tareas como la de atender a las alumnas de un colegio que han hecho un trabajo, o una biblioteca, o unas jornadas o una tesis, Olga Lucas ha logrado que un nuevo libro del escritor, 'Tiempo de espera' (Plaza & Janés) esté en las librerías (el próximo 3 de abril) a un año de su muerte. "No me gustaría que me llamaran oportunista. Él dejó muchos papeles y nunca acabamos de encontrar el momento para que me dijera qué es exactamente lo que quería que apareciera. Así que solo me atrevo a publicar lo que estoy convencida de que él quería que viera la luz. Murió con la angustia de querer dejar un nuevo libro, pero no quiero engañar a nadie, que no esperen la gran obra póstuma de Sampedro. No se van a encontrar 'La vieja sirena', bis, pero sí están las notas muy elaboradas de las cosas que a él le preocupaban al final de su vida, y en cierta manera es un libro conmemorativo que tiene sentido".

Proyecto incompleto

Además de esas reflexiones, el libro adjunta un viejo proyecto que también ha quedado incompleto. Dos textos autobiográficos paralelos, en los que Sampedro y Olga Lucas relatan sus respectivas infancias bajo el símil "manriqueño" de los ríos que al escritor tanto le gustaba. "Para él era una manera de indagar en el misterio de que, pese a la diferencia de profesión, de edad, de medio y de todo, encajáramos perfectamente como dos piezas de un puzzle". En 'El río José Luis' se cuenta la infancia cosmopolita y exótica de él en Tánger contrapuesta a su posterior estancia en un pueblo de Soria, cuando a golpe de soledad y aburrimiento descubrió las novelas de aventuras y con ellas, la lectura. 'El río Olga' muestra una imagen más desolada. Hija de republicanos españoles exiliados en Francia, tuvo que sufrir la deportación del padre al campo de concentración de Buchenwald, donde, por cierto, coincidió con Jorge Semprún. Y más tarde, la vida no ya dura sino berroqueña tras el telón de acero en Checoslovaquia Hungría, donde fue intérprete y llevó un programa de radio.

Todas esas lenguas, el francés, el checo y el húngaro, han dejado huella en su castellano, vivo y locuaz, y han desembocado en un curioso e inespecífico acento que potencia el aspecto levemente eslavo de Olga. Es inevitable pensar que esa fue una de las cosas que sedujeron al escritor, en aquel primer encuentro que a ella le gusta relatar, con los ojos todavía brillantes. Ella tenía 50 años. "Como la mayoría de mujeres independientes, ya había encontrado demasiado imbéciles en esta vida, y sobre todo me había convencido de que el amor tal y como yo lo entendía no existía en la vida real". Él tenía unos vigorosos 80 y hacía 11 que arrastraba su soledad de viudo. Se encontraron en un balneario de Alhama de Aragón que ambos frecuentaban por separado, pero en el que nunca habían llegado a coincidir. "Yo ya me había enamorado de Sampedro en sus apariciones en la tele. Y él se convirtió en una broma recurrente con las amigas con las que solía ir allí, año tras año, hasta que una me dijo: ‘¿Tú no querías aquí a Sampedro? Pues ahí lo tienes". 

Pamela azul

Pasaron los días y, pese a que la tensión en las bromas se acrecentaba, no se atrevió a abordarle hasta que coincidieron en la antesala del comedor. "Él leía un libro que yo no sabía si era un parapeto para espantar a la gente, porque ese es un truco que yo ya había utilizado en ocasiones". Pero no fue así: el caballeroso hidalgo se negó a darle la espalda en aquella sala en la que estaban los dos solos, charlaron y quedaron para tomar un té en el casino al día siguiente. Otra de sus amigas le dio un dato crucial: en una entrevista Sampedro había manifestado que le gustaban las mujeres tocadas, es decir, con sombrero. «Es que los académicos hablan así», bromea Olga. Cuando ella se presentó con una pamela azul, en aquel ambiente decadente de vieja novela rusa, él se levantó, se inclinó y le dijo pausadamente: "Muchas gracias por el sombrero». Desde aquel momento apenas se separaron. «Yo vivía como en un sueño, llegué incluso a preguntarle a mi médico si el síndrome de Stendhal era real. Y él me aseguró que de felicidad no se ha muerto nadie".

Y desde entonces no hubo sombras. Ni siquiera le afecta un posible psicoanálisis de su relación. Es más, se ríe a carcajadas de eso. "Quizá sea una burrada, pero yo siempre he dicho que es evidente que tengo un Edipo mal resuelto. Es verdad que tuve una carencia de padre porque me lo arrebataron brutalmente a los 3 años y no volví a verlo hasta los 8. Pero, en fin, no me he metido en muchas honduras porque, afortunadamente, yo nací mucho antes de esta cultura del trauma en la que vivimos ahora. Antes te pasaban desgracias y tirabas adelante sin más".

Invierno en el sur, verano en el norte

Es un lugar común que la vida junto a un escritor no resulta nada fácil, pero para ella fue la cumbre de la placidez. "Claro que depende de tu carácter. Si no tienes vocación de segundo de a bordo, mejor no lo intentes", aconseja. No recuerda discusiones ni peleas, ni siquiera la imagen de un Sampedro levemente enfadado. ¿Cómo se resolvían las cosas en las que no estaban de acuerdo? "Es que tenía la virtud de hacer que los demás hiciéramos lo que él quería. Luego muchas situaciones se resolvían con su enorme sentido del humor. Se ponía a imitar a los moros de su niñez y te partías de risa. Y una vez que te has reído, por grave que sea el problema –que nunca lo era–, ya no es lo mismo. La carcajada lo barre todo". Y así fue, el invierno en el sur, en su casa de Mijas, en Málaga, y el verano en el norte. Siempre de aquí para allá. A Olga le cuadra decir que vivían en el autobús, como Miguel Ríos. Expuestos pero a la vez recluidos, preservados. Juntos. "Pese a tener fama de sociable, Sampedro no lo era. Era afectuoso y accesible, es verdad, y se sentía muy obligado a darse a la gente, también. Pero él no necesitaba a nadie, nada más que a mí y estar tranquilamente en casa".

Llevaba muchos años el escritor alertando a la sociedad de la barbarie a la que se dirigía el capitalismo, y él conocía a fondo a la bestia por dentro porque llegó a ser subdirector del Banco Exterior de España. Se convirtió en una especie de profeta de la crisis a su pesar y, cuando se hizo evidente que la razón estaba de su lado, todas las miradas se dirigieron a él. "Vivió la llegada de la crisis con una enorme impotencia. En este caso, tener razón no te da satisfacciones. Solían decirle que él había abandonado la economía y él respondía que era al revés, que la economía le había abandonado a él. Por eso se refugió en la literatura".

La esperanza del 15-M

Un día, Sampedro reparó en una frase de Martin Luther King que le impresionó: "Cuando reflexionemos sobre los acontecimientos del siglo XX recordaremos más el silencio de las buenas personas que las fechorías de los malvados". De esa sensación vinieron a rescatarle los jóvenes indignados. Se duele Olga de las críticas que recibió de buena parte de la derecha. "Él nunca quiso usurpar el protagonismo de los chavales de la Puerta del Sol, adonde no quiso ir precisamente por eso, aunque sí acudió a la asamblea de su barrio. 'Me estáis alegrando los últimos días de mi vida', les decía". Hablaba con la claridad de los buenos profesores de un tema tan abstruso como el económico. "Si el mercado es la libertad, vaya usted al mercado sin un duro y verá qué libertad tiene", decía como ejemplo clarificador. Así que se fue con la idea de que a corto o medio plazo no habría futuro, pero logró descubrir un resquicio de esperanza. "Estuvo denunciando la barbarie hasta que un día percibió que esta siempre antecede al cambio. La barbarie es buena en el sentido de que para construir hay que destruir y desescombrar", recuerda Olga. 

Eternamente frágil de salud, todo el mundo, incluido su esposa, se había acostumbrado a la inmortalidad de Sampedro. Poco podía imaginar ella que tras las fundacionales gracias por el sombrero le esperaban 16 años intensos. "Me he quedado como colgada en el vacío. Hay días en los que me dejo arrastrar por la idea de que hubiera sido mejor habernos ido juntitos de la mano. Y, además, está todo este clima que vivimos. Creo que es muy duro encajar un pena personal en una pena colectiva". Pero rápidamente se repone y lanza una de sus desarmantes carcajadas: "Sí, estoy un poco pesimista, pero se me puede perdonar, ¿no? Es que estoy mala". Tose.