La concejala que dijo 'no' a la corrupción

La arquitecta Itziar González trabaja en el diseño de los planos de una nueva democracia desde que dimitió como concejala de Ciutat Vella por un clamoroso caso de corrupción

Itziar González, en su piso de Ciutat Vella.

Itziar González, en su piso de Ciutat Vella. / periodico

NÚRIA NAVARRO / Barcelona

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El 30 de abril de 2009, Itziar González, entonces concejala de Ciutat Vella, el distrito de Barcelona que acumula tanta belleza como codicia de los inversores, recibió una llamada mientras trabajaba fuera del despacho. Su secretaria le comunicaba que habían allanado su piso, situado en la calle de Petritxol. Al llegar, los mossos ya inspeccionaban el lugar. Todo estaba patas arriba. Hacía justo tres días que había ordenado el cierre de un piso turístico, en su empeño de parar los pies a la especulación y a la voracidad del 'lobby' hotelero. Poco después empezaron las amenazas de muerte. Abría el buzón y allí estaban esas cartas escritas por alguien que conocía sus pasos. La seguían, husmeaban en su pasado. Tuvo que vivir escoltada. Su poca vida privada saltó por los aires. Y sintió la soledad a plomo. Por un lado, para los vecinos era un elemento de desconcierto. Por otro, sentía la incomprensión de sus correligionarios del Ayuntamiento de Jordi Hereu, resignados (o convencidos) de que la política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe.

Pero la situación se agudizó. Un año después, una periodista le explicó que la parcela anexa al Palau de la Música estaba a nombre de un hotelero. La concejala indagó y escribió una carta con timbre al alcalde para forzarle a parar aquella operación. La respuesta se dilataba. Pidió cita con él y le preguntó: “¿Qué has decidido sobre el hotel del Palau?”. “El hotel se hará”, respondió. “Pues no puedo seguir”. Dimitió. Con ese gesto íntimo, y a la vez público, denunciaba una manera de hacer política.

En los días posteriores se hizo correr que tiraba la toalla por miedo a las amenazas, incluso porque estaba deprimida, pero no por su negativa a verse implicada en un caso de corrupción urbanística. Y lo hizo sin morir matando, como en las pelis del Oeste que tanto le gustan. No porque no se lo pidiera el cuerpo, sino porque en aquellos días su madre, Rosa Virós, estaba internada en la UCI del Hospital Clínic, grave, y le dijo: “Itziar, la verdad se defiende sola”. Aquel consejo la protegió. De haber revuelto los intestinos de aquel asunto la habrían trinchado. Y su madre tenía razón. La verdad salió a flote como un corcho. En junio de 2010 la Fiscalía presentó una querella contra Fèlix Millet, presidente de la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música, y contra su mano derecha, el director administrativo, Jordi Montull, por el proyecto del hotel del Palau, con el que se habrían embolsado una comisión de 900.000 euros. La querella señaló que se aprovecharon de sus “relaciones personales” con el 'conseller' Antoni Castells para conseguir un convenio que facilitara la permuta urbanística para construir el hotel y el compromiso de recalificar las fincas donde un promotor privado iba a edificarlo. Días después, la Fiscalía amplió su querella al acusar al teniente de alcalde de Barcelona Ramon García-Bragado y al exgerente de Urbanismo Ramon Massaguer de delitos de prevaricación y falsedad documental. (El juicio se celebrará el próximo marzo y González declarará como testigo).

Su madre murió al mes de su dimisión. No tuvo derecho al paro y, legalmente, tampoco pudo trabajar como arquitecta en la ciudad durante dos años por la incompatibilidad con el cargo. No hubo aspecto del dolor que no la tomara al asalto. Cerró su piso de Petritxol, abandonó Ciutat Vella, y durante año y medio depuró la desazón junto a su pareja en el fronterizo barrio del Poble Sec. Pero desde el mismo instante de aquella renuncia siguió en pie una certeza: su profunda vocación política. A partir de esa roca madre se fue levantando otra vez la Itziar constructora. “Colaboraré en el diseño de los planos de una nueva democracia”.

Su paso por la política le abrió el apetito de hacer política. Terca usted, ¿eh?

A los dos meses de haber aceptado ser concejala de Ciutat Vella, en 2007, un periodista me preguntó: “¿Es el inicio de una carrera política?”. Y le respondí: “Es la culminación de una carrera vecinal”. La política institucional no era una 'pole position' para llegar a ninguna parte. Era la consecuencia de haberme instalado a los 18 años en casa de mi bisabuela, en un edificio del siglo XVIII de Ciutat Vella, y de empezar a arreglar goteras a los vecinos mientras estudiaba Arquitectura. Me fui convirtiendo en una persona que les hacía solidarios con las causas de las fincas, y, de paso, fui descubriendo la situación de ancianos y humildes a los que los dueños no les arreglaban los pisos para que se fueran y así poderlos vender a las inmobiliarias.

Aquel piso fue su campamento base.

Yo viví poco con mis padres. El barrio fue mi nodriza. Ciutat Vella es mi bisabuela y mi abuela, una estirpe de modistas capaces de recomponer rotos con aguja e hilo, mujeres generosas que, al no vender la casa y transmitirla, nutrieron mi forma de estar en el mundo. Al acabar Arquitectura hice el juramento de no hacer nunca obra nueva; de restaurar, reciclar, dar una oportunidad a lo que ya existe.

No militaba en ningún partido.

Mi forma de hacer política entonces era tener un despacho profesional honesto. Y mi base ideológica, más que anticapitalista, que lo es, siempre se ha expresado en el pacifismo, el feminismo y el ecologismo. El tener un método de resolución de conflictos me valió la oferta de mediar entre los vecinos, los técnicos y el ayuntamiento en el diseño de la plaza de Lesseps. En aquel proceso de participación se demostró que la ciudadanía informada y organizada puede influir, algo que había visto en Christiania, el barrio autogobernado de Copenhague donde hice el proyecto de final de carrera. Lesseps fue mi escuela política. Y supuse que, por eso, me invitaron a entrar en las listas del PSC.

Tenía ganas de complicarse la vida.

Los que hemos vivido historias familiares singulares somos algo desestructurados en el aspecto emocional, pero eso nos puede hacer útiles a la sociedad. Mi familia es más amplia.

Su singularidad familiar tiene que ver con sus padres, Josep Antoni González Casanova y Rosa Virós, profundamente marcados por la guerra, compañeros de estudios de Derecho e ideólogos de la fundación del PSC. A los 32 años el padre sacó la cátedra de Derecho Constitucional y lo enviaron a Galicia –Itziar vivió hasta los 4 años en Santiago– y su madre, enrolada en el equipo de estudios electorales, fue la primera catedrática de Ciencia Política de España. Pero todo aquel compromiso los alejaba de casa. No había tiempo para los tres hijos. “Como yo quería estar con ellos, empecé a acompañarlos –cuenta González–. Dibujaba y pintaba de colores los mapas electorales de Catalunya. Esa fue mi primera visión del territorio desde arriba. Y de paso, descubrí que mis padres eran felices transformando el mundo a través de su trabajo. Aprendí de ellos la lealtad a los ideales. Supongo que el hecho de que ellos hubieran participado en la cocina del PSC hizo que el PSC considerara que ambientalmente yo era afín, pero me presenté a las listas como independiente. Y en tres años como concejala vi en qué consiste para ellos la política”.

¿En qué consiste para ‘ellos’ la política?

En la privatización de las instituciones públicas. Una serie de personas, a través del sistema electoral, en vez de ponerse a trabajar para la gente, se sitúan para reforzar su presencia allí. El que ha llegado arriba piensa que es él quien lo ha logrado y comienza un ejercicio del poder arbitrario y clientelar, y recompensa a los que le han ayudado en forma de favores. Descubrí que las instituciones no cumplen las normas básicas de transparencia y de acceso a la información. Vi opacidad. Y para mí, poder es ponerse al servicio. Yo, arquitecta, iba dispuesta a rehabilitar las políticas públicas en Ciutat Vella y restaurar la confianza de la ciudadanía. De modo que resultaba molesta cuando les decía: “Quien gobierna la ciudad es la economía criminal y no vosotros”. Me encerraban en la agrupación de Ciutat Vella y la red clientelar me leía la cartilla. Recibía el maltrato de las mafias, cuando el poder electo era yo.

Una vez fuera, recuperada del vapuleo, la derrota empezó a saber a victoria. Volvió a su piso de Petritxol, a Ciutat Vella, y se encontró con el infinito afecto de los vecinos. No había bar en el que le cobraran el café. Y entonces el 15-M empezó a llenar las plazas. Las asociaciones de vecinos, que habían perdido vigor en los años de vacas gordas, volvían a la carga. La PAH impedía desahucios. Médicos y maestros se revolvían contra los hachazos. La indignación se había vuelto activismo. Itziar González reconocía en ellos el poder, “el de verdad”.

Y tras el Fòrum Social Català de 2012 germinó la idea de crear el Parlament Ciutadà, un espacio de confluencia del activismo para reflexionar sobre cómo pasar de la democracia representativa a la democracia directa. Del voto a la voz. Y González se sumó con ardor, y fundó el Institut Cartogràfic de la Revolta, que reconoce “los movimientos de salud política de Catalunya”. Pateando el territorio, con sus botas, ha llegado a detectar a dos millones y medio de activistas. Gente que repara los atropellos de administraciones autistas. Células de esperanza. La prueba de que la democracia puede ser un espacio de alianza. “La buena política debe tener tres dimensiones –explica la ex concejala–: conocimiento, empatía y acción conjunta de transformación”.

Matice un poco, si es tan amable.

Es indispensable que haya personas capaces de leer la realidad. Hoy todo está montado para que no sea así, con las mentiras de los gobernantes y las manipulaciones de algunos medios. Y es preciso saber cómo nos afectan las decisiones a todos. Sin confianza y alianza en un proyecto de transformación no hay política. El político del siglo XXI debe ser aquella persona que esté en la defensa de la vida y no en la de las ideas. Debe convencer y no imponer, adiestrar y manipular.

Un poder más... ¿femenino?

Frente al modelo patriarcal del “porque yo lo digo”, las mujeres tenemos capacidad física de mover nuestras entrañas para hacer espacio a otro, y de nutrirlo para que luego sea libre.

¿Algún ejemplo ya existente?

El gran ejemplo es la PAH. Ada Colau, junto a Adrià Alemany, pasó cinco años analizando el sector inmobiliario. Luego, empatizó con los afectados. Y se juntaron para, entre todos, cambiarlo.

La PAH combate una porción de injusticia. Otros, otras. Lo difícil es articularlos.

Ahí entra el Parlament Ciutadà. Se trata de crear un 'lobby' ciudadano, un espacio que no aspire tanto a entrar en el poder como a ser una fuerza para que aquellos que nos representen sigan las peticiones que favorezcan el bien común. Crear una cultura de confluencia real en un país que no la tiene. Trabajar para que, cuando alguien llegue a una institución y quiera luchar por el bien común, no se encuentre solo como me encontré yo. Para que los que denuncian la corrupción nunca más sean tratados como apestados.

Si me permite, suena a imposible.

No lo es. Es sembrar para que la exigencia de calidad democrática se vaya incorporando en el ADN de la ciudadanía. Aportar una cultura política más sólida que la que surgió de la Transición, un momento en el que no se ventilaron bien las sábanas y en el que los verdaderos luchadores quedaron marginados, como José Martínez de Ruedo Ibérico, por ejemplo. Hoy toca no dejar de vigilar y custodiar el poder.

¿Y usted se conforma con participar? ¿No desea volver a la política institucional?

Claro que me gustaría, pero antes hay que cambiar el sistema. Como eso tardará un tiempo, pues mala suerte... En el wéstern de Sam Peckinpah 'Grupo Salvaje' uno de los personajes dice: “Alguien se tiene que quedar cuidando a los caballos”. Esa soy yo. Mi papel es ser una pieza más de la revuelta. Explicar a los jóvenes de los institutos que otra democracia es posible. Seguir con el activismo. A pie de calle. Una no fracasa nunca si es capaz de sentirse parte de un relato colectivo. Lo bello es difícil.