Escribà endulza con su libro 'El arte de convertir la pastelería en ilusión'

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FERRAN IMEDIO

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“Estoy buscando el país de Nunca Jamás. Tengo 51 años y espero estar en forma cuando lo encuentre”, dice Christian Escribà. Y de repente, la sonrisa de medio lado, la que te avisa de que está hablando con retranca, dibuja una línea recta que se tiñe de trascendencia. Podría parecer una más de sus bromas, pero está soltando una verdad de las buenas. Y siendo quien es Escribà (el pastelero que más cerca que nadie ha estado, está y estará de la fantasía) y estando donde estamos (en su 'showroom', su despacho, su refugio, un escenario que Gaudí podría haber diseñado inspirado en 'Alicia en el país de las maravillas'), hay que creerle. Incluso con los ojos cerrados, aunque se aconseja tener al menos uno de los dos entornado, vigilando sus pasos, no sea que se le ocurra estamparte un pastel en toda la cara. Porque él es así, gamberro hasta la médula.

El creador de pasteles gigantescos, diferentes, a veces imposibles, tercer eslabón de una saga dedicada al mundo dulce, dice que está buscando el país de Nunca Jamás. Y dice más, también de manera muy seria: “Comienzo a verlo en el horizonte, empiezo a ver un poco de tierra, espero que no sea un espejismo”. Y ese horizonte que ve, ¿cómo es?, ¿a qué sabe? “Es hacer las cosas porque me gustan, no por necesidad. Como si fuera un actor que puede escoger los guiones que le ponen sobre la mesa”.

Si no fuera actor, sería un cómico

Si fuera actor, Escribà sería un cómico, claro. Porque hace cosas divertidas y, además, se divierte. “Es que mi profesión es mi hobby, aunque, ojo, pico piedra como el que más”. Ha tenido suerte, pues, de caer en una familia donde siempre hubo un pastel en la mesa, aunque fuera la del obrador. “Si no es por mi familia, creo que ahora no sería pastelero, pero seguro que me dedicaría a alguna cosa creativa, artística. No me imagino como abogado o médico. A mí nadie me obligó a ser pastelero, pero lo mamé desde pequeño. Recuerdo a unos padres apasionados con lo que hacían. Eso es lo que me ha influido de verdad. Yo también soy un apasionado de la pastelería”.

Esa pasión es la que transmite el libro que acaba de lanzar, 'Escribà. El arte de convertir la pastelería en ilusión' (RBA), prologado por tres amigos íntimos como Ferran Adrià, Loquillo y el periodista Xavier Agulló. En él, además de las recetas de rigor, que son muchas y muuuuy creativas (y a menudo descaradas, fantasiosas), repasa la saga que comenzó su abuelo paterno, Antoni, que se casó con Pepita, hija del panadero Mateu Serra, que abrió el negocio en 1906, hace 107 años.

“No hay muchas fotos de él en la pastelería. La que curraba era ella, la Pepita. Lo suyo era pencar, pencar y pencar. Él siempre estaba en el bar de la esquina o se iba a cazar, aunque era muy malo cazando: un día mató un jabalí porque se le disparó la escopeta sin querer”. Su abuelo materno, Étienne Tholoniat, se ganó el título de 'Le roi du sucre' (el rey del azúcar) por su dominio del azúcar satinado, con el que hacer maravillas con los caramelos. Le siguió su padre, Antoni, el yerno de Étienne, el hijo de Antoni, el cazador del bar de la esquina. Otro crack, un revolucionario al que apodaron el mago del chocolate. “Fueron los austriacos, al ver que en una conferencia de 90 minutos podía hacer 15 monas, algunas de metro y medio de alto. Alucinaban”.

Le seguirá su hijo Pol

Y a Christian le puede seguir en las próximas décadas su hijo Pol, de 22 años. Ha aprendido en las cocinas de Albert Adrià, Nandu Jubany, Carles Gaig y Fabián Martín. Se ha curtido en un hotel de la República Dominicana. “Y ahora está aprendiendo pastelería conmigo, aquí, en Barcelona. Luego hará algunos 'stages' con los mejores pasteleros del mundo. Ha heredado la parte creativa, la tiene desde pequeño, y ahora le falta aprender las técnicas, que son muchas. Me parece que vamos bien”, explica.

Christian, hijo del gran Antoni y de Jocelyne Tholoniat, hija del gran Étienne Tholoniat, ha hecho su propio camino con esa indisimulada ambición de hacer alucinar a la clientela igual que sus antepasados a base de mezclar disciplinas e ingredientes (merengue, caramelo, azúcar, chocolate, brioche de colores, risas, emoción, diversión) y de echarle humor, descaro y transgresión al asunto. No le ha sido siempre fácil, ni divertido, ni placentero, aunque de puertas a fuera uno piense que ahí dentro crean conceptos, pasteles y merengues entre chistes en un pispás. “Siempre estoy buscando el doble salto mortal, y muchas veces no hay nada abajo, y me pego unas tortas que necesitan un tiempo de recuperación. He aprendido que tengo que navegar por los mares que mejor conozca”, confiesa.

Consejos los justos

“Mi familia, en general, ha sido gente de poco hablar y mucho demostrar. Profesionalmente, quiero decir. Los consejos que hemos recibido mis hermanos (Joan y Jordi) y yo son los justos. Lo suyo era currar, currar, currar y currar. Poca charla. Primero eran las obligaciones y después, la hora del patio, la libertad, en el obrador del abuelo en París o en el de mi padre en Barcelona”.

Escribà recuerda que su abuelo, el rey del azúcar, claro, acababa la jornada laboral y a continuación, “por afición”, se dedicaba a crear figuritas dentro de botellas para regalárselas luego a sus amigos. Pero los tiempos han cambiado y el pastelero gamberro ha sabido sacarle partido al talento que lleva en las venas dándole un enfoque más mediático y comercial a su trabajo, en la línea que inició su padre, Antoni. 

“La empresa de mi abuelo tenía tres empleados; la mía, 40. Es una simple evolución comercial de la creatividad. Mi padre también buscaba la creatividad rentable, pero fuera del trabajo cotidiano”. ¿Un ejemplo? “De vez en cuando veo que algo tiene salida, y se la buscamos. Por ejemplo: los anillos de caramelo”. Ciertamente, aquellos complementos fueron un exitazo tan grande (los vendía en todo el mundo) que le cogió a contrapié porque apenas había imaginado una respuesta tan abrumadora. Tuvo que dar marcha atrás.

Christian Escribà busca su creatividad trabajando, como todo el mundo, al fin y al cabo. Aunque en su caso, de madrugada. “Me despierto como muy tarde a las cinco de la mañana y acabo a las 11 de la noche. Duermo cinco horas, y ahora, desde que no fumo ni bebo, voy como una moto. Me pongo en el ordenador, hago mis listas, reviso mis libros… Hasta las siete de la mañana estoy muy activo y adelanto mucho trabajo. Luego bajo a la pastelería a dar algunas órdenes. No me gusta mucho estar en la tienda porque me estresa estar alerta de lo que pasa. Luego me dedico a leer, a ir a museos, a galerías de arte, al zoo… Estoy en una fase creativa muy potente”. Quién lo diría repasando en la obra que recoge el libro: zapatos de chocolate, macetas comestibles, motos, los clicks de Playmobil, el perro de El Bulli…

¿Qué será lo próximo? 'Mapping': proyecciones sobre el propio pastel. Tan potente como el reto que se ha marcado para el año que viene en Singapur, donde quiere levantar un parque temático efímero de lo dulce que durará tres días. Será su presentación en el mercado asiático. Otro doble salto mortal. No se sabe si hay red ahí abajo, aunque tiene a Patricia Schmidt, su pareja desde hace dos años, pastelera también, brasileña (“la mejor pastelera de Brasil”, proclama), aportándole el pragmatismo que a menudo le faltaba. “Y la elegancia y el perfeccionismo”, añade él.

Un dulce parque efímero en Singapur

Eso sí, jamás perderá el sentido lúdico de su trabajo, de su afición, y le gastará alguna broma a algún amigo que tenga a mano. Por ejemplo, aplastándole un pastel de merengue en toda la cara como el que le ha incrustado en el rostro Tamara, una de sus empleadas, para la foto de portada de DOMINICAL. Ya pringado, exhibe su catálogo de gestos, muchos de ellos obscenos, demostrando que es eso, un niño grande. “Es curioso, pero he dado pocos tartazos. Yo soy más de explosivos. Se lo inventó mi padre, con una mecha que acababa en el petardo escondido en el pastel. Yo lo mejoré con el mando a distancia, ¡ja ja ja!”, explica.

Le pedimos que busque una víctima para el tartazo, que seguro hay decenas, centenares, miles, que lo merecen por el  2013 que nos han hecho pasar y que hemos dejado atrás. Le cuesta responder. Tras mucho pensar, dispara: “Se lo daría a Ferran [Adrià], a Loquillo, a Enric Ruiz-Geli [arquitecto], a Joan Font [jefe de Comediants]. Son muy cachondos y seguro que les haría gracia. Pero siempre para echar unas risas, no como castigo por algo que hayan hecho mal. La pastelería es diversión, y el pastelazo es el típico número de los payasos y de las comedias de 'slapstick”.

Mientras prepara la cita de Singapur (“no descarto inventar unos tirachinas para lanzar pasteles a las fotos de la gente”), mientras su cabeza sigue dándole vueltas a ese gamberrismo que no le dejan explotar (“crearía comandos pasteleros, rollo grafitero, superando la línea de la legalidad, a lo Banksy”), mientras se limpia la cara de merengue que tan felizmente se ha dejado estampar en la cara, Escribà seguirá su camino con paso firme. “Eso sí, hay que saber a dónde ir”. Y él ya lo tiene claro, lo ha visto en el horizonte, casi lo toca con las manos: al país de Nunca Jamás.