Santuario natural
Un planeta llamado Bolivia
La Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa ofrece al visitante unos paisajes que parecen irreales, donde el agua, la sal y la arena del desierto se funden con un inmenso cielo

El Salar de Uyuni, en Bolivia, la mayor superficie salina del mundo.
Bolivia no es simplemente un país. Es como si en algún rincón de Sudamérica se hubiera escondido un pequeño planeta encapsulado, un territorio que desafía todas las nociones convencionales del paisaje, del color, de la altitud, del aire mismo. Partiendo en todoterreno desde Atacama (Chile), se debe cruzar el puesto fronterizo de Hito Cajón, situado a 4.480 metros de altitud, para comenzar una ruta por una de las porciones más peculiares de este planeta llamado Bolivia. Un trayecto que recorre los confines de la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, al sur de país, un santuario natural que protege paisajes irreales y especies naturales únicas.
Primera parada en la Laguna Blanca, un espejo acuático de tonalidades pálidas que, al reflejar el cielo andino, confunde a la vista. Basta un instante frente a ella para darse cuenta de que lo que depara en esta ruta quizá no pertenezca al mundo real. Junto a ella, casi como fundidas por un pincel invisible, está la Laguna Verde, de un color verde esmeralda que no proviene de la imaginación, sino del alto contenido de magnesio que albergan sus aguas. Los expertos nos lo explican con rigor, pero en realidad este verde proviene de un sueño. De fondo, el imponente volcán Licancabur se alza como un guardián omnipresente, recordándonos cuán insignificantes somos frente a la grandiosidad de la naturaleza.
El paisaje cambia de manera constante y radical mientras el 4x4 se adentra por caminos de tierra hacia el Salar de Chalviri, y a los costados del trayecto aparecen formaciones rocosas que podrían haber sido diseñadas por Dalí en un delirio genial. El desierto se viste de arte abstracto. Piedra y arena a 4.400 metros sobre el nivel del mar, una combinación sobrecogedora porque el mundo ya olvidó su nombre. El aire es otro y canta en silencio entre las rocas mientras los colores no obedecen a las leyes de la tierra porque son pinceladas de sol sobre un planeta vacío, donde, sin embargo, todo es latido. Chalviri es un lugar que no se recorre, se contempla, se respira con los ojos cerrados, se guarda como un viejo secreto.
Fuerza de la naturaleza
La jornada va ganando intensidad, como lo hace la altitud en el altiplano y el ambiente cambia de nuevo. Un fuerte olor a azufre anuncia que estamos llegando a los géiseres y fumarolas del Sol de Mañana. La tierra ruge, viva, palpitante. El vapor brota entre grietas, y el viento lo arrastra formando figuras fantasmagóricas. Aquí tampoco hay sonido, salvo un quejido grave que surge del subsuelo. El paisaje sigue siendo irreal, mezcla de rojos, ocres, amarillos. Cada paso es un desafío físico a 4.900 metros de altitud, pero también una lección de humildad frente a la fuerza de la naturaleza.
La lava burbujeante de los pozos volcánicos asoma como un corazón que late bajo la piel de la tierra en un ritual de fuego y calma. La distancia ya no existe, y entonces, como si el planeta decidiera regalar otra postal imposible, aparece la Laguna Colorada, hogar de tres especies de flamencos andinos: tokoko, chururu y jututu. Sus nombres resultan tan enigmáticos como su propia presencia. El rojo de la laguna se funde con el rosa de las aves, con líneas blancas, con los ocres de los volcanes de fondo. Solo el cielo azul nos recuerda que seguimos en este mundo. El resto es pura fantasía.

La Laguna Colorada, hogar de flamencos andinos. / Archivo
Esculturas de roca
La jornada finaliza en el desierto de Siloli, un lugar donde el viento ha esculpido la roca durante milenios, dejando formaciones como el famoso Árbol de Piedra. Se trata de un desierto donde cada piedra cuenta una historia geológica, donde el tiempo parece congelado en los surcos del granito. En ese silencio majestuoso, uno entiende que la naturaleza tiene su propia forma de hablar. Y lo hace sin necesidad de palabras. El Hotel Tayka, ubicado a 4.600 metros de altitud, es buen lugar para reponer fuerzas, mientras atardece y el sol se despide tiñendo de oro las arenas del Siloli. Un matesito de coca ayuda a recuperar el aliento y, quizás, también la razón.
Amanece. Es hora de partir hacia el lugar más impresionante del planeta Bolivia: el Salar de Tunupa, más conocido como Uyuni. Con sus 12.500 kilómetros cuadrados de sal, es la mayor superficie salina del mundo. Inolvidable siempre pero escandaloso si se recorre en bicicleta. La sal cruje bajo las ruedas como si cada grano fuera una palabra petrificada que el viento no se atrevió a pronunciar. En el suelo se dibujan pentágonos caprichosos porque juega a ser artista. El blanco lo cubre todo en la piel salada del altiplano y el horizonte inquieta. Cuando aparece la Isla Incawasi, también llamada Isla del Pescado, un oasis en medio de la sal poblado de cactus gigantes. Se escucha un silencio casi sagrado bajo la sombra de estas plantas milenarias que apenas crecen un centímetro al año. Aquí, la naturaleza no tiene prisa.
El salar, sumido en su inabarcable blancura, permite ver la curvatura del planeta como si la retina se hubiera convertido en una lente de ojo de pez. La bicicleta es ya un vehículo espacial que recorre 35 kilómetros en línea recta mientras el sol comienza a descender, pintando de tonos anaranjados y rosados el inmenso espejo salado mientras la sal se vuelve polvo de estrellas. El paseo se convierte en una experiencia que roza lo sobrenatural. Sentir el viento, ver cómo el suelo se funde con el cielo, saberse pequeño frente a tanta belleza, es tocar el alma del planeta.
Un hotel de sal
El día culmina en el asombroso Hotel Luna Salada, totalmente construido con bloques de sal. Las paredes, las camas, incluso el suelo de las habitaciones: todo es sal. Y, sin embargo, no hay frialdad, sino calidez. Porque el asombro, la hospitalidad y el entorno convierten cada rincón en un refugio de ensueño. Uno se pregunta cómo es posible que algo tan extremo pueda ser, a la vez, tan acogedor.
Del altiplano boliviano se regresa al mundo conocido con el alma transformada. Volver para contar lo vivido, para intentar poner en palabras lo que solamente puede sentirse: que en el corazón de Sudamérica existe un planeta llamado Bolivia. Un planeta donde el desierto es color, donde la sal es arte, donde el aire pesa, pero también libera. Un planeta que, una vez descubierto, jamás se olvida.
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