No había nada que enseñarle. Lo traía todo en sus genes. Jugador de calle. De Rosario, acostumbrado a enfrentarse a rivales más fuertes y poderosos. Ya de niño burlaba todas esas dificultades con el balón cosido a su pie izquierdo.
En Barcelona, ese talento argentino descomunalmente salvaje halló acomodo en una de las mejores academias del mundo: La Masia. Pero Messi ya era Messi. Y siempre ha sido Messi.
Poco a poco ha ido añadiendo registros nuevos a su infinita producción ofensiva. Con trabajo diario se ha convertido en uno de los mejores lanzadores de falta del mundo.
También ha clonado penaltis como el de Panenka. Un arte del engaño al meta, que se tira a un lado y ve la pelota camino de la red por el sitio donde estaba antes: el centro de la portería.
Ha hecho del gol una rutina. El portero desparramado y abatido en el césped. Los defensas pegando patadas al aire porque no lo vieron. Creían tenerlo controlado, pero en un instante Messi se esfumó.
Barça-Getafe. Camp Nou. 18 de abril de 2007
19 años
13 segundos
13 toques
Y marcó con la derecha
Así juega Leo. Así marca Leo. Goles sin fin.
Ante la Juventus, en su debut en el Gamper (agosto del 2005), era un venenoso extremo derecho. Pegado a la cal, con un regate eléctrico. Ahí empezó con Rijkaard.
Después Guardiola (mayo del 2009) lo ubicó en el centro del ataque para explotar su creatividad ofensiva. A partir de ahí, llovieron los goles.
Lleva el 10, pero marca goles de cabeza como si fuera un delantero centro del siglo pasado.
Regatea con la izquierda y marca con la derecha. Sentando incluso a Ronaldo, convertido en una figura de cera defensiva incapaz de frenarlo en un clásico.
El balón y su bota izquierda. Amigos de toda la vida. Desde siempre.
La evolución táctica de Messi permite, al mismo tiempo, entender la evolución del Barça en las últimas décadas.
Empezó siendo un extremo derecho de regate endiablado, luego se transformó en un “nueve mentiroso”, como él mismo se calificó, porque debía estar en el centro del área. Pero nunca estaba. Llegaba, marcada y desaparecía. Los defensas nunca detectaban a ese jugador invisible que sabían lo que iba a hacer, pero ellos no sabían como desactivarlo.
Después, retornó a la banda derecha, pero ya no como extremo sino como origen de un tridente célebre con Luis Suárez y Neymar.
Al inicio de su carrera sufrió muchas lesiones, especialmente de carácter muscular, que le hicieron perderse, por ejemplo, la final de la Champions del 2006. El punto de partida del renacimiento del Barça.
Pero después modificó sus rutinas de entrenamiento, cuidó su dieta y se convirtió en otro jugador. Más fuerte físicamente, capaz de jugar una media superior a los 50 partidos por temporada.
Aquel niño delgado y enclenque dio paso a un jugador tan hecho y sólido que resiste todo tipo de golpes.
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