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Carrascazos

Lamine Yamal aparca la corona, por Lluís Carrasco

Lamine Yamal enseña el escudo del Barça a la grada tras marcar el primer gol al Elche.

Lamine Yamal enseña el escudo del Barça a la grada tras marcar el primer gol al Elche. / AFP7 vía Europa Press

Lluís Carrasco

Lluís Carrasco

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Hubo un tiempo –no tan lejano– en que cada gol de Lamine Yamal venía con tutorial incorporado: marcaba, miraba a cámara y, con gesto de influencer del reino de TikTok, se colocaba una corona invisible. El niño prodigio se coronaba a sí mismo, sin urna, sin votación y sin modestia. Pero claro, cuando te autoproclamas rey con 18 años, corres el riesgo de que el trono te quede grande y el pueblo te pida cuentas antes de alcanzar tus metas.

El domingo la corona desapareció. Ni oro, ni joyas, ni aires de realeza. En su lugar, el gesto más bonito: besarse el escudo. El mismo escudo que pesa, que exige, que recuerda que aquí no se reina: se trabaja. El mismo símbolo que han besado los que han ganado de verdad, los que no necesitaron autoproclamarse nada porque lo demostraban cada domingo. El cambio no es un detalle: es un mensaje.

Complicidad y madurez

Antes, la corona decía "yo soy el futuro"; ahora, el beso dice "quiero formar parte de esto". Antes, la pose era para las redes; ahora, el gesto es para las personas. Antes, era la vanidad del príncipe; ahora, el compromiso del soldado. Quizás el aguafiestas de turno que siempre sospecha de los gestos, pensará que besar el escudo es puro marketing. Puede ser. Pero en tiempos de postureo, incluso un gesto de orgullo de pertenencia en momentos de dificultad, suena a revolución. Porque, seamos sinceros, entre coronarse a sí mismo y reconocerse del Barça, hay un salto abrupto de complicidad y madurez. ¡Bienvenido sea, Lamine! Que aparque la corona de momento y abrace simbólicamente a sus «Bros» (Que somos cada uno de nosotros). Que siga besando el escudo, incluso cuando falten aplausos. Porque los reyes pasan, pero el escudo queda. Y, sobre todo, porque el Barça necesita en su cabeza más laureles que coronas.

Quizás, con el tiempo, alguien recupere aquel vídeo antiguo de la coronación y sonría con ternura. Será señal de que el niño se hizo adulto, de que cambió el gesto y entendió el peso de lo que representa. Porque al final, en este club, los títulos se ganan, pero los símbolos se merecen.

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