Golpe Franco
Tarde, pero vuelven las luces de Brindisi, por Juan Cruz Ruiz
Araujo, el nuevo delantero centro de Flick, desata la locura en Montjuïc
La contracrónica del Barça-Girona: Toni Fernández, Lamine y Araujo de Alexanko

Rahsford felicita a Pedri tras su gol ante el Girona. / JORDI COTRINA / EPC

Escribí cuando ya no había remedio, o parecía no haberlo: "Se acabaron las luces de Brindisi...". Viene de una historia legendaria de la época en que los jóvenes albaneses desembarcaban en Italia, en Brindisi, para hacer posible una vida en la que no había otra esperanza que la que allí encontraran: la posibilidad de vivir lejos de un país que no tenía esperanza.
Pensé, cuando ya no parecía que habría otro remedio que el empate, que el Barça que viene del desastre sevillano y afronta la incógnita madridista terminaría siendo otra vez el agujero negro de la historia. Ese empate que aleteó como la mala suerte hasta las postrimerías del partido me llevó al titular que nunca quería escribir esta tarde en el Puerto de la Cruz, cerca de la casa natal de Pedri, cuando sentí que ya íbamos cuesta abajo en la rodada y que se nublaban en mala hora las luces del futuro.
Hasta ese segundo gol que trajo Araujo del vestuario casi todo le salió mal al Barça y a su entrenador, que tuvo que salir del campo expulsado por un árbitro (y por un linier, por cierto) que ejerce su autoridad como si fuera el cabo furriel de un destacamento autoritario.
La alegría del gol
Pedri le prestó al equipo la alegría del gol, Lamine explicó algunas lecciones del fútbol que ya lo hace legendario, pero el Girona hizo lo que sabe, el contraataque, una lujosa explicación del juego: jamás se rinde, y sobre todo jamás deja escapar la posibilidad del adelanto.
Tuvo mala suerte, además, de modo que yo me pasé la historia del partido deseando que quienes estuvieran viéndome sufrir dejaran de sentir que ya me había dado por vencido. Y vencido me resigné cuando ya estaba boqueando el partido y la suerte ponía un balón en medio de una meleé que resolvió el delantero improvisado que se llama Araujo.
Araujo había entrado minutos antes, como si tuviera prisa por tardar: no tuvo tiempo ni de persignarse como su dios manda, así que entró como un bólido, buscó en la cancha algunas oportunidades tristes y al final, cuando yo había escrito ya aquella imagen que me da Brindisi, marcó un gol que desnudó su torso y le regaló al entrenador, que se había ocultado de la contienda, la euforia de su venganza...
Cuando vi ese gol, el desempate, cuando vi el torso del uruguayo, cuando vi reír (y hacer un corte de mangas) al entrenador expulsado, no sólo vi las luces de la tarde sino un amago de futuro para el equipo que fue capaz de buscar la luz al final del túnel.
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