Opinión | Barraca y tangana
El mejor futbolista imaginario del planeta, por Enrique Ballester

Lamine Yamal, en su partido con España frente a Países Bajos en Róterdam. / Afp
La cama es la salida y la nevera es la meta. De un punto a otro existe un camino que frecuento. Durante ese trayecto soy el mejor futbolista del planeta. Especialmente de madrugada, cuando salgo de la cama e inicio la conducción de mi pelota imaginaria, la oriento hacia el pasillo y avanzo hasta la puerta de la cocina, donde cambio de dirección con el exterior e inclino el cuerpo para disparar a un lado del portero-nevera, con mi zurdita, y bellísima delicadeza.
Durante ese ratito, soy el mejor futbolista del planeta. Después abro la nevera y la magia se frena. Como algo que no debería comer, bebo algo que no debería beber y regreso a la cama sin balón ni fantasía, pero con el remordimiento en la conciencia.
Me pasa mucho. En determinados microlugares del mundo soy el mejor futbolista del planeta. Como mínimo, el mejor futbolista imaginario del planeta. Ocurre también cuando bajo al aparcamiento. Salgo del ascensor y recibo de frente un pase raso y tenso. Me perfilo y progreso un par de metros y se abre frente a mí un espacio enorme, con el carril central despejado. A veces imagino cambios de orientación de precisión milimétrica. Otras veces visualizo porterías entre columna y columna y masacro con goles a una hilera de porteros.
En cada lugar que frecuento, mi cerebro termina por construir una escena. Durante mucho tiempo pensé que un día acabaría esto, que mi cerebro despreciaría esta estúpida costumbre de caminar con una pelota invisible en los pies, pero tengo 41 años y ya no creo que cambie esta inercia. He asumido que es el tipo de tara sin cura. Hay que convivir con ella.
Condena
Admito que es una agradable condena. Como con tantas otras cosas, añado, no tiene que darnos vergüenza. Y escribo en plural porque al confesar todo esto descubrí que no estaba solo, que en realidad somos muchos los que vamos por el mundo tirando paredes ficticias con personas que no existen y celebrando en silencio goles que solo se ven en nuestras cabezas.
Formamos parte de algo. El movimiento más numeroso de nuestra época. Existe un hilo invisible que nos conecta. El cirujano mientras se acerca al quirófano para operarte a corazón abierto. El presidente del gobierno antes de dirigirse a la nación, camino del estrado, para proclamar una guerra. El Papa, después de mirar los ojos de Dios, durante sus rutinas de palacio. Tu vecino octogenario antes de sentarse en el baño. Lamine Yamal, una vez concluida la sesión de entrenamiento, cuando pasea hacia el vestuario. Tu amigo el listo, tu amigo el tonto, tu amigo el raro. Todos pertenecen a nuestra secta. Un ejército de zombis tirando caños y ruletas, jugando al fútbol imaginario sin darse cuenta.
Por si todo esto fuera poco, el jueves sucedió algo nuevo. Mi hijo calcó en el entrenamiento mi acción favorita, la clásica que hago cuando entro en la cocina y encaro a la nevera. Teo frenó en seco, giró el tobillo hacia fuera, dejó pasar al defensa y abrió el pie para ponerla de interior en el ángulo contrario. Sentí algo difícil de explicar con ese golazo, como un escalofrío o un relámpago. Ahora debo convivir con esta responsabilidad inmensa. Os aviso: al parecer, nuestras jugadas imaginarias tienen consecuencias.
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