El Tourmalet
La Vuelta y el notario de Cazorla
Sergi López-Egea
Sergi López-EgeaPeriodista
Periodista especializado en ciclismo desde 1990. He seguido regularmente el Tour como enviado especial desde 1991 al igual que la Vuelta, varias ediciones del Giro, la Volta y Mundiales de la especialidad. Autor de los libros 'Locos por el Tour' (con Carlos Arribas y Gabriel Pernau, RBA), 'Cumbres de leyenda' (con Carlos Arribas, RBA y reedición en Cultura Ciclista), 'Cuentos del Tour', 'Cuentos del pelotón', 'Cuentos del equipo Cofidis' y 'El Tourmalet', todos ellos de Cultura Ciclista.
Cae la noche en Cazorla, entre calles que parecen paredes, en un pueblo, encantador por qué negarlo, pero donde es imposible encontrar una persona obesa entre los vecinos, “comemos y cenamos bien”, dice José, que se ha pasado todo el día cuidando que el paso de la Vuelta por la localidad haya sido perfecto, “pero con tanta cuesta hacemos bien la digestión antes de acostarnos”.
El visitante se siente como en casa. Pasa una mujer con un cesto lleno de higos, que de sólo mirarlos entra la tentación de agarrar uno y comérselo en un periquete. “¿Quieres uno? Coge el que quieras, venga no seas tímido”. Es imposible no sentirse querido en Cazorla. Y hasta pensar que con tanta cuesta cómo es que no ha salido un escalador para convertirse en estrella del pelotón mundial.
Entre perdices, aceite y agua
La ciudad es también territorio de perdices, de aceite de obligada cata y de un agua, sin truco alguno, que se ha hecho famosa en el mundo entero. Casi no importa tener que ducharse por tanta cuesta superada al regresar a la pequeña casa que sirve por unas horas como descanso tras una jornada de emociones con una etapa intensa, aunque seguro que los ciclistas se han cansado más que quienes nos hemos convertido en sus seguidores a pie de carretera.
A pie de carretera, casi por azar, una de esas historias que no pasan desapercibidas, aunque el ciclismo poco tenga que ver, se encontró la visitante del pueblo, turismo propio y común del mes de agosto, que se acercó hasta Cazorla para pisar las calles por las que se paseaba su madre y sus abuelos, que llegaron hace más de 80 años hasta esta pequeña ciudad de casas blancas enclavada en la sierra jienense y rodeada de un auténtico paraíso de olivares.
La república y la posguerra
Llegaron cuando España era una república y se marcharon cuando el país sobrevivía a la resaca de la posguerra. La historia del abuelo Emilio, así se llamaba el hombre, sirve de tertulia a las mesas que ocupan la terraza del bar Nuevas Raíces, famoso por su oreja frita que, para mayor desgracia, se ha olvidado pedir en la comanda de la cena. Lo cuenta la turista, orgullosa de que todos los comensales, que de hecho no se conocen, sepan de la historia de su familia.
Emilio, gallego de nacimiento, llegó a Cazorla como notario de la ciudad, acompañado por su mujer, Carmen, y las cinco hijas fruto del matrimonio -de hecho, llegó con tres y se fue con cinco- y ahí pasó una decena de años ejerciendo su profesión.
Las niñas fueron creciendo, entre el colegio de monjas y alguna esporádica visita a Santander, ya que la madre nunca se supo aclimatar del todo al duro clima de Cazorla… y a sus cuestas que servirían para preparar la subida del Tourmalet sin moverse de la provincia de Jaén.
La playa del Sardinero
En su Santander natal, prosigue la historia que cuenta la mujer dando la impresión de que le saltan los ojos por la emoción del relato, tenía la abuela una habitación con vistas a la playa del Sardinero. Y por amor lo dejó todo, para atravesar la península en una época donde el viaje empleaba varios días, sin autovías, sin coches veloces y, por supuesto, sin tren de alta velocidad, ni aviones comerciales.
Pero ella cada verano, cuando el calor más apretaba en Cazorla, se acercaba hasta Linares, donde estaba la estación más cercana para coger el tren hasta Madrid y de ahí a Santander, hasta que estalló la guerra que, ciertamente, pilló a la sierra jienense por sorpresa, como a tantos otros lugares. Emilio, el notario, fue detenido, condenado pero salvado, porque sólo una persona con su oficio podía dar fe de lo que estaba ocurriendo en el pueblo.
La Vuelta no llegó hasta 2015
Resultaba imposible no apiadarse de Carmen y pensar en las veces que debió creer ver la imagen del Cantábrico cuando abría las ventanas de su casa de Cazorla a centenares de kilómetros del lugar donde nació. Y no oía el sonido de las olas del mar por mucho que su imaginación quisiera hacerle creer lo contrario. Ni siquiera la Vuelta a España llegaba a Cazorla. No lo hizo hasta 2015 para repetir la experiencia 9 años después con carreteras que hace más de ocho décadas no permitían ni la llegada de los corredores.
La terraza guarda silencio escuchando la historia, la emoción de los recuerdos, en una Cazorla que ya no recuerda el paso del notario Emilio ni su familia por mucho que la nieta busque supervivientes de una época que ya pasó y que resucita la llegada de la Vuelta a la ciudad coincidiendo con una visita cargada de recuerdos.
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