APUNTE

Magia, potra y mucho oficio, las virtudes del Madrid que amamos odiar

La única conclusión posible es que siempre hay que creer en el Madrid, porque es increíble. Y también hay otras razones para explicar el descalabro final del City

Real Madrid - Manchester City

Real Madrid - Manchester City

Eloy Carrasco

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Este artículo les va a explicar lo inexplicable, más allá de que la única conclusión razonable es que siempre hay que creer en el Real Madrid, porque es increíble. Podemos decir que el Manchester City no fue un equipo preparado para atravesar sin daños el túnel del terror del Bernabéu. Se enfrentó a Terminator sin la balsa de acero colado, a King Kong sin aviones artillados, a Drácula sin estaca. El Madrid es ese Harrison Ford baldado, el 'blade runner' Rick Deckard que se sujeta a la cornisa solo con dos dedos medio rotos, bajo la lluvia, sorbiendo su propia sangre, oliendo el fin; su oponente, el invulnerable Nexus 6, lo tiene todo a favor, eso parece, hasta que, milagro, él mismo le echa una mano justo antes de exclamar: «Es hora de morir». 

En todas las gestas blancas que empujan al culer hacia el psicoanalista nunca falla el abrigo arbitral (en un mundo mejor, el acoso de Benzema a Donnarumma sería falta, a Marcos Alonso no se le anularía aquel gol, Casemiro sería castigado acorde con sus patadas). No basta, y allá quien quiera usarlo como justificante para sobrellevar la frustración. Hasta ahora sabíamos que se puede engañar a uno muchas veces y a muchos una vez, pero no a muchos muchas veces, y eso es justamente lo que hace el Madrid, que nos obliga a modificar ciertos principios de la lógica, uno de ellos especialmente inconcebible: juega peor que su rival, pero gana. Se da una prestidigitación ahí. Sabemos que en la chistera no hay conejo, pero al final sale un conejo blanco y sano.

Y está la suerte. Consta en las leyes que para ganar la Champions hacen falta unas pizcas, y resulta que el Madrid tiene mucha muchas veces, es un saco sin fondo de potra. Y el oficio, otro atributo etéreo que echar al puchero. El City fue incapaz de conseguir que no ocurriera nada en los últimos diez minutos, de bloquear el juego, de que la arena del reloj fuese cayendo sin sobresaltos. Pues el Madrid logró exactamente eso durante toda la prórroga; cuesta encontrar algo que llevarse a la crónica después de que Benzema marcara el penalti.

La incontrovertible verdad es que en estos partidos suelen aparecer indicios de que algo raro va a terminar pasando: que el City traicione su maestría y falle pases fáciles en una cantidad absurda; que a la vuelta del descanso comparezca amodorrado y solo de chiripa no encaje un gol, propio de infantiles, en la jugada del saque de centro; que su mejor futbolista –De Bruyne- tenga precisamente ahora la peor noche de la temporada y, el colmo, que Modric le gane una carrera, con la carga psicológica y simbólica que encierra un momento así. Lagarto, lagarto. La película sigue luego las indicaciones del Maligno y Mahrez pone la miel en los labios, ya está, los tenemos, ahora sí. Ja. Solo es el conveniente enredo que precede al clímax épico e inverosímil que está por venir, en el que un delantero de 1,74 (Rodrygo) caza un cabezazo entre dos centrales de 1,86 (Rúben Dias) y 1,91 (Laporte).

Guardiola habrá dormido mal, tomará nota y emergerá de la negrura con nuevos planes. Quizá ahora los fans del City lamenten, como hará él para sus adentros, que, sí, hay un gran equipo, pero no haber podido fichar a Harry Kane el verano pasado tiene estas consecuencias; es la mariposa cuyo aleteo de hace diez meses provoca una tormenta en la otra punta de la temporada. Nunca sabremos si las dos de Jack Grealish habrían entrado en botas de un Kane, lo que es un hecho es que el City tuvo que tirar una veintena de veces entre los palos para marcar cinco goles y al Madrid le bastaron diez para anotar seis (o Courtois contra Ederson, juguemos también aquí a las diez pequeñas diferencias). Guardiola tendrá que pedir a sus jefes que se rasquen la cartera para atrapar a Haaland, el príncipe azul que le falta. Y a volver a afilar el hacha.

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